
Madrid, la ciudad de los museos de la felicidad, las ilusiones o de Banksy (sin Banksy): «Deberían llamarse de la idiotez»
En el centro de la capital proliferan espacios alejados de la definición tradicional de un prestigioso término con el cual «parece que no hay mercadotecnia», según el crítico de arte Fernando Castro. «No es una cuestión temática. Es que son sitios sin voluntad museística», opina el investigador Antonio Rivera
Manuel Borja-Villel imagina el museo del futuro: “Debe ser decolonial, sin géneros ni binarismos”
“El Museo de la Felicidad, que nos recuerda que la felicidad no tiene copyright”. En un sarcástico vídeo publicado en sus redes sociales, Fernando Castro Flórez describe su visita a la entrada (no se atrevió a pagar por el recorrido completo) de un inclasificable espacio que abrió sus puertas en la Ronda de Valencia allá por septiembre 2023. Profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Autónoma de Madrid, Castro ironiza con la selección de libros de autoayuda o con la presencia constante del emoji sonriente, con una cara más propia del Joker que de un lugar consagrado a la alegría.
Puede que el Museo de la Felicidad, promocionado con la abreviatura MüF, sea una de las manifestaciones más “perversas” (así será definida más adelante en este artículo) de una tendencia en auge en la capital. También en 2023, de nuevo alrededor de Lavapiés, llegaba a la calle del Doctor Cortezo el Museo de las Ilusiones. O más bien Museum of Illusions Madrid, ya que el nombre oficial está en inglés. Por circunstancias distintas, la controversia rodéo en enero la apertura del Museo de Banksy, ya que utiliza el nombre del archidesconocido autor pese a que solo alberga réplicas de su obra colocadas sobre carteles, lonas o paredes. Se ubica por cierto en el Paseo de la Esperanza, no muy lejos de los otros dos espacios. La milla de oro de los museos cuestionados.
En conversación con Somos Madrid, Fernando Castro cuestiona la utilización del término por parte de estas iniciativas: “La propia definición institucional habla de la labor de los museos a la hora de velar, difundir y conservar el patrimonio. Hay en ellos un componente de disfrute de la experiencia estética, pero sobre todo hay un valor pedagógico, democratizador y de memoria. Está claro que eso no se da en este tipo de espacios”.
“¿Por qué estos establecimientos se hacen llamar museos y no parques de atracciones? Sus objetivos, quizá, se parecen más a lo segundo que a lo primero. Pero claro, ni parque ni atracciones son términos que den el prestigio que otorga la palabra museo, el halo de intelectualidad y respetabilidad que confiere y la visibilidad que concede”, cuestionaba Rut de las Heras en una columna publicada en mayo en El País. Castro inicia su reflexión sobre este asunto recordando su primer contacto con el Museo del Jamón.
Una publicación compartida de Fernando Castro (@fernandocastro1964)
Pionero en estas lides allá por 1978, el empresario Francisco Muñoz Heras inauguró un establecimiento con ese nombre en el Paseo del Prado, aunque ahora ha multiplicado sus locales por todo el centro de la capital. “Museo del Jamón son palabras de difícil conjunción, al verlo me pareció una aberración. Pero cuando me di cuenta de que en el escaparate había cruasanes de jamón, pasé a considerarlo directamente una herejía. Mostraba el grado de desaforo y de poco respeto por la cuestión que se pretende conservar y honrar”, expone Fernando Castro.
Para el filósofo y crítico de arte, la expansión del término responde a “un afán conservacionista que aparece enseguida”: “La palabra museo da seriedad, te vinculas a los ideales antiguos de conocimiento, creación de comunidad y experiencia estética. Parece que no hay mercadotecnia, cuando siempre que paso por la puerta del Museo de la Felicidad o el de Banksy me parecen dos estafas de primera categoría”. Asegura que los grafitis de Okuda San Miguel en el MüF le ponen “de los nervios” y alerta de que la propuesta del Museo Banksy es “delirante”, además de estar hecha “sin el consentimiento del personaje, solo para atraer a cuatro incautos”.
“Me extraña que no haya más contenedores de cosas de estas que se hacen pasar por museos”, dice. “El frikismo y la viralización imponen pautas en las que hacer el tonto constantemente. Lo vemos con la tendencia a museificar todo lo gastronómico. Ya solo falta que toda esa gente que sube vídeos virales en restaurantes sin saber nada ni decir nada sobre lo que están probando hagan lo mismo con los museos. Al final es pura industria del entretenimiento, todo tiene que ser divertido. O al menos tener apariencia de serlo. Entrar un museo y tener que pararnos a contemplar algo nos enferma”.
El frikismo y la viralización imponen pautas en las que hacer el tonto constantemente. Es pura industria del entretenimiento, todo tiene que ser divertido. O al menos tener apariencia de serlo. Entrar un museo y pararnos a contemplar algo nos enferma
“Los museos donde hay un verdadero desempeño intelectual son un remanso de paz. Me acuerdo de que cuando se publicó El Código Da Vinci y luego se estrenó la película, muchas estancias del Louvre ajenas a La Gioconda se vaciaron. Daba gusto visitarlas. Las dinámicas masificadoras tienen contrastes que dejan hueco al placer estético, hay obras que por suerte no son recomendadas, pequeños oasis en el desierto de la cultura. Lugares de autoridad intelectual donde todavía es posible conectar pasado, presente y futuro. Donde se puede decantar lo que del pasado debe ser conservado y legado a las generaciones futuras”.
En contraste, los museos mencionados o las salas de realidad virtual (que han proliferado en espacios municipales como Matadero Madrid) desmbocan según Castro en “una pátina de pervivencia en el tiempo, como si la experiencia fuese a marcar tu vida por cuatro peluches y dos piscinas de vida”. El hecho de que estos recintos subrayen insistentemente su condición de experiencia supone para el crítico de arte “la degeneración del concepto fruto de su no utilización y una forma de conductismo, igual que quien cacarea ser una persona honrada suele no serlo”.
Son, opina, “el equivalente a ir al Aqua Park; una acumulación de vídeos, objetos y gadgets que no significan nada”. Para el autor de Mierda y catástrofe: síndromes culturales del arte contemporáneao (Fórcola Ediciones, 2015), “hay gente que entra buscando un significando a la obra de Banksy a partir de cuatro posters”. Por ello, “deberían llamarse museos de la idiotez”. Aboga en cambio por “museos que sean memoria en una época de amnesia y déficit de atención”.
Perversión y extrañamiento en el Museo de la Felicidad
Antonio Rivera es investigador en Comunicación Audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid. Vecino de Lavapiés, vive a pocos metros del Museo de la Felicidad. “Cuando lo descubrí fue un momento de alucinación. Pensé que podía ser interesante narrar la experiencia por la mala fama de estos museos y por la temática concreta de este. No contaba con que me diera las claves para ser feliz, pero creí que podía tener interés periodístico. Una vez allí empecé a dudarlo”, explica en conversación con este periódico. Rivera contó su experiencia en un artículo donde habla de pingüinos de peluche, carteles con un resumen grueso de la utopía de Tomás Moro, fotos de la madre Teresa de Calcuta o una máquina de la felicidad llamada “risódromo”.
“Imaginaba que iba a ser una cosa un poco tonta, pero me equivocaba. No era algo simplista, como el Museo de las Ilusiones (donde dejas encefalograma plano), sino un esfuerzo perverso para acotar la felicidad a una retórica neoliberal en la que ser feliz consiste en hacerte tu marca y responde a unas coordenadas concretas cuantificables. Hay delirios totales, como esa máquina para reírte lo más fuerte que puedas, como si los decibelios midiesen la alegría”. Castro lo describe en términos similares: “Dibuja una visión de la felicidad ligada al mindfulness, la empatía y resiliencia. Palabras cretinas”.
A un nivel más general, Antonio Rivera insiste también en que estos formatos se alejan de la concepción original del museo: “No están centrados en explorar un concepto, sino en generar registros de que has pasado por allí. Es un mínimo apaño para que la gente certifique que eso existe y está en Madrid. Es verdad que la palabra museo ofrece legitimidad o capital cultural, pero al final se está degradando, se reduce a imágenes en dos o tres dimensiones ordenadas en una habitación”.
Una publicación compartida por Museum of Illusions Madrid (@museumofillusions.madrid)
Igual que Castro reivindicaba un Museo del Jamón donde se respete el jamón, Rivera habla más de una cuestión de tratamiento que de temas: “No es tanto una cuestión temática o del objeto cultural en sí, a mí me podría encantar un museo del queso manchego. El problema es que son sitios sin voluntad museística. No hay un patrimonio ordenado, conservado, presentado o representado para un público.
“Estos posmuseos se podrían llamar más bien fan centers, el rito social o la relación con los objetos son otras”, opina este investigador especializado en temas culturales. Pone como ejemplo el Museo Banksy, que ignora cómo “las obras de ese artista pierden sentido cuando las despegas de una pared”. Admite en cualquier caso que “la perplejidad juega a su favor”.
No es tanto cosa del objeto cultural en sí, me podría encantar un museo del queso manchego. El problema es que son sitios sin voluntad museística. No hay un patrimonio ordenado, conservado, presentado o representado para un público
Aunque el fenómeno se da en más lugares (hay sucursales del Museo Banksy en otras ciudades como Barcelona), según Rivera “encaja en la transformación de Madrid en un modelo de ciudad concreto orientado a este tipo de sitios como centros de ocio”. Los define como “pequeñas cápsulas extrañas despegadas de la realidad, que permiten estar fresco y a la sombra frente al calor de la calle en verano”.
Otro ejemplo es el Museo de la Luz, inaugurado el pasado año en la céntrica calle Segovia. Según la web del Ayuntamiento, “explora el potencial de la luz como expresión artística a través de un espectáculo inmersivo y sensorial sin precedente en el que el visitante puede experimentar con efectos visuales e instalaciones tecnológicas de vanguardia”. De nuevo la inmersión, la experiencia y la supuesta vanguardia.
Una publicación compartida por MUSEO DE LA LUZ MADRID (@museodelaluzmadrid)
En el caso del Museo de la Felicidad (o MüF), Rivera cree que apela a “un concepto universal y fácilmente vendible, aunque el título esté en castellano [no así el de las Ilusiones]”. Un supercentro comercial “donde todas las actividades posibles están reunidas en un espacio reducido de iluminación extraña por el que, por supuesto, pagas una entrada”.
“Muchos visitantes, sobre todo extranjeros, saldrán convencidos de que al ir a este museo han visitado Madrid. Lo mismo dicen muchos TikToks. El Madrid de hoy quiere ser el sitio donde hay un Museo de la Felicidad, como si eso diera identidad y no fuera lo más globalizado del mundo”, critica. Pero Rivera llama también a la cautela, resta capacidad de implantación a estas apuestas: “La lógica interna del barrio resiste, también la sensación de extrañamiento. Esquivas a los turistas y sigues a lo tuyo. No me extrañaría que estos espacios fueran desapareciendo, porque no generan identidad ni comunidad alrededor. Dudo que en 10 años alguien se acuerde de que había un Museo de la Felicidad al lado del VIPS de Embajadores”, concluye.
Los museos en la era de los “posmuseos”
Fernando Castro va más allá y aborda el fenómeno en un contexto donde los medios de comunicación o hasta los propios museos utilizan el término “de manera laxa y dando pie a un batiburrillo”: “El museo ha sido siempre un instrumento de carácter político, en lo que tiene que ver con la política cultural o educativa, pero también en la construcción nacional. Y en el apartado económico, que en los últimos años lo ha convertido en una cosa metamórfica. Se ha producido una mcdonalización cultural, han aparecido Mcmuseos que operan como franquicias”.
Cita como paradigma el caso de Málaga, donde se han establecido sucursales del Thyssen, de museos rusos, del Pompidou… O la expansión en Oriente Medio a la par que la pirotecnia arquitectónica de los Norman Foster, Jean Nouvel y demás arquitectos de renombre con edificios icónicos. “Todo pensado para la clase bohemia y burguesa (bobos)”, apostilla.
Mientras, las pinacotecas tradicionales u oficiales reniegan de su condición, o al menos tratan de resignificarla. Titulares de prensa y programas de mano hablan del “museo después del museo” o de “salir del museo”. Castro observa una “simetría inmersa” vinculada a “la comodidad de los propios museos a la hora de iniciar retóricas pretendidamente críticas cuando en realidad son sobreinstitucionales”.
Desde su punto de vista, “los discursos de la descolonización de los museos, los conocimientos situados o las dinámicas participativas encubren formas de imposición dogmática del conocimiento”. Un “uso retórico de la crítica” amparado por “las enormes comodidades que dan la financiación pública y el apoltronamiento de los jerarcas culturales, estéticos, artísticos y museísticos que crean utopías felices desde sus despachos”. Los define como “Museos de la Felicidad remix, versión decolonial”.
El pensador retoma su crítica sobre cómo los espacios curatoriales tradicionales han contribuido al origen de los posmuseos: “Los valores ilustrados de conservación patrimonial han ido transformándose y trastornándose por la sociedad de consumo y las nuevas dinámicas que el turismo introduce. Han proliferado los modelos de reconocimiento rápido como las visitas guiadas, a la vez que se ha desarrollado un acercamiento a las imágenes a través de la viralización de imágenes. Más que mirar las obras, nos hacemos se hacen selfies con ellas”. El Museo Reina Sofía permite fotografiar el Guernica desde el 1 de septiembre de 2023, solo unos días antes de que el Museo de la Felicidad abriese sus puertas a pocas manzanas de distancia.