
Las cuentas claras
Si la ficción del amor quiere ser de esta época, la época de la no ficción, tiene que hablar de clase, redes y capital cultural. Si el amor no dialoga con sus condiciones materiales, suena a fábula dicha en voz baja
Amores materialistas, la nueva comedia romántica de Celine Song protagonizada por Dakota Johnson, Chris Evans y Pedro Pascal, está situada en algún sentido en la misma Nueva York de Sex and the City, ese mismo mundo de brillo y belleza en el que cada soltero codiciado quiere intentar entender exactamente cuán codiciado es (la película repite varias veces en sus diálogos el leitmotiv de la relación entre el amor y el valor: ser amado es ser valorado, sentirse valioso es sentirse amado, saber tu valor es saber qué esperar en el amor), pero es una película para esta época, la época de la no ficción. Los editores que trabajaban ya en los 80 no pueden creer hoy que la no ficción le haga tanta competencia a la ficción en la literatura para adultos; la gente, más que comentar telenovelas, comenta información (sobre alimentación, sobre bacterias, sobre accidentes aéreos, sobre lo que sea); hasta los niños, que históricamente solo consumían relatos ficcionales, hoy quieren ver videos de influencers o de otros niños abriendo regalos. Creo que es fundamentalmente esta diferencia la que hace que eso que está implícito en Sex and the City esté dicho ya en el título de Amores materialistas. La forma contemporánea de hablar del amor es, justamente, la de hablar de sus condiciones materiales más que de las fantasías en torno de ellos; toda ficción sobre el amor que se pretenda actual debe tener alguna reflexión sobre estas condiciones. No sé si estoy a favor, de hecho, quizás estoy en contra, pero es lo que es; estoy describiendo, más que haciendo un juicio de valor.
De las dificultades para el encuentro de las que se habla hoy en día suelo subestimar la cuestión del dinero, que es el tema central de Amores materialistas. Supongo que es un sesgo de contexto: a mi alrededor (no sé si algo argentino, algo latinoamericano, algo porteño; algo de sociedad segregada, evidentemente) la gente con plata suele salir con otra gente con plata, y la gente menos pudiente tiende a salir con gente de ese mismo nivel de ingreso. De modo que el dinero, si bien es un tema enorme (en la Argentina siempre lo es), no funciona como problema como parece funcionar en Amores materialistas; no veo a ninguna de mis amigas demasiado esperanzadas de ascender socialmente a través del matrimonio, aunque evidentemente esta esperanza es bastante real en Nueva York. Pero incluso si no lo fuera, creo que Amores materialistas tiene un punto que va más allá de esa posibilidad de salvarse casándose con un rico. Lo más notable del personaje de Lucy (Dakota Johnson), la casamentera transida entre el millonario Harry (Pedro Pascal) y el mozo-actor John, es lo profundamente fría que es: pensar a las parejas en términos de listas de compatibilidades económicas, sociales y culturales le ha arruinado la vida, la mente y el corazón. Es tan fría que es casi imposible empatizar e identificarse con ella como solemos hacer con las heroínas de las comedias románticas, pero en el fondo es esa frialdad lo que quiere contar la película.
No es posible, nos dice Celine Song, pasarse la vida calculando el valor de las personas y luego parpadear y darse al amor sin hacer cuentas. Estamos equivocados si pensamos que podemos compartimentar el alma de esa manera y tenerlo todo, la matemática y el calor. Creo que es eso lo que más me sedujo de la película: en las novelas de Jane Austen la heroína logra siempre enamorarse del rico y de alguna manera hacer una síntesis de las dos partes de la vida, lo que querés y lo que te conviene. Doscientos años después, Song sabe que es muy difícil, no porque el mundo no te pueda dar esos lujos: es porque es la propia subjetividad la que no sale indemne de esa inundación permanente de cálculos de costo-beneficio.