
El mejor disco de Bruce Springsteen
Grabado en la soledad de su estudio casero, sin más compañía que la armónica y la noche, Springsteen consiguió con ‘Nebraska’ un disco oscuro, de una familiaridad que se convierte en siniestra cuando le da por la poesía rural y aparecen personajes desahuciados, víctimas de un sistema que devora y subyuga
Si hay un disco de Bruce Springsteen que despierta en mí una emoción elemental ante la que no encuentro palabras, ese disco es Nebraska; un trabajo donde la voz casi desnuda del boss se deja arrastrar hasta una tierra vagabunda que desata la inspiración.
Grabado en la soledad de su estudio casero, sin más compañía que la armónica y la noche, Springsteen consiguió un disco oscuro, de una familiaridad que se convierte en siniestra cuando le da por la poesía rural y aparecen personajes desahuciados, víctimas de un sistema que devora y subyuga, que deshumaniza y convierte la violencia en un sacramento listo para ser cumplido.
Nebraska desprende una cercanía y una sencillez tan necesaria que me hace cerrar los ojos cada vez que lo pongo. Y vuelvo de nuevo hasta la edad en la que lo escuché por primera vez. Lo recuerdo bien, fue en el Vuelo 605, aquel programa nocturno que me llevaba de viaje a músicas desconocidas. Su conductor -Ángel Álvarez- lo presentaba con mucha elegancia. La seducción y el gusto de su voz eran atributos únicos cuando daba la bienvenida a bordo. Porque la radio fue para mí –y para las gentes de mi generación- el cacharro que conectaba con el mundo. Sintonizar la FM era alcanzar una dimensión sólo comparable con el vértigo que hoy en día pueden sentir aquellas personas que navegan por la dipweb esa o como se escriba.
De igual manera, rayando en lo prohibido, el disco marginal de Bruce Springsteen entró en mi cuarto, a la noche, al final de un verano de hace ya la tira de años, cuando yo acababa de descubrir el sabor del mundo en los labios de una chica y la ropa aún me venía grande. Entonces no me atrevía a pensar que alguna vez escribiría estas y otras cosas, ni que revolvería la magdalena del tiempo en el café de la noche como hago ahora, acompañado por la soledad y el ladrido de un perro que a veces llora, como si la presencia de la muerte se pudiese encarnar en su lamento primitivo.
Eso es Nebraska para mí, el recuerdo de un viaje a una tierra yerma y baldía, una tierra que no tiene tiempo para andarse molestando por un fulano que se encierra en su cuarto a tocar la guitarra y a cantar historias de perdedores; un hombre solitario que tritura las palabras como si mascase tabaco. Con todo, Nebraska también es la tierra que conserva el calor del hogar que una vez te dio cobijo, que supo arroparte cuando más lo necesitabas, cuando descubriste que aquella chica que una vez te beso lo hizo para encelar a otro chico que no eras tú, y que el amor, el desamor, los celos, la ira, la pasión y la rabia son categorías que sólo pueden ser expresadas mediante la literatura. Y que en el barbecho del dolor y del desamparo es donde van a brotar las obras de arte. Nebraska es el ejemplo.