
¿Quién quema el monte?
Una península calcinada es un problema para tirios y troyanos, para votantes de unos y de otros, para gestores de cualquier partido. Sería de asnos polarizar el problema
El agua lejana es de poca ayuda al fuego cercano»
De las grandes campañas de prevención de incendios del franquismo ha sobrevivido la genial frase de Peridis, que al institucional “Cuando el monte se quema, algo suyo se quema…” de los anuncios del conejo Fidel, apostilló: “… señor conde”, obviamente con su ácida crítica a la masiva propiedad privada de los recursos forestales de que disfrutaban la aristocracia y las élites. Aun así, todos los que lo vimos recordamos aquel esfuerzo, que por su ingenuidad tal vez ahora nos da risa, o aquellas señales de nuestra infancia en las que se alertaba del riesgo de incendio si se arrojaban colillas desde los vehículos. No era tan risible formar a la población, ya que en ella se halla el porcentaje más elevado de responsabilidad en el inicio de los fuegos.
España arde. No es el peor momento, aunque la virulencia, la dificultad de extinción y la amenaza para el ser humano va en aumento. El año más nefasto para la masa forestal española fue sin duda el de 1994, en el que ardió una superficie de bosque similar a la extensión de Mallorca y Menorca juntas (437.635 hectáreas) y arrojó un trágico saldo de una treintena de muertos y más de doscientos heridos.
Afortunadamente las cifras han ido mejorando en los años sucesivos aunque no la gravedad y las consecuencias. Junto a las circunstancias externas –sequedad, vientos, etc– no podemos olvidar que ni antes ni ahora las causas naturales son las más importantes. De facto, sólo un pequeño porcentaje de los incendios son debidos a rayos u otros fenómenos naturales, aunque se dan, claro, como en el caso de Tres Cantos.
Los incendios son el talón de Aquiles de nuestro futuro y de nuestra economía. El calentamiento global los hará más graves y más destructivos. Las vidas y las haciendas se verán amenazadas y el gran motor de nuestro PIB, el turismo, se verá afectado si no somos capaces de aminorar su número y hacer descender el número de hectáreas afectadas que provocan la aparición de áreas muertas en las que ni la población ni la economía ni el turismo pueden subsistir. El riesgo es grande y la apuesta debe ir en consonancia. ¿Qué problema podrían tener las autoridades con diversas competencias y los partidos para llegar a un pacto que tome en serio prevenir y no sólo extinguir los incendios? ¿Es asumible tratar de incendiar la escena política utilizando la destrucción de los bienes comunes, el dolor de los ciudadanos afectados y la desolación presente y futura provocada por el fuego? Más allá de un ministro al que nadie ha aplaudido, ¿tiene sentido establecer una competición ideológica con una cuestión tan grave incluso para las generaciones venideras? ¿No serían capaces de pactar ni siquiera algo así?
Los incendios provocados suelen tener causas económicas –desde buscar empleo como en el caso de Ávila al aprovechamiento de recursos forestales o la especulación a futuro con los terrenos–, algunas venganzas o motivos poco previsibles y, por último, las conductas negligentes. Es con estas, las mismas que intentaba atajar el conejo Fidel, con las que se debería trabajar en campañas de concienciación con una inversión importante. Hace mucho que no se hacen campañas de prevención de incendios y el Código Penal siempre llega tarde. El último spot publicitario que he encontrado data de 2014 y más parece un publireportaje de los medios de extinción que una ayuda eficaz para divulgar las acciones peligrosas que el ser humano puede llevar a efecto. Desde esa fecha se han llevado a cabo campañas parciales en las islas Canarias, Galicia, Antequera o Castellón. Poco más arrojan las búsquedas. Nada que ver con las intensas campañas adoptadas por Portugal, Grecia o Chipre en colegios, cuarteles, centros ganaderos, asociaciones de montaña etcétera para conseguir generaciones y grupos de ciudadanos conocedores del riesgo que acciones a priori inocentes pueden tener en un medio ambiente reseco e inflamable.
Creo que llevan razón quienes predican que el fuego del verano se apaga en invierno y que es preciso revisar las premisas de gestión forestal y no solo de la extinción. Lo dicen ingenieros forestales y habitantes de las zonas rurales y no sé si se lo discuten políticos urbanitas y activistas de salón. No hay mucho que inventar. De las experiencias de otros países se extrae la necesidad de mantener campañas sostenidas y masivas de concienciación, la implementación de marcos únicos de gestión –como el Centro de Gestión Integrada de Portugal–, las verificaciones obligatorias para gestos de combustible –quién y cuándo va a quemar rastrojo o efectuar otras tareas queda registrado–, la política forestal coherente –como la prohibición del eucalipto–, la vigilancia tecnológica a través de drones y la realización de campañas invernales de limpieza del sotobosque incluyendo la interacción humana de la economía rural. Tampoco estaría de más la difusión de las consecuencias penales y económicas que ya existen para los incendiarios.
No puede haber disensiones en esto. Una península calcinada es un problema para tirios y troyanos, para votantes de unos y de otros, para gestores de cualquier partido. Sabemos quién quema el monte, somos básicamente los humanos y, me van a perdonar, seguro que hay humanos de cualquier signo. No se trata de un problema que se pueda usar para polarizar, sería de asnos hacerlo. Un plan común y desapasionado, un plan ejecutable en todo el territorio, un plan para preservarnos y preservar el futuro de las generaciones. Sólo eso. ¿Se ponen a ello, por favor?