
Manual de instrucciones para nadar en el fango
¿Cómo sostener algún tipo de idealismo cuando, una y otra vez, estallan nuevos escándalos de corrupción?¿Cómo podemos reconciliar la sospecha de que este no será, ni de lejos, el último caso que salga a la luz, con seguir vinculados con emoción a las causas comunes?
El campo de concentración de Auschwitz es la expresión del horror más lacerante que ha conocido la humanidad; una máquina de exterminio a la que fueron enviadas a la fuerza 1,3 millones de personas. Y donde otra persona fue voluntariamente.
Witold Pilecki era un oficial del ejército polaco, miembro de primera hora de la resistencia al ejército nazi. En 1940 el mundo vivía de espaldas a la masacre que se estaba produciendo en los campos de concentración y la única manera de romper ese bloqueo informativo era entrar en uno y seguir vivo para contarlo. Pilecki decidió infiltrarse en Auschwitz para reunir información sobre su funcionamiento y organizar un movimiento de resistencia entre los prisioneros que, con suerte, pudiera organizar un levantamiento desde dentro. Para conseguirlo, ideó un plan: salió deliberadamente a la calle durante una redada en Varsovia, fue capturado y enviado al campo, donde se le asignó el número de prisionero 4859.
Pasaría tres años en Auschwitz. La información que logró sacar del campo y que la resistencia polaca hacía llegar al gobierno británico fue la primera crónica del horror que se estaba produciendo allí. Murió en 1948, ajusticiado durante la ocupación soviética de Polonia, pero su historia sigue viva hoy.
La mayoría de los europeos –con seguridad, los europeos progresistas– hemos crecido escuchando las historias de valor y de sacrificio de los héroes de la resistencia y del Ejército Republicano español; de los maquis, de los exiliados y de nuestros padres que fueron a la cárcel y fueron torturados en las cárceles de Franco. Como decía Newton, si somos capaces de ver algo, es porque caminamos a hombros de gigantes.
Por eso tenemos lo que Rutger Bregman llama “ambición moral”; un deseo íntimo y cotidiano de “estar en el lado bueno de la historia”, una pulsión que nos hace sentirnos mucho más retribuidos cuando podemos estar alineados con nuestros valores que por ninguna cifra en una cuenta bancaria. Una tradición que nos lleva a tomar todos los días decisiones en consecuencia: desde qué periódico leemos hasta cómo educamos a nuestros hijos para que antepongan sus principios a su beneficio particular, o cómo hemos renunciado a la posibilidad de tener más cosas a cambio de vivir una vida más acorde a la forma en que querríamos que fuera el mundo.
Por esa razón, tener que coexistir con gente y con prácticas que son incompatibles con esa ambición se vuelve insoportable: igual que estar alineados con nuestros valores nos retribuye y nos llena, convivir con la violación de esos ideales nos roba; nos quita una parte de lo que queremos ser. Por eso nos escuece tanto este caso Cerdán y por eso, como si la virtud moral fuera contagiosa, no queremos tocar ni con un palo a estas personas que tan claramente no comparten nuestra misma ambición.
¿Cómo puede sobrevivir la ambición moral en un mundo donde la política limpia parece una quimera? ¿Cómo sostener algún tipo de idealismo cuando, una y otra vez, estallan nuevos escándalos de corrupción? ¿Es ingenuo pensar en una política sin chorizos? ¿Cómo podemos reconciliar la sospecha de que aún hay muchos más y de que este no será, ni de lejos, el último caso que salga a la luz, con seguir vinculados con emoción a las causas comunes? ¿Cómo se hace para nadar en el fango?
La respuesta no puede ser, como argumentaba hace unos días Yolanda Diaz, que “la corrupción cero sí existe” (y que ella es quien la representa). Para empezar, porque no es verdad: la perfección no existe. No existe en el amor, no existe en la economía, no existe en la naturaleza y no existe en el mundo real: ¡es un imposible! Todos los sistemas complejos, desde los grupos sociales hasta los cuerpos humanos, cuando crecen y perduran en el tiempo, degeneran y producen inevitables imperfecciones. Desde el cáncer hasta las manchas en la piel y las espinillas; desde la corrupción hasta los abusos de poder. Sería una estupidez pensar que en la resistencia francesa o en el ejército español no había en su día gente deleznable.
En segundo lugar, porque la pretensión de que existe la pureza total es el caldo de cultivo de la antipolítica: Y es que si existe la “corrupción cero”, nadie debería poder ser acusado nunca de nada. Este planteamiento deja a los pies de los caballos a cualquiera que sea acusado, con o sin pruebas, con o sin honestidad, de cualquier cosa. Igual que la imagen filtrada y mil veces retocada de esas mujeres perfectas de las redes sociales construye un estándar que nos hace insuficientes a todas las mujeres, la pretensión de que puedan existir grandes grupos sociales donde no haya ningún caso de corrupción sólo puede llevarnos, más tarde o más temprano, a una terrible frustración y al desencanto.
Quizás podríamos encontrar una respuesta útil en una mirada más autocompasiva. De la misma forma que cuando los niños se pelean o no son capaces de completar con asiduidad una rutina, podemos entender que con el tiempo, lo acabarán consiguiendo o,– al menos, que lo mejor que podemos hacer es no dejar de intentarlo–, podríamos entender que somos una sociedad en proyecto.
Y que en ese proyecto de sociedad estamos avanzando. No es cierto que estemos peor que hace 50 años. Algunos de los que más se han desgañitado estos días para pedir la dimisión del actual presidente fueron condenados en su día por constituir un grupo terrorista desde el Estado. Y otros muchos participan de organizaciones que se financiaron ilegalmente durante muchas décadas. Si algo ha cambiado de verdad es que ahora esas cosas ya no se esconden debajo de una alfombra. Ya no hay un establishment que conviva con esas prácticas y por eso salen a la luz mucho antes que hace unos pocos lustros.
Todos los organismos degeneran. Todos son vulnerables a los virus y a las infecciones. Lo que distingue a un individuo –o una sociedad– sana es qué hace cuando se encuentra con estos síntomas de la enfermedad: si intenta evitarlos y corregirlos, o si los deja campar a sus anchas y que terminen por consumirla.
Hoy esa ambición moral es nuestro sistema inmune. Y ese escozor, esa angustia que nos produce volver a encontrarnos frente a uno de estos casos, es la reacción natural de un cuerpo democrático sano frente a un patógeno, como es la corrupción. Ese malestar es —paradójicamente— consecuencia de unos anticuerpos que hace 50 años no teníamos: es el síntoma de que nos estamos curando, que estamos enfrentando el virus y que vamos en la buena dirección.
No habrá, no nos llamemos a engaño, nunca un mundo que pueda decir que la corrupción no existe. Pero sí puede haber una sociedad mucho más eficiente en su combate. Si tenemos una oportunidad, es la de fortalecer los procesos democráticos; mejorar los procedimientos administrativos, reforzar una cultura de la transparencia y transformar estos episodios en un aprendizaje colectivo que nos haga más resilientes y vigilantes frente a esta enfermedad.