
‘Prohibido morir aquí’, cuando la escritora Elizabeth Taylor se preguntó qué estamos haciendo con los jubilados
La última novela que la autora británica publicó en vida resultó finalista del prestigioso Premio Booker en 1971 y fue elegida entre las cien mejores novelas de todos los tiempos según el periódico ‘The Guardian’
Noches de purpurina y rímel corrido, el retrato de dos viejas coristas que hizo Angela Carter en su última novela
“Somos unas pobres viejas que han vivido más de la cuenta”. Este es el comentario de una anciana a su nueva compañera, Laura Palfrey, una mujer de su quinta que acaba de enviudar. Se hospedan en el hotel Claremont, en Londres, un lugar sin lujos pero digno donde, además de alojar a viajeros de paso, se hospedan algunos jubilados. Ellos, como la recién llegada señora Palfrey, se hallan en esa etapa en la que ya no pueden llevar el ritmo de antes, pero tampoco han entrado en la decrepitud y gozan de cierta autonomía. Una etapa sin nombre, sin quehacer y sin (apenas) compañía. Por perder, pierden hasta el nombre: “Lo llamaba ‘señor’ una y otra vez. Cuando uno se hace viejo […], nadie lo llama por su nombre de pila. Es como si no lo tuviera”.
Enseguida se hace evidente que a la protagonista de esta novela le va a costar encontrar un nuevo sentido a la existencia, un conflicto al que se enfrenta mucha gente al alcanzar la tercera edad. La escritora británica Elizabeth Taylor (Reading, 1912-Buckinghamshire, 1975) –no, no tiene nada que ver con la actriz de Hollywood– lo vio con claridad en Prohibido morir aquí (1971; Libros del Asteroide, 2025, con traducción de Ernesto Montequin), su última novela publicada en vida, que resultó finalista del prestigioso Premio Booker y fue elegida entre las cien mejores novelas de todos los tiempos según The Guardian. En 2005 se estrenó su adaptación al cine, Una dama digna (Mrs. Palfrey at the Claremont), dirigida por Dan Ireland.
El hecho de que todavía no se haya resuelto la cuestión del encaje social del anciano en la sociedad occidental da una idea de lo mucho que se ha invisibilizado a este colectivo, por otra parte, cada vez más numeroso. Esto último, sumado al descenso de la natalidad, obliga a replantear las estrategias para combatir la soledad de los mayores y decidir qué espacios pueden ocupar sin menoscabo de su dignidad. Frente a la residencia, que, como en la novela, parece el último destino, surgen alternativas como la vivienda colaborativa o cohousing, las iniciativas de acompañamiento en actividades de ocio y tiempo libre e incluso la convivencia intergeneracional, una solución que a su vez ayuda a los jóvenes a acceder a una vivienda.
No es país para viejos
Todo esto la autora lo disecciona con maestría en una novela de título juguetón: los ancianos ‘no pueden’ morir en el hotel, porque el hotel no es una residencia ni un hospital, pero –y ahí está la clave– tampoco un ‘hogar’; no se les permite llegar a sentirse parte del mismo. La escasa vida social se reduce a charlar con sus semejantes mientras hacen calceta o a esperar, casi siempre en vano, alguna visita. La protagonista confía en que su nieto, que vive en la ciudad, se acerque a verla. Mientras, se pregunta cómo ocupar su tiempo, en un momento en el que comienza a notar los síntomas del declive físico.
Taylor, con gran astucia, señala la paradoja de la vejez: al tiempo que se consigue lo que puede considerarse una libertad interior plena (“solo podemos ser libres cuando nadie nos necesita”), se pierde la libertad de movimiento por las crecientes limitaciones físicas (“Antes caminar era como respirar, algo a lo que no prestaba la menor atención. La catástrofe de la vejez residía en no atreverse a ir a cualquier parte, en resignarse a perder la libertad”). Y se está muy solo. No queda nadie que se interesa por ellos, nadie que los escuche.
No falta la correspondiente analogía con los niños: “Ser viejo era un trabajo duro. Era como ser bebé, pero a la inversa. Un niño pequeño aprende algo nuevo cada día; un anciano olvida algo cada día. […] La primera infancia y la vejez son épocas agotadoras”. Los unos y los otros son, por motivos diferentes, espíritus libres, pero a la vez dependen de alguien de la población activa. Es la consecuencia de una estructura social organizada en torno a la producción: quien está fuera de ella (también enfermos y algunos grupos de discapacitados) se queda al margen, no cuenta, no existe.
En el hotel, los ancianos tampoco se relacionan con los huéspedes pasajeros, para quienes la empresa reserva las mejores estancias (“Uno vive allí en una especie de aislamiento […], y sin esperar nada del futuro”). Su único reducto social lo constituyen sus semejantes, cada uno con sus excentricidades. Unas relaciones llenas de suspicacias, por cuanto intentan ocultar de sí mismos (los achaques no admitidos, el desinterés por ellos de la familia, la inseguridad creciente); no deja de ser un microcosmos con sus roles asignados, como lo es un centro de trabajo o un colegio.
Los actores Rupert Friend y Joan Plowright en una imagen de ‘Mrs. Palfrey at the Claremont’
Taylor no cae en el error de retratar a los ancianos como abuelitos entrañables (es más, la protagonista, al pensar en su nieto, hace una observación afilada: lo cuidó de niño y se sintió muy unida a él, pero ¿lo aprecia por cómo es o porque es el único que tiene?). Los personajes, cada uno a su modo, son supervivientes de la vida, criaturas complejas e inteligentes que rechazan el paternalismo (“oyó que un huésped del hotel le decía a otro al pasar junto a ellos: ‘¿No son monísimos?’, y estuvo a punto de estallar de rabia”).
Su último drama es habitar un mundo que ha cambiado, que no conocen ni comprenden a sus nuevos actores (“tenía que inventarse reglas para afrontar situaciones que, en su juventud, se resolvían de otro modo”). Se adaptan al universo minúsculo del hotel, están pendientes de actividades como las comidas porque son una de las pocas rutinas fijas que tienen, al tiempo que esconden esa obsesión porque saben que revelaría una debilidad que nadie quiere exteriorizar ni con sus iguales. Son ancianos con miedos, con inseguridades, que no obstante disimulan. Porque los han educado así. Porque temen parecer gagás. Y porque tampoco habría nadie con quien abrirse en canal.
Soledades complementarias
El núcleo de Prohibido morir aquí reside en la amistad entre la protagonista y un joven, Ludo, al que conoce por casualidad. Entre ellos surge una relación de opuestos que, sin saber muy bien cómo, se complementan. Él, un aspirante a escritor, trabaja en Harrods, malvive en un piso de mala muerte, pasa hambre y apenas tiene unos zapatos raídos que ponen nerviosa a la señora Palfrey. Su madre, “esa mujer que parecía ponerle plomo en los zapatos y dejarle un sabor amargo en la boca”, se ha emparejado con un comandante y solo mantienen un contacto esporádico por carta.
Lo que le aporta Ludo a la protagonista es evidente: compañía, un motivo para anticipar una noche, un encuentro, con ilusión. Le devuelve la emoción al día a día, aunque sabe de la fragilidad del vínculo, que depende de la buena voluntad del chico. Él, por su lado, se inspira en ella para la novela que está escribiendo, sin decirle nada. De fondo, flota el asunto de la diferencia de clase: él es pobre; ella no es rica, pero vive sin estrecheces. El controvertido tema del dinero como eventual intercambio se explora sin evasivas. Es el reflejo de la falta de referentes acerca de cómo entender una relación de esta naturaleza; el anciano puede sentir que le hacen un favor, pero el joven no siempre es un interesado.
En realidad, ambos tienen algo importante en común: se hallan en fases transitorias. La señora Palfrey, entre su vida como mujer casada y la temida decrepitud final. Ludo, por cuanto carece de un arraigo en forma de vivienda y salario en condiciones y, de acuerdo con los valores de antaño, una familia propia. La diferencia es que, mientras Ludo bebe de los sueños, esa meta de ser escritor o el amor por una chica, a la anciana el futuro le produce vértigo. Solo puede aspirar a compartir su sabiduría vital, en tratar de ser útil.
Todo esto, aunque suene tan serio, se trata con gracia en la novela. Elizabeth Taylor, una autora de la estirpe de Jane Austen, conjuga esa radiografía de la vejez con un sentido de la comicidad que se concreta en observaciones agudas, un retrato de los personajes entre la ternura y lo despiadado, y una perspicacia extraordinaria para dar con la metáfora precisa, el detalle revelador. Humor sin caricatura; implacable sin palabras gruesas. Es un libro perfecto para un club de lectura, por la fluidez de la narración, ese tono ligero en apariencia, pero a la vez incisivo, que no da puntada sin hilo e invita a reflexionar sobre una multitud de temas con una sutileza impecable.
Por su estilo ocurrente y sensible, y por centrarse en conflictos que a priori se alejan de los “grandes temas” –la vejez, la vida de las mujeres y la gente corriente en general–, se la puede emparentar con coetáneas como Stella Gibbons, Barbara Pym, Muriel Spark o Anita Brookner, entre otras, una generación extraordinaria de escritoras británicas que en los últimos años están siendo por fin redescubiertas y reivindicadas en su justo valor. De Elizabeth Taylor, que trabajó como institutriz y bibliotecaria antes de casarse, cabe destacar asimismo títulos como Una vista del puerto (1947), Ángel (1957) –llevada al cine en 2007 por François Ozon– o Un alma cándida (1964). Murió a los 63 años, de cáncer. No llegó a vieja, pero, al crear a la señora Palfrey, lo fue.