Los caminos que llevan a Alejandra Pizarnik: la fascinación, la intensidad, la revolución

Los caminos que llevan a Alejandra Pizarnik: la fascinación, la intensidad, la revolución

‘Una traición mística’ es una selección de prosas editada por Luna Miguel en las que se propone un nuevo acercamiento a la escritora argentina y que forma parte de la cuidada reedición de su obra por parte de Lumen

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Escribir un artículo aséptico sobre ella sería lo más próximo a traicionarla. Y, aunque si algo nos enseñó es que toda escritura conlleva una transgresión (al sistema, a la razón, a lo que se espera de uno, en última instancia a los maestros de quienes se ha aprendido), esta debería llevarse a cabo, al menos, de forma distinta, personal, única. Como era ella: distinta, personal, única. Como era la experiencia de leerla, de entrar en su universo por primera vez o de releerla abriendo cualquiera de sus libros, en prosa o en verso, al azar: distinta, personal, única. Una revolución. En sí misma y, por contagio, en quien la lee.

Quien tuvo la suerte de descubrirla en su adolescencia experimentó una revolución con esa intensidad que teje un vínculo inquebrantable, el del lector deslumbrado, alucinado, que sin darse cuenta interioriza esa respiración, esa pulsión cargada de deseo, angustia, pérdida, sueños, autoexploración, lenguaje. La búsqueda incansable del planeta llamado Alejandra Pizarnik, al que, en cualquier caso, nunca es tarde para llamar. Con la mente libre y desprejuiciada, y la curiosidad de las primeras veces, esa fascinación permanece, como ocurre al leer a Clarice Lispector o a Djuna Barnes.

De Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972) ha trascendido la imagen de la mujer depresiva, triste, carcomida por sus demonios, como sucedió con Virginia Woolf, Sylvia Plath, Cesare Pavese y en general con todos los escritores que decidieron poner fin a sus vidas. Se trata de una imagen injusta, que reduce toda su existencia al suicidio, al túnel final; y, aun aceptando que la melancolía, la insatisfacción crónica, la falta de sentido o los pensamientos en torno a la muerte los rondaron durante mucho tiempo, en sus días también hubo espacio para más. Para la ironía, para la exploración, para el placer (ese antagonista inseparable de la muerte, por cierto). Y para escribir mucha literatura.

Una literatura aún por descifrar, y no porque falten estudios sobre ella, sino porque tiene esa cualidad de los grandes de no agotarse, de incitar la relectura con la conciencia de que releer es casi leer de cero; el néctar (o el veneno) será diferente en cada ocasión. Por descifrar, también, en sentido literal: quedan documentos suyos por conocer, archivados en la Universidad de Princeton, a la espera de la autorización de los herederos. La investigadora Patricia Venti, coautora junto con Cristina Piña de Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito (Lumen, 2021), ha dicho: “Cuando yo creía que no había más por descubrir, se publicaron sus obras completas, con la noticia de que Princeton albergaba muchos más inéditos. Llegar allí fue casi como descubrir la cueva de Alí Babá”.

Pero vayamos a lo disponible, que no es poco, y que se viste de nuevo cada vez que se propone desde otro enfoque, como Una traición mística (Lumen, 2024), una selección de sus prosas a cargo de Luna Miguel. La idea, además de ofrecer una alternativa al vértigo que puede dar asomarse a la Prosa completa (Lumen, 2016), es adentrarse en la parte menos conocida de la autora –que suele ser más apreciada por la poesía y los diarios– “en clave de aventura”, en palabras de Luna Miguel, “y, a su vez, en clave de revelación”. Es un cajón de sastre (ejercicios, artículos, relatos, teatro), que en su aparente dispersión sigue la lógica inconfundible de Pizarnik: pulsión de muerte, desamor, conflicto existencial.

Es posible que esta prosa cause más desconcierto, en quienes aún no conocen su obra, que su poesía, sus diarios o su correspondencia, por lo que tiene de “inclasificable”, y porque la autora no la cultivó con la misma disciplina ni la misma definición que los demás géneros, en los que fue prolífica y constante (publicó libros de poemas con regularidad desde su debut a los 19 años, con un prestigio en ascenso, sobre todo tras su paso por París, en los años sesenta, donde trabó amistad con Julio Cortázar y Octavio Paz, entre otros, y profundizó en el surrealismo, el psicoanálisis y el existencialismo).

En realidad, la prosa está imbuida del mismo aliento que sus versos, aunque se presente como diálogo: “¿Y el sol? / No hay sol. / ¿Entonces qué? / Nada. Todo está opaco. / ¿Y los espejos que brillaban tan dulcemente?”. Poesía en la cadencia, y en los motivos de la infancia perdida y el acecho de la muerte que predominan en los poemas. Se percibe, en muchos fragmentos, cierta sensación de estar inacabados; es la canalización del impulso por escribir, que en ella es una manera de soportarse, de desahogarse, sin voluntad de crear algo redondo (“al despertar tuve ganas de escribir. Y cómo me gustaría que en vez de esto que voy diciendo fuera una novela con personajes y todo”). Para ella el lenguaje es una masa con la que juega, experimenta y transgrede métricas, imágenes y géneros.

Y oscuridad, mucha oscuridad: “En mi pequeño teatro, el lobo las devoró. […] en esta vida me deben el festín”, escribe en un guiño a Caperucita. Y más muerte, ya desde la juventud: “Y pienso en una que me quiso violar en un velorio mientras yo miraba las flores en las manos del muerto”. Piezas más extensas, como unas desconcertantes obras de teatro, metaliterarias, surrealistas, con su sentido del absurdo. O la crónica de un viaje (crónica, para Pizarnik, significa una crónica ‘muy suya’), “Escrito en España”: “Al cerrar los ojos vi una nube en forma de mujer de negro ofrendando un pequeño animal muerto”, evoca en Santiago de Compostela.

Hay una obra (esta vez sí se puede hablar de obra como tal, y además acabada; incluso se publicó en forma de libro tras darse a conocer primero en una revista): La condesa sangrienta, el homenaje de Pizarnik a Erzsébet Bathóry, noble húngara del siglo XVI juzgada por brujería. La leyenda le atribuye una historia sanguinaria como torturadora de jovencitas, a las que asesinaba por celos de su belleza. Se cree que inspiró Carmilla (1982), la nouvelle gótica de vampirismo lésbico de Sheridan Le Fanu. Pizarnik llegó a ella gracias al relato homónimo que le dedicó la escritora surrealista Valentine Penrose.

Era de esperar que una historia tan truculenta le interesara. La condesa sangrienta de Pizarnik no es un retelling ni una biografía; de nuevo, no es sencilla de catalogar. Tal vez es una evocación, cruzando datos históricos y lirismo. Su leyenda le permite explorar obsesiones compartidas –el erotismo, la locura, la muerte–, pero la autora aclara que no siente “ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. […] Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”. Por aquel entonces (se publicó en 1966), ya hacía tiempo que Pizarnik se psicoanalizaba, y, pese a su relación ambigua con la muerte, no idealizaba sus desequilibrios ni sus manías.

La traición mística, que toma el título de uno de los textos, y que Luna Miguel interpreta como una declaración de intenciones, no es una búsqueda espiritual, ni pretende contar nada, responder a nada. Pizarnik se escribe a sí misma aunque escriba sobre otros (otra gente, otros personajes, otros libros). En el prólogo, la editora insiste en la importancia de la relectura para la escritora argentina, y, dado que leer es establecer un diálogo con otros autores (pasados, coetáneos y futuros), podría decirse que Pizarnik se reescribe en cada tentativa. Su escritura no es cerebro, sino latido. No es narración, sino desorden. No es herramienta, sino una extensión de sí. No es cuento, sino vida.

Pero incluso a una voz tan personal como ella se la puede leer en otros términos. En un interesante epílogo, la escritora Gabriela Borrelli Azara establece una relación entre su obra y el contexto histórico de Argentina, que a finales de los años sesenta comenzó una época convulsa, marcada por el golpe de Estado, la dictadura militar y las protestas que se desencadenaron: “Entiendo lo obsceno [en la obra de Pizarnik] como un fantasma político, una presencia espectral que acecha”, analiza. No es tanto una representación consciente de la realidad como una revelación de un malestar anquilosado, un aire enturbiado que Pizarnik, como tantos creadores, había absorbido por ósmosis.

Desgarrada y desgarradora, pero también juguetona, cómica, curiosa. Esta compilación reúne múltiples facetas, de la contemplativa a la más ácida, y, aunque leerla también es asumir que no se la llega a entender del todo, cada lector hallará a su Pizarnik particular. Sobre todo quienes, como ella, tienen algo más que una afición por la literatura, porque hay escritores que parecen escribir para otros escritores, esos seres obsesivos y torcidos y raros. Es posible que el amor más grande de Pizarnik esté en el acto mismo de escribir, en el pulso que confiere a la muerte cuando la transcribe: “Hablo con la voz que está detrás de la voz y con los mágicos sonidos de la endechadora. […] Me embriaga la luz. No nombro más que la luz. Quiero verla”.