No hay libertad sin política. No hay política sin libertad

No hay libertad sin política. No hay política sin libertad

Hoy, los nuevos libertaristas quieren, usando viejas formulaciones en odres nuevos, hacernos creer que la política democrática está enfrentada a la auténtica libertad

Decía Hanna Arendt, hace ya muchos años, que “no se puede hablar de política sin hablar también de libertad, y tampoco puede hablar uno de libertad sin hablar de política”. Y añadía: “Sin una esfera pública políticamente garantizada, la libertad carece del espacio necesario para desplegarse”. Es importante recordar este tipo de planteamientos, muy conectados con la propia experiencia de la autora en los años duros del totalitarismo, en momentos en que se hace de la libertad una bandera contra la política democrática que tanto nos ha costado alcanzar.

El ejemplo más palmario lo tenemos en las constantes y frívolas alusiones a la libertad con que nos acostumbra a obsequiar la presidenta de la Comunidad de Madrid. Libertad para cambiar de pareja, libertad o comunismo, libertad para no pagar impuestos, libertad y seguridad en las calles, libertad contra políticas invasivas, libertad y punto. Milei sigue sus pasos en Argentina. A su vez, el vicepresidente estadounidense Vance se convierte en el más firme defensor de la libertad para que cada uno diga lo que le venga en gana sin miedo a que los censores demócratas y progresistas le digan a uno lo que está bien o no está bien. Mientras, cada uno de los citados expresa alarma ante lo que se enseña y se discute en las universidades, se muestran preocupados por los libros a los que puede acceder cualquiera en una biblioteca pública o no entienden cómo se puede hablar de libertad obligando a la gente a pagar impuestos que solo sirven para ayudar a los que hicieron en su día mal uso de la libertad de que disponían y ahora tienen problemas y piden ayuda a las arcas públicas.

La libertad, vuelve a recordarnos Arendt, no tiene sentido sin los demás. Solo podemos ser libres en nuestra relación con los demás. No tiene sentido hablar de libertad considerándose solo a uno mismo. Por eso la idea de libertad es profundamente social, profundamente política. La libertad no empieza donde acaba la política. La libertad empieza y es posible en un escenario en el que se den las condiciones sociales básicas de existencia y ese escenario es algo colectivamente construido. Es un espacio público en el que interactuamos con los demás y contrastamos opiniones, creencias, acciones y alternativas. ¿Para qué queremos libertad si no tenemos posibilidad de hacerla efectiva?

En estos días en que se restringe la libertad de culto aludiendo a que se enfrentan dos concepciones de la vida que son irreconciliables y que la libertad de unos afecta a la libertad de los que llegaron antes, conviene recordar la famosa declaración de Roosevelt en 1941 sobre las “Cuatro Libertades”: la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de aspirar a una vida mejor, la libertad de vivir sin miedo. Unas son libertades para, otras son libertades contra, pero en su conjunto configuran un marco democrático. Una declaración que conecta bien con el momento que vivían los Estados Unidos, recuperándose del crack del 29 con políticas intervencionistas articuladas en el New Deal con un sistema fiscal fuertemente redistributivo que quería acabar con la idea de que la vida y la libertad solo estaban al alcance de unos pocos privilegiados. Esas mismas ideas, con expresiones distintas, alimentaron el Informe Beveridge de 1943 que puso las bases del Estado del Bienestar en Europa con políticas públicas que aseguraban la salud y la educación para todos, como base de una auténtica libertad.

Hoy, los nuevos libertaristas quieren, usando viejas formulaciones en odres nuevos, hacernos creer que la política democrática está enfrentada a la auténtica libertad. Que los poderes públicos no pueden modificar lo que el “libre mercado”, en una constante y aparentemente libre interacción de voluntades, deseos y esfuerzos, ha acabado dictaminando. Unos ganan y otros pierden. Y lo hacen haciendo uso, unos y otros, de su libertad. Y todo ello sin hablar para nada de orígenes, herencias y capacidades distintas. De desigualdades acumuladas que merman y limitan grados de autonomía formalmente existentes.

Los que perdieron en 1945 han ido tratando en distintas ocasiones de erosionar la credibilidad y capacidad de acción de las instituciones democráticas, y razones no les han faltado para ello. Problemas de burocratización, de enquistamiento de situaciones de pobreza, de falta de capacidad de resolución, etc., etc. Y de todo ello hemos de aprender y corregir tales situaciones, recuperando legitimidad con base en la capacidad de hacer real lo que se predica. Pero, de lo que tampoco hay duda es que los que hablan de libertad atacando la política, los que hablan de libertad defendiendo el “sálvese el que pueda”, no nos van a conducir a mejores escenarios. Siguiendo sus pasos acabaremos sin libertad, sin dignidad y sin política entendida como el espacio de configuración de lo colectivo.