
El bosque protector
Con la despoblación y la crisis de precios se ha ido también la ganadería extensiva, que durante siglos mantuvo el monte abierto, limpio, diverso. La desaparición del pastoreo ha permitido que el sotobosque se densifique
«El bosque no es un lujo ni un adorno verde; es una infraestructura vital, tan necesaria como una carretera o un hospital». Así definía el biólogo Ricardo Almenar la centralidad social de los sistemas forestales en su ensayo El bosc protector, (en valenciano Edit. Bromera, 2014), El monte protector, (en castellano, Edit. Icaria). Una afirmación que hoy, frente a la oleada de incendios que devoran centenares de miles de hectáreas en Galicia, Castilla y León, Asturias o Extremadura, resuena con dramática vigencia.
Los incendios no son meros accidentes estivales ni desastres inevitables de la naturaleza. Son la consecuencia de décadas de abandono rural, de políticas forestales erráticas o inexistentes y de una visión reduccionista del monte como un espacio marginal. La obra de Almenar pretende revertir este diagnóstico proponiendo un cambio de paradigma: contabilizar los beneficios que los bosques aportan a la sociedad y devolver a esos ecosistemas, en forma de políticas públicas de inversión, ayudas y fomento a los productos agropecuarios, una parte de esa riqueza.
Hoy, mientras el humo asfixia aldeas y pueblos enteros, mientras miles de personas ven cómo sus casas y recuerdos se reducen a cenizas, incluso algunos pierden sus vidas, es urgente recuperar propuestas y prácticas como las que Almenar formula: el bosque como manto protector, el monte como bien común que garantiza la vida presente y futura. Propuso establecer reglas claras para medir lo que los bosques aportan, más allá de la producción maderera, esos otros beneficios invisibles del bosque. Enumeró servicios que hoy la ciencia denomina ecosistémicos, y que en su ensayo definió con un enfoque pedagógico:
El bosque es un regulador hídrico que retiene agua de lluvia, evita riadas, mantiene acuíferos. «Cada árbol es una cisterna y cada bosque una gran infraestructura hidráulica», escribió el autor.
Protección del suelo. Las raíces fijan la tierra, impiden la erosión, conservan la fertilidad y frenan la desertