
Vox y el verano caliente de la extrema derecha española
Al criticar las posturas de la Iglesia en favor de la acogida o la integración, Vox busca apropiarse en exclusiva del discurso de la «mano dura», posicionándose como el único guardián de la identidad nacional frente a una supuesta «invasión» tolerada incluso por estamentos tradicionalmente afines
El verano de 2025 está siendo testigo de una estrategia calculada de Vox para consolidar su posición como el partido arquetípico de la derecha más radical en España y, quizás, entre sus homólogos europeos, enarbolando la bandera del racismo y la mano dura en materia migratoria. Lejos de la tregua estival que antaño moderaba el debate político, la formación de Santiago Abascal ha intensificado su ofensiva, aprovechando la coyuntura para moldear la opinión pública y cosechar réditos políticos.
Uno de los episodios más reveladores de esta estrategia ha sido la espiral de violencia desatada en Torre Pacheco. Lo que pudo ser un incidente aislado fue hábilmente explotado por Vox, amplificando el conflicto y transformándolo en un símbolo de la supuesta “invasión migratoria”. Las declaraciones incendiarias de sus dirigentes, la difusión masiva de bulos y la instrumentalización del miedo han tenido un efecto propagandístico devastador. Al presentarse como los únicos defensores de la “seguridad” y el “orden” frente a una “delincuencia importada”, Vox no solo busca movilizar a su base, sino también arrastrar al centro-derecha hacia posiciones más extremas, dejando claro quién está dispuesto a ir hasta el final.
Pero la táctica de Vox no se limita a la explotación de conflictos. En Jumilla, hemos asistido a un proceso de normalización e institucionalización de la islamofobia que debería encender todas las alarmas. La campaña antimezquitas, disfrazada de defensa del “patrimonio local” o la “seguridad ciudadana”, ha ido calando en el imaginario colectivo, con la complicidad de ciertas administraciones locales. Como señaló el politólogo Cas Mudde, en su libro ‘La ultradrecha europea’, “la normalización de la xenofobia es uno de los pasos más peligrosos en la deriva autoritaria de una sociedad, ya que legitima el discurso del odio y abre la puerta a políticas discriminatorias”. La islamofobia de Vox no es solo un prejuicio: es una herramienta política para generar una sociedad polarizada donde el “otro” es percibido como una amenaza existencial.
Sorprendentemente, en esta escalada de radicalidad, Abascal no ha dudado en lanzar ataques directos contra la propia Iglesia, históricamente un pilar conservador. Estos ataques, que pueden parecer contradictorios con la imagen de partido “defensor de las tradiciones”, persiguen un objetivo claro: marcar distancia con cualquier institución que pueda mostrar la más mínima señal de apertura o moderación en materia migratoria. Al criticar las posturas de la Iglesia en favor de la acogida o la integración, Vox busca apropiarse en exclusiva del discurso de la “mano dura”, posicionándose como el único guardián de la identidad nacional frente a una supuesta “invasión” tolerada incluso por estamentos tradicionalmente afines.
Esta estrategia de radicalización se acentúa en verano, una época que ofrece un caldo de cultivo idóneo para la agenda de Vox. Por un lado, la llegada de cayucos a las costas españolas se convierte en un pretexto recurrente para reavivar el discurso del “efecto llamada” y la “frontera descontrolada”. Por otro lado, el verano, con su reducción de la actividad parlamentaria y un menor volumen de noticias en la agenda pública, ofrece a Vox un espacio privilegiado para que sus mensajes tengan un mayor eco. En un entorno mediático más laxo, las declaraciones incendiarias y las propuestas extremistas adquieren una visibilidad desproporcionada, dominando el debate y desplazando otros temas.
Sin embargo, esta intensificación de la retórica migratoria de Vox se produce a pesar de que los datos demoscópicos a nivel europeo sugieren una realidad diferente. El último Eurobarómetro, publicado en diciembre de 2024, indica que, para el conjunto de los ciudadanos de la Unión Europea, la inmigración ocupa el segundo lugar como problema principal, mencionada por un 28% de los encuestados. No obstante, en el caso de España, la preocupación es notablemente mayor, ya que un 34% de los españoles la considera uno de los principales problemas. Este aumento es significativo, con 13 puntos porcentuales más respecto al informe anterior de la primavera de 2024. Estos datos, si bien muestran un repunte en la preocupación, contrastan con la narrativa de “invasión” descontrolada y se usan para justificar el discurso de Vox, incluso cuando otros temas como la inflación o el desempleo también tienen una relevancia significativa. La paradoja es que a pesar de que la preocupación por la inmigración no es mayoritaria, el discurso de Vox tiene un impacto desproporcionado, dominando el debate y obligando al resto de partidos a posicionarse.
Las propuestas y acciones antimigratorias de Vox no son un fenómeno aislado; se inscriben en una tendencia europea de partidos de extrema derecha que buscan capitalizar el descontento y el miedo. Ejemplos como Alternative für Deutschland (AfD) en Alemania, con sus propuestas de “remigración” y restricción del derecho de asilo, o el Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders en Países Bajos, con su constante demonización del islam y su defensa de políticas migratorias draconianas, muestran un patrón común. Vox, al igual que sus homólogos, busca erigirse como el referente de la “resistencia” frente a una supuesta “agenda globalista” que promueve la “sustitución demográfica”. La explotación de la violencia, la normalización de la islamofobia y los ataques a instituciones tradicionales son piezas de un puzzle diseñado para que nadie dude quién aplicará la mano dura en materia migratoria.
A la luz de estas acciones, es inevitable recordar las reflexiones de Robert O. Paxton en su seminal obra ‘La anatomía del fascismo’. Paxton argumenta que los movimientos fascistas no se definen tanto por una ideología coherente, sino por sus “pasiones movilizadoras”: un obsesivo miedo al declive de la comunidad, un sentimiento de victimismo y la exaltación de la unidad, la energía y la pureza. Estos movimientos, a menudo, logran su auge no por tomar el poder por la fuerza, sino porque las élites conservadoras, asustadas por las alternativas de izquierda, deciden incorporarlos a sus coaliciones de gobierno. Al trazar un paralelismo, Paxton subraya que los fascistas están cerca de alcanzar el poder “cuando los conservadores empiezan a tomar prestadas sus técnicas, a apelar a sus ‘pasiones movilizadoras’ y a intentar cooptar a su base de seguidores”. La pregunta es si la sociedad española, y sus élites, serán capaces de discernir entre la propaganda y la realidad, y si las fuerzas democráticas sabrán ofrecer una alternativa sólida a esta peligrosa deriva.