
Crueldad bajo el fregadero: la industria de productos de limpieza domésticos sigue alimentando la experimentación animal
La investigación de Animal Testing revela que la industria de limpieza doméstica sigue recurriendo a la experimentación animal. Detrás del brillo y los aromas del hogar, se ocultan pruebas dolorosas en ratas y conejos, que muchas veces responden más al marketing que a la seguridad.
El imaginario colectivo suele asociar la experimentación animal con industrias médicas o científicas, pero rara vez con productos tan cotidianos como un limpiador multiusos, un detergente o un desinfectante de baño. En 2023, la organización francesa Animal Testing publicó una investigación que cuestiona profundamente la opacidad del sector de limpieza doméstica en Europa, evidenciando prácticas sistemáticas de experimentación animal aún vigentes.
Un año siguiendo el rastro de la crueldad
En abril de 2022 Animal Testing comenzó a indagar en el campo de los productos de limpieza. Durante un año llevó a cabo una investigación profunda, siendo la más larga llevada a cabo por la organización, y la única hasta la fecha sobre el uso de animales en la industria de limpieza doméstica europea. Un trabajo exhaustivo que rastrea desde el análisis detallado de decenas de fichas de datos de seguridad (FDS), útiles para conocer la información sobre la composición del producto, hasta el estudio de expedientes regulatorios en bases europeas, pasando por entrevistas con personas empleadas en la industria química y en laboratorios de pruebas de investigación por contrato (Contract Research Organization, en inglés CRO) que operan como subcontratistas de grandes marcas.
Entre las compañías investigadas destacan nombres reconocidos, como Unilever, Procter & Gamble, Henkel, SC Johnson, Reckitt y Diversey, entre otras. Aunque muchas de ellas aseguran en sus declaraciones públicas que están “comprometidas con el bienestar animal” o que “no prueban productos en animales, salvo que la ley lo exija”, en la investigación se revela que estos compromisos son, en el mejor de los casos, incompletos o ambiguos. A pesar de sus discursos públicos en contra de la experimentación animal, muchas de estas empresas encargan las pruebas que generan más controversia a laboratorios externos -algunos de ellos multinacionales especializadas en toxicología industrial-, lo que les permite mantener una imagen “cruelty-free” de cara al consumidor, mientras continúan participando en procesos de experimentación animal a través de estos proveedores, que realizan pruebas en ratas, conejos o ratones.
Entre los hallazgos de la investigación de Animal Testing se incluyen casos documentados de experimentos realizados entre 2017 y 2021, en los que se evaluaban productos terminados, y no solo ingredientes aislados, mediante pruebas de inhalación forzada, test de Draize en conejos o estudios de toxicidad oral aguda (DL50) en ratas. Estos procedimientos, severamente dolorosos y letales en la mayoría de los casos, son particularmente llamativos porque no siempre son exigidos por la ley. En varios casos, se realizaron con el objetivo de facilitar el lanzamiento de nuevas versiones del producto, como conseguir una nueva fragancia, o para lograr una reclasificación menos severa en sus etiquetas de peligro.
El informe de Animal Testing también expone las contradicciones internas entre las políticas corporativas y las prácticas reales de las empresas. Algunas que afirman no experimentar con productos finales resultaron tener registros de ensayos recientes justamente con fórmulas comerciales completas, algo especialmente alarmante en marcas que se promocionan como “respetuosas con los animales”.
La investigación también pone de relieve un patrón estructural: las pruebas en animales no han desaparecido, sino que han sido externalizadas, diluidas en la burocracia reglamentaria y justificadas bajo premisas como “cumplimiento normativo” u “optimización de riesgos”. Esta opacidad legal permite a muchas marcas operar bajo una doble lógica: ética hacia el consumidor y cruel hacia los demás animales.
La doble cara de la legislación europea
En 2013, la Unión Europea marcó un hito al prohibir la experimentación animal en cosméticos mediante el Reglamento (CE) 1223/2009. Sin embargo, una década después, las contradicciones y limitaciones de esta legislación comienzan a hacerse evidentes.
Aunque la ley prohíbe expresamente realizar ensayos en animales para fines cosméticos, la realidad es más compleja. Muchos ingredientes presentes en productos cosméticos también se utilizan en otros sectores, como en los productos de limpieza o la industria química. En esos contextos, entran en juego otras normativas, como REACH (Registro, Evaluación, Autorización y Restricción de Sustancias Químicas), que pueden exigir pruebas toxicológicas, incluidas las pruebas en animales si no existen datos suficientes.
Esto significa que, aunque un ingrediente esté prohibido para ser testado con fines cosméticos, puede ser legalmente testado en animales para cumplir con otras obligaciones regulatorias. Posteriormente, esos mismos datos pueden ser reutilizados para el sector cosmético, generando una paradoja legal: los cosméticos pueden estar libres de pruebas directas, pero no necesariamente de ingredientes ensayados recientemente en animales.
Campaña en el metro francés contra la experimentación animal tras la investigación llevada a cabo por la organización Animal Testing
La contradicción se acentúa en los productos de limpieza, regulados por un marco legal más permisivo y fragmentado, que permite e incluso incentiva el testeo en animales. Detergentes, desinfectantes, ambientadores o limpiadores multiusos entre otros, se rigen por tres normativas europeas que, lejos de impedir las pruebas en animales, muchas veces las permiten o incluso las incentivan:
REACH (Registro, Evaluación, Autorización y Restricción de Sustancias Químicas) obliga a que todas las sustancias químicas comercializadas en Europa cuenten con información sobre su toxicidad. Si no existen suficientes datos previos, las empresas deben generar esa información, lo que puede implicar nuevas pruebas en animales.
CLP (Clasificación, Etiquetado y Empaquetado) regula cómo se presentan los productos químicos al consumidor, incluyendo los símbolos de advertencia como “corrosivo”, “tóxico” o “irritante”. Algunas empresas realizan ensayos con animales para intentar demostrar que su producto es menos peligroso de lo que inicialmente se clasificó, eliminando estos pictogramas de la etiqueta, hacer que el producto parezca más seguro a ojos del consumidor y conseguir más ventas en sectores más delicados, como son hospitales o escuelas.
BPR (Reglamento de Productos Biocidas) cubre productos como lejías, desinfectantes o insecticidas. Dado que su función es eliminar microorganismos, deben demostrar tanto su eficacia como su seguridad. Para ello, muchas veces se recurre a pruebas en animales, aunque existan modelos avanzados sin animales disponibles.
La investigación de Animal Testing revela que estas normativas permiten prácticas especialmente controvertidas. Una de las más llamativas es el uso de ensayos dolorosos en animales sobre productos ya existentes por simples modificaciones comerciales, como el cambio de una fragancia. Por ejemplo, se han documentado casos donde nuevos aromas como “frescor del océano”, “cítricos del amanecer” o “fragancia de bosque”, al introducir pequeñas variaciones en la fórmula, han dado lugar a nuevas fichas de datos de seguridad y, con ellas, pruebas realizadas sobre el producto acabado.
Algunas de estas pruebas incluyen el test de Draize, en el que se aplica el producto directamente en los ojos de conejos vivos para medir su nivel de irritación ocular, causando inflamación, dolor e incluso ceguera. Otras veces se ha recurrido a la prueba DL50 (dosis letal 50), en la que se administra el producto a ratas por vía oral hasta encontrar la dosis que mata al 50 % de los animales.
Estas pruebas no son, por tanto, obligatorias por ley, pero se utilizan, como ya hemos mencionado, para justificar un etiquetado menos severo, eliminar pictogramas de advertencia o facilitar el acceso a mercados más regulados, como escuelas y hospitales. En la práctica, la experimentación animal, lejos de ser una mera herramienta científica, se está utilizando con un fin comercial para mejorar la presentación del producto ante el consumidor.
A esto se suma un contexto legislativo estancado. La tan esperada reforma del reglamento REACH, clave para revisar el uso de animales en pruebas químicas y reforzar el control sobre sustancias peligrosas, debía presentarse en 2023, pero ha sido oficialmente aplazada hasta el cuarto trimestre de 2025, según el propio calendario legislativo del Parlamento Europeo. Esta revisión busca fortalecer el control sobre sustancias peligrosas, simplificar los procesos y fomentar el uso de modelos avanzados sin animales, como ensayos in vitro o simulaciones computacionales. Sin embargo, el retraso prolonga una situación ambigua: las empresas siguen operando bajo un marco que permite pruebas crueles incluso cuando no son estrictamente necesarias, mientras la reforma avanza con lentitud, entre presiones industriales y falta de voluntad política.
Mientras tanto, el consumidor se encuentra perdido entre la falta de claridad y la ausencia de una normativa que realmente proteja a los animales. Muchas empresas aprovechan el vacío legal para presentarse como marcas éticamente comprometidas, mientras que en la práctica muchas de ellas pueden encargar pruebas a laboratorios externos (CROs) sin comprometer legalmente su discurso público. Esto les permite mantener una imagen de marca ética, sin que necesariamente cumplan con los estándares exigidos por el compromiso de etiquetas crueltry free.
Responsabilidad colectiva
Etiquetas como Leaping Bunny, de Cruelty Free International, PETA o Choose Cruelty Free (CCF) ofrecen garantías al consumidor de que tanto el producto final como sus ingredientes no han sido testados en animales desde una fecha específica.
Sin embargo, se necesita algo más que voluntad individual en el carro de la compra. La estandarización de las leyes europeas es clave, y hacia este horizonte camina el Parlamento Europeo, que ha comenzado a debatir propuestas para ampliar la prohibición de testeo animal más allá de los cosméticos. Investigaciones como la de Animal Testing son un catalizador crucial para avanzar hacia esa dirección, poniendo al descubierto cómo funciona esta industria opaca y tan desconocida para la gran mayoría de los consumidores.
Los modelos avanzados sin animales existen desde hace décadas, como son los modelos de piel humana cultivada in vitro, las simulaciones computacionales o ensayos validados por la OCDE que permiten evaluar irritación ocular o cutánea sin necesidad de causar sufrimiento. Sin embargo, estas técnicas siguen infrautilizadas, no por falta de fiabilidad, sino por desinterés institucional, costes iniciales o presiones de la industria.
Para que las prácticas éticas se conviertan en estándar y no en excepción, es indispensable armonizar las leyes europeas más allá del sector cosmético, eliminando el vacío legal que hoy permite el testeo animal en limpiadores, desinfectantes y ambientadores. La investigación de Animal Testing llega en un momento clave, cuando el Parlamento Europeo comienza a debatir y replantea una extensión de la prohibición hacia todos los productos de consumo. Para que esa reforma prospere, se requiere presión ciudadana, voluntad política y transparencia corporativa.
La lucha contra la experimentación animal no puede limitarse a los pequeños gestos de consumo individuales. Se trata de un tema estructural, un engranaje económico y legal que sigue girando sobre el dolor de los demás animales, donde su sufrimiento parece ser el coste que tenemos que pagar para el progreso. Apostar por una limpieza verdaderamente libre de crueldad exige mirar más allá de las etiquetas y exigir un cambio que no se lave las manos frente al sufrimiento animal.
Campaña en el metro en Francia tras la investigación llevada a cabo por Animal Testing