¿Está ganando Hitler?

¿Está ganando Hitler?

En estos momentos, los corruptos y los corruptores, y quienes se aprovechan de ellos, lanzan cargas de profundidad contra nuestra democracia. Allanan el camino a las derechas extremas, cuyo prontuario clásico es archiconocido desde hace más un siglo

Acaba de morir Alfred Brendel, el gran pianista austríaco, a los 94 años. En una entrevista de 2012 recordó su infancia en la Croacia de los ustacha y su primera juventud en la Austria ocupada por Hitler. Dijo que aquellas experiencias le habían “inoculado contra el fascismo nazi y croata”. Se mostraba “en contra de cualquier extremismo ideológico”, aunque era poco proclive a pronunciarse en los asuntos públicos. Su última declaración política fue contra el Brexit, y muy escueta: “Britain, please remain” (“Gran Bretaña, por favor quédate”).

El fallecimiento de Brendel, que tenía nueve años cuando estalló la segunda guerra mundial, nos alerta de la progresiva desaparición de la última generación europea que vivió el fascismo y sus guerras. Pronto sucederá lo mismo en España con los que conocieron de primera mano la guerra y la dictadura de Franco. Este hecho, que se añade a otros, nos alerta de que determinados consensos y resortes democráticos, que se daban por consolidados y permanentes, vuelven a estar en juego. Los “inoculados contra el fascismo” desaparecen y la inmunización de las democracias se debilita.

Brendel escribía muy bien. Sus libros “Sobre la música” y “De la A a la Z de un pianista” (Acantilado), son muy recomendables, no sólo para los melómanos. Cuando le interrogaban, como les suele suceder a los grandes intérpretes, sobre si daba preeminencia a los sentimientos o a la técnica, Brendel respondía con tres cosas obvias, que frecuentemente olvidamos. Decía que los sentimientos y el rigor no son incompatibles, sino que deben ir de la mano. Añadia que debe practicarse un “control de calidad sobre los sentimientos”. Y constataba que “hay sentimientos de primera, segunda y tercera mano”.

Se refería, claro, a las maneras de componer, interpretar y escuchar la música. Pero su recomendación es aplicable a otras facetas de nuestra vida pública y privada. Brendel cita en sus libros, a este propósito, el fragmento de una carta del físico Max Born a Albert Einstein: “En los humanos, las emociones y la razón se combinan de una manera nefasta”. Esta reflexión, que tiene una validez general, puede aplicarse de manera especial a la actual situación de nuestra vida colectiva, en el mundo y en España.

Lo que hoy sucede en el mundo espanta. Hace unas semanas, al recibir en Viena el premio Bruno Kreisky, la escritora italiana Francesca Melandri dijo algo que, si somos sinceros con nosotros mismos, debemos reconocer como un sentimiento común: “Estamos atravesando tiempos desconcertantes, crueles, sangrientos, aterradores, vertiginosos y, sin duda, históricamente significativos. Pero ¿qué significan? ¿Adónde nos llevan? No tenemos ni idea”.

En muy buena medida, es cierto. Pero también lo es que, en esta situación de niebla e incertidumbre, podemos ver cómo crecen las amenazas autocráticas contra la democracia. Autocracia: “forma de gobierno en la cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley”, según la RAE.

En Italia hay quien, en estos momentos, ha recordado las palabras de Alessandro Natta, que fue secretario general del PCI, cuando cayó el Muro de Berlín: “Se hunde un mundo, cambia la historia, Hitler ha vencido. Se realiza su proyecto, después de medio siglo”. Aquellas palabras se interpretaron entonces como referidas al colapso de la URSS y a la amenaza de una “Europa alemana”. Hoy, en un mundo en llamas, cuando las democracias se hallan a la defensiva frente al ascenso de las extremas derechas y de las autocracias, pueden interpretarse de manera distinta. Resuenan advirtiéndonos de la posibilidad de un mundo en manos de autócratas furiosos, magnates enloquecidos y multitudes con identidades colectivas fanatizadas. Una revancha de los fascismos del siglo pasado.

De este peligro no está exenta España, donde la sórdida mugre de la corrupción lo está ensuciando todo. La “combinación nefasta” a la que se refería Max Born se produce aquí no sólo entre razón y sentimientos, sino también entre resentimientos cruzados, enraizados y profundos, por no hablar del aturdimiento decepcionado de tanta gente ante los escándalos actuales. España no es una excepción exótica en materia de corrupción (en Francia, sin ir más lejos, tienen a un expresidente de la República con brazalete electrónico), pero debe tomar nota de que saca mala nota: Transparencia Internacional la coloca en el puesto 16 de los 27 países de la Unión Europea, por debajo de la media.

Ante el panorama actual, el pesimismo es inevitable. Pero no es este un momento para romper el carnet, para decepciones y dimisiones. Porque sólo la política podrá salvarnos. La política tiene horror al vacío y, si se abandona, puede quedar en manos de lo mejor de cada casa, con su corrupción bajo el brazo. Ahora bien: está comprobado que la corrupción no sólo es inmoral. Es liberticida. En estos momentos, los corruptos y los corruptores, y quienes se aprovechan de ellos, lanzan cargas de profundidad contra nuestra democracia. Allanan el camino a las derechas extremas, cuyo prontuario clásico es archiconocido desde hace más un siglo: fanatización a ultranza de la política, envilecimiento de los instrumentos de la democracia, obstrucción de los parlamentos y de las otras instituciones democráticas. Sus métodos son conocidos también: violencia, broncas, insultos, pataleos, pintadas, escraches, ataques a sedes y un largo repertorio de vilezas. Su objetivo final también es archisabido: siempre que pueden cercenan las libertades, y siempre que les conviene acaban con la democracia. Es por este motivo que eliminar la corrupción es vital para los demócratas. Hay que liquidarla no sólo por razones éticas, de moral y dignidad colectivas, sino por razones de vida o muerte de la democracia.

O la democracia acaba con la corrupción, o la corrupción acabará con la democracia. Una victoria póstuma de Hitler o de los otros dictadores del siglo XX, por inconcebible que sea, no es imposible. No resucitarán las multitudes con el brazo alzado, ni los himnos y las liturgias militarizadas, pero sí está regresando la fascinación por el hombre fuerte, por la brutalidad sin límites del poder. Nuestro deber es impedir este retorno al pasado.