Mitad bandidos, mitad comerciantes, los corsarios fueron los mercenarios del mar del Imperio español durante siglos

Mitad bandidos, mitad comerciantes, los corsarios fueron los mercenarios del mar del Imperio español durante siglos

La historiadora Vera Moya aborda en su libro ‘Reyes del corso. Historia de los corsarios españoles’ un tema muy poco estudiado y marcado por clichés del cine y las novelas. “El corso fue fundamental para la Corona”, señala

Una máquina del tiempo que viaja al desembarco del Renacimiento en España

A mitad de camino entre la piratería y el comercio, entre la brutalidad salvaje y la disciplina militar, entre las leyendas y los hechos históricos, los corsarios españoles jugaron un papel fundamental en los mares del extenso Imperio español entre los siglos XVI y XIX. Figuras poco conocidas frente a la demonización de los corsarios de otros países (ingleses, holandeses, berberiscos…), algunos de ellos llegaron a contar con flotas de docenas de barcos y a convertirse en apoyo decisivo para los intereses de la monarquía.

La historiadora hispano-mexicana Vera Moya (México, 1976) acaba de publicar Reyes del corso. Una historia de los corsarios españoles (Desperta Feerro) donde explica que “el principal beneficio para la Corona fue fortalecer y desplegar poder militar a nivel imperial mientras para los corsarios se trataba de un negocio ya que tenían derecho a una parte de los botines”.

Frontera difusa entre la piratería y las leyes, esta investigadora aclara la condición de los corsarios. “El pirata es un individuo que por vía marítima ataca, captura e incauta embarcaciones y su carga de forma ilegal”, señala Moya. “Un corsario, en cambio, realizaba la misma acción coercitiva, pero con licencia o permiso otorgada por un rey o república, en teoría siguiendo las leyes de la guerra”, añade, recalcando la diferencia.


‘La recuperación de Bahía de Todos los Santos’ de Juan Bautista Maíno

Así pues, en opinión de Moya, podríamos afirmar que los corsarios eran piratas con patente legal que se pusieron al servicio de los distintos imperios y la monarquía hispánica no resultó una excepción a la hora de utilizar a estos mercenarios del mar. No obstante, el imaginario popular suele identificar al corsario con el famoso inglés Francis Drake o con los berberiscos del norte de África. Es decir, con los malos de la película que asaltaban las posesiones de España en América, sitiaban La Habana o Cartagena de Indias o atacaban nuestros puertos del litoral mediterráneo o de las islas Baleares.

En esa línea, buena parte de la historiografía tradicional española ha reservado los papeles honorables para la Armada y se ha detenido poco a comprobar que los imperios, incluido el español, contaron con corsarios en alianzas que interesaban a todos. Por ello, se trata de un tema poco estudiado por los historiadores españoles.

Mercenarios del XVI

“Los corsarios eran una fuerza armada subcontratada que ahorraba costos en barcos, gente y vituallas. Podía cubrir aspectos de importancia estratégica incluyendo la escolta, vigilancia costera y combate al contrabando, transporte de tropas y armamento o en apoyo a bloqueos comerciales o puertos sitiados. Los beneficios de los corsarios, a través de la venta de las capturas y botines derivaban en un ascenso de su estatus social para sus jefes”, explica la historiadora.

El libro de esta experta, fruto de varios años de investigación, repasa también la evolución de los corsarios que pasaron de proceder en su mayoría de las filas de la nobleza, como Pedro Téllez Girón, duque de Osuna y virrey de Nápoles y Sicilia a finales del siglo XVI, que formó sus propias armadas en el Mediterráneo en lucha contra berberiscos y venecianos, al predominio de plebeyos e incluso de gente muy humilde.

Por ello, en el siglo XVIII surgieron personajes novelescos, envueltos en leyendas que llegaron a amasar inmensas fortunas y a ser los hombres más ricos del Caribe como el canario Amaro Pargo o el puertorriqueño Miguel Enríquez. Unas figuras portentosas que hasta ahora han recibido poca atención de los historiadores españoles pese a su trascendencia y atractivo.

Sin embargo, sus andanzas, expediciones y aventuras quedaron reflejadas en la literatura popular como este poema de 1878 titulado El pirata, obra del escritor canario Alfonso Dugour, que muestra la épica que rodeaba a estos mercenarios del mar: “Yo soy el rey. ¡El mar! ese es mi imperio, / mi palacio, mi hermoso bergantín, / mi capital, el índico hemisferio / y mi frontera, el boreal confín. / Bajo el ardiente suelo americano / libre como él mi corazón creció, / el mar nunca sufrió ningún tirano / libre es el mar y como el mar soy yo”.

