Cuidar a las que cuidan

Cuidar a las que cuidan

Ni una trabajadora del Servizo de Axuda no Fogar más debe pisar un domicilio sin la garantía de que no vaya a sufrir una situación de acoso; menos aún si ya existe una denuncia. Porque a las que cuidan, también hay que cuidarlas

El pasado 26 de julio una trabajadora del Servizo de Axuda no Fogar (SAF) fue asesinada en O Porriño por el marido de una persona dependiente a la que cuidaba. Esta mujer, profesional del sistema de atención a la dependencia, había denunciado acoso sexual por parte del agresor. A pesar de haber dado la voz de alarma, las instituciones no la protegieron. No hubo respuesta de la empresa, ni actuación preventiva, ni medidas urgentes de protección. La tragedia se consumó en un entorno que debía ser seguro: su trabajo.

Este crimen no es un suceso aislado, es el resultado de un abandono institucional sistemático hacia miles de trabajadoras que cada día, en Galicia y en todo el Estado, se enfrentan a condiciones laborales indignas y a riesgos que se silencian. Son mujeres con condiciones de trabajo precarias y horarios imposibles, solas en los domicilios de personas dependientes, que prestan uno de los servicios más esenciales de nuestra sociedad: el cuidado. Y sin embargo, son invisibles. Invisibles también cuando denuncian violencia, acoso o condiciones que vulneran todos los derechos laborales y humanos.

En 2019, la Organización Internacional del Trabajo aprobó el Convenio 190, un instrumento internacional clave que España ha ratificado y que exige a los Estados combatir la violencia y el acoso en el mundo del trabajo, en especial cuando afecta a las mujeres. No se trata únicamente de evitar tocamientos no consentidos o comentarios sexuales, sino de eliminar la discriminación de género que permite y reproduce estas violencias: esa que impide la igualdad salarial, que mantiene a las mujeres en los escalones más bajos de la estructura laboral, y que acepta entornos de trabajo hostiles como si fueran parte del oficio.

En España, se estima que 1,5 millones de mujeres han sido víctimas de acoso sexual laboral.

El caso de las trabajadoras del SAF (SAD, según los territorios) es especialmente grave. A diferencia de otros sectores, ellas están solas, porque no hay compañeras a las que acudir, ni cámaras de vigilancia. Su espacio de trabajo es el domicilio privado de la persona a la que cuidan.

En septiembre de 2024, el Ministerio de Trabajo reformó el Reglamento de los Servicios de Prevención para que las empresas del sector de la dependencia cumplieran con sus obligaciones legales en materia de prevención de riesgos laborales. Sin embargo, las empresas siguen sin cumplir, porque el negocio de los cuidados se sostiene sobre los cuerpos y la precariedad de estas mujeres. La raíz del problema: la privatización del sistema público de dependencia mediante su externalización a empresas que solo buscan maximizar ingresos a costa de reducir costes.

Como inspectora de trabajo lo he visto muchas veces: protocolos de acoso que se activan tarde o nunca, evaluaciones de riesgos inexistentes, y una cultura empresarial que minimiza las denuncias y protege más al agresor que a la víctima.

Desde el Ministerio de Derechos Sociales también se están promoviendo cambios importantes para dignificar las condiciones laborales de estas mujeres. La mejora de sus derechos laborales y salariales, así como el refuerzo del control público sobre el servicio forman parte de una agenda de cuidados feminista y transformadora. Estas medidas son fundamentales para mujeres que acuden cada mañana a trabajar a domicilios donde no se garantiza su seguridad.

Y cuando una de ellas denuncia, como hizo Teresa Jesús González en Porriño, la respuesta de la administración competente –de la Xunta, de los concellos– y la empresa responsable es tan clara como cruel: la obligan a seguir acudiendo al mismo domicilio hasta que haya una sustituta. Y, cuando la hay, lo que hacen es enviar a otra mujer a vivir el mismo infierno. Cambia el nombre de la cuidadora, pero no se modifica ni una sola condición del riesgo.

Lo que más dificulta erradicar el acoso es su invisibilidad. No porque las víctimas no sepan identificarlo, sino porque todo a su alrededor —la cultura laboral, el silencio institucional, la ausencia de respuesta empresarial— está diseñado para que pase desapercibido. La impunidad no es un accidente: es un síntoma del machismo estructural que atraviesa nuestras relaciones laborales y nuestras instituciones. Lo denuncia el Convenio 190 de la OIT: el acoso en el trabajo no es una anomalía, sino la manifestación visible de una desigualdad arraigada que sigue situando a las mujeres en posiciones de subordinación, especialmente a aquellas que desempeñan trabajos más precarios.

Por eso, la violencia contra las trabajadoras del SAF no es solo violencia laboral ni solo violencia machista. Es violencia machista de clase. Porque mientras en ciertos sectores y grandes empresas se habla ya de compliance, códigos éticos o planes de igualdad, en un sector tan esencial como el de los cuidados —profundamente feminizado, privatizado y precarizado— aún estamos reclamando que se cumpla la norma más básica: que se evalúe si un domicilio es seguro, que se actúe ante una denuncia, que no se exponga a una mujer sola frente a un agresor.

Por todo ello en SUMAR exigimos responsabilidades institucionales y empresariales por lo ocurrido en O Porriño. Porque lo que ha matado a Teresa es el incumplimiento de la ley por parte de quien debía protegerla. Ni una trabajadora SAD más debe pisar un domicilio sin la garantía de que no vaya a sufrir una situación de acoso; menos aún si ya existe una denuncia.

Además, hay que revisar todo el sistema. La privatización del cuidado no puede seguir dejando expuestas a quienes lo prestan. Por eso nosotras apostamos por una política pública que ponga la vida en el centro, que asuma el cuidado como derecho y como bien común, y que proteja a quienes lo garantizan.

Porque a las que cuidan, también hay que cuidarlas.