El fantasma de la deuda recorre el mundo

El fantasma de la deuda recorre el mundo

Dos de cada cinco habitantes del planeta están prisioneros de una deuda incontrolable y esperan la solidaridad del resto. Esto no es, pues, un problema simplemente financiero. Es una cuestión de derechos humanos, de derechos de la Humanidad

Escribo este artículo el día en que se clausura en Sevilla la cuarta Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo. Hay un fenómeno socioeconómico que ha presidido dicha reunión: la Deuda. Su documento final, el “compromiso de Sevilla”, propone, de forma optimista, una nueva arquitectura financiera de la deuda. Coincide este enfoque con el nuevo “Informe Jubilar” del Vaticano, confirmando la orientación moral que defiende León XIV desde su elección.

En todos los análisis de los medios de comunicación que han seguido la Conferencia se ha reiterado una realidad tan estructural como inaceptable: cerca de 3.400 millones de personas en el mundo viven en países que gastan más en el pago de intereses de la deuda que en educación o sanidad. Esta es la soga que asfixia a los llamados países en vías de desarrollo, que ven frenado o imposible ese desarrollo a causa del peso que en ellos tiene la deuda contraída con capitales occidentales. Estos, sí, desarrollados.

Pero la deuda no anida solo en los países más pobres, particularmente en África que dedica más dinero al pago de deuda que lo que recibe en ayuda al desarrollo. Una dificultad para que los países más ricos ayuden a rebajar las deudas de aquéllos estriba en que, especialmente desde la crisis financiera de 2008, es este un fenómeno cuyo origen está en Europa y Estados Unidos y empeora cada año.

En mi libro “La Edad de Hielo. Europa y Estados Unidos ante la Gran Crisis: el rescate del Estado de Bienestar” – perdón por la autocita-, señalo:

“En el mundo occidental, inventor de la moneda, del crédito y de la deuda, han sido tradicionales los empréstitos que los Estados nación han emitido para obtener crédito de la banca, la institución financiera por excelencia. Sin embargo, la globalización y la desregulación financiera de la década de 1980 ampliaron el espectro de los acreedores al conjunto de los diversos actores financieros, bancos centrales, bancos privados, compañías aseguradoras, fondos privados de inversión, fondos soberanos de países emergentes, inversionistas de todo tipo en bolsa o fuera de ella, etcétera. Esa expansión cuantitativa y cualitativa de las capacidades de endeudamiento – lo que se califica como ”desintermediación“ – explica en buena medida que los Estados se hayan convertido en apéndices financieros de sus acreedores, los famosos ”mercados“.

El Estado de bienestar, con gastos crecientes e ininterrumpidos, en especial los producidos por el efecto demográfico (sanidad, pensiones) o el económico (desempleo), se ha financiado así. Ha sido de esa forma en razón de una cada vez mayor aversión al uso político de la fiscalidad, y se ha preferido una apelación cómoda a los “generosos” mercados“.

La dinámica expuesta se ha proyectado en los intereses con que los Estados han de remunerar a los inversores para que éstos compren su deuda. Como dice George Cole, economista de Goldman Sachs, la cuestión no es solo saber si hay demasiada deuda – que la hay – sino cuál es el precio que los mercados están dispuestos a aceptar para suscribirla. Las tasas de interés de la deuda a largo plazo de Estados Unidos han llegado al 5%, la más alta desde 2007. En el Reino Unido al 5,5%. En Francia al 4%.

Es sorprendente el caso de EEUU, cuyos bonos del Tesoro han venido siendo el valor refugio por excelencia y cuya moneda ha tenido el “privilegio exorbitante”.

La situación de Estados Unidos, el país más endeudado del mundo, va a agravarse sin duda. La política económica – si se le puede llamar así – de Donald Trump, basada en una tributación favorable descaradamente a las rentas más altas (Beautiful Big Bill) va a llevar a ese Estado federal a un déficit del 7%. El efecto inmediato es aumentar 3.2 billones de dólares a la deuda en los próximos 10 años. La devaluación del dólar – moneda de reserva internacional – frente al euro y otras monedas (1.17 $ por euro) es ya un hecho.

Según datos de la OCDE, en los países desarrollados la carga de la deuda es 4 o 5 veces más importante que los presupuestos consagrados a la cultura, al medio ambiente o a la vivienda.

Como señala Eric Albert (Le Monde, 7.6.2025), lo más sorprendente es que el aumento de las emisiones de deuda de los Estados no ha cesado ni aun cuando se ha recuperado el crecimiento económico. En 2024, los 38 países de la OCDE han emitido 15.700 millardos de dólares de deuda. Un récord total. Y a un precio más alto, porque el deseo de comprar deuda por los inversores institucionales ha declinado, con el resultado de mayores intereses para captar a dichos inversores.

España no es una excepción. La Autoridad Fiscal ha estimado que harían falta 30.000 millones de euros de ajuste presupuestario en cuatro años por el aumento del gasto en defensa, como forma de llegar al 2.1% del PIB en tal gasto. El BCE calcula que el endeudamiento español tendría que subir 10 puntos de PIB, por el mayor gasto en defensa. Lo que plantea inmediatamente cómo financiar esa subida: o con deuda o con impuestos.

Este es, sin duda, el gran debate político del momento. 130 países, a instancia de la OCDE, acordaron hace cuatro años una tasa del 15% en el impuesto de sociedades a las multinacionales tecnológicas, esencialmente norteamericanas.

Trump ha roto el acuerdo en la última reunión del G-7. Ya lo había hecho el mismo día en el que tomó posesión de su cargo. Esta decisión, junto al incremento errático de los aranceles, tiene que adoptarla porque lo necesita para bajar los impuestos a los ultrarricos, que es su verdadero objetivo.

Queda por saber, para los países miembros de la OTAN, si los aumentos de los gastos de defensa acordados en su última cumbre van a ir a emisión de más deuda o se compensarán con subidas fiscales a las rentas más altas.

Este es el dilema a que se enfrentan hoy los gobiernos europeos. No el norteamericano, que ya lo ha resuelto, clausurando las ayudas a los pueblos de países en vías de desarrollo con consecuencias terribles para ellos.

Mientras tanto, dos de cada cinco habitantes del planeta están prisioneros de una deuda incontrolable y esperan la solidaridad del resto. Esto no es, pues, un problema simplemente financiero. Es una cuestión de derechos humanos, de derechos de la Humanidad.