Una ficción con algo de verdad

En línea con estas alabanzas poéticas que recuerdan también a la famosa Canción del pirata, de José de Espronceda, escrita medio siglo antes y que todos hemos estudiado en el colegio, se situaron las novelas de aventuras. Más tarde llegaron al cine sus entretenidas peripecias con sus simpáticos héroes piratas o corsarios justicieros que triunfaron con Errol Flynn (El capitán Blood, El halcón del mar…) y alcanzan hasta hoy con sagas como la de Piratas del Caribe, con Johnny Depp. A pesar de su escasa o nula credibilidad histórica este imaginario cinematográfico de abordajes, traiciones y lucha por el control de las rutas marítimas partió de algún modo de personajes reales.

En cualquier caso, los corsarios procedían de familias o comunidades relacionadas con el mar que, con frecuencia, se habían dedicado durante generaciones a oficios como el corso, el comercio, el transporte y el correo por vía marítima. Como un botón de muestra, la historiadora evoca en su libro algunas biografías envueltas en la leyenda como la del citado Amado Pargo (Tenerife, 1678-1747) que llegó a amasar una fortuna en el contexto de la guerra de Sucesión y de sus servicios a la Corona española de Felipe V.

Así lo describe Vera Moya en Reyes del corso. “Más allá del rigor histórico —escribe—, la vida de Amaro sigue envuelta en la leyenda popular por lo que, a siglos de su muerte, todavía se habla de un tesoro de plata, joyas, porcelanas, perlas y otras piedras preciosas que se cree enterró en los alrededores de su morada en San Cristóbal y, entre otras cosas, aún se romantiza su relación o enamoramiento prohibido con cierta monja mística de un convento, así como el nunca existente encuentro con el pirata Barbanegra”. Así pues, habrá que concluir que las infinitas tramas de novelas o filmes que giran en torno a la búsqueda de un tesoro tuvieron su base en corsarios de carne y hueso.

Preparados para el capitalismo

Al margen de las leyendas, lo cierto fue que los principales corsarios derivaron en comerciantes que alumbraron el capitalismo y se convirtieron en magníficos perros guardianes de la economía colonial que generaban las posesiones en América. El imperio español, por tanto, actuó al rebufo de las experiencias de otras potencias europeas. “En aquellos tiempos de finales del XVII y principios del XVIII, los Estados modernos se regían por una economía global mercantilista en la que el comercio, el saqueo y la depredación eran parte integral de los procesos bélicos”, relata esta experta en historia marítima con una trayectoria académica repartida entre México y España.

Ese mercado abrió el camino “para que los privados buscaran asociarse y formalizar compañías para realizar comercio y corso. Un ejemplo claro fue el surgimiento de las compañías comerciales-militares de las Indias Orientales y Occidentales: primero la británica, seguida de la neerlandesa, francesa y danesa y, más tarde, la española, la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas y otras menores”. “A través de estos monopolios capitalistas, las monarquías buscaban compensar los elevados costes de las expediciones de ultramar y avanzar en la apropiación de rutas comerciales y territorios. Por ello, con este fin contaban con facultades para realizar corso de guardacostas”, explica.

Adiós al carisma

En realidad, lejos de las mitificaciones del cine y del maniqueísmo de las visiones más conservadoras de la Historia, los corsarios españoles fueron perdiendo su aureola aventurera y ganando su perfil de armadores, empresarios y comerciantes. Los corsarios y piratas con la pata de palo, el parche en el ojo y la crueldad como táctica pasaron a mejor vida. Hasta tal punto aumentaron su poder económico y militar que España se convirtió en la última potencia en arriar la bandera corsaria ya en el año 1904 y tras la guerra con Estados Unidos de 1898.

“Se trata sin duda, de una ironía si consideramos la resistencia predominante en España a admitir que el corso fue una parte fundamental de las políticas marítimas de la Corona española. Resulta aún más paradójico que ante la tendencia a señalar como corsarias a naciones como Inglaterra o Francia, fueran precisamente estas las primeras en comprometerse a no otorgar más patentes de corso a través de la declaración de París de 1856, la misma que dio fin a la guerra de Crimea”, afirma Moya.

Fiel a su idea divulgativa de no caer en maniqueísmo con su ambicioso y muy documentado libro, Vera Moya ha rescatado la importancia del corso español al servicio de la monarquía hispánica en toda su complejidad. “La historia de los corsarios nos enseña mucho del exceso de ambición, de la codicia, de la brutalidad, incluso de la traición y la envidia, pero también nos habla del esfuerzo, el valor, la inteligencia, perseverancia, cooperación, adaptación y supervivencia”, concluye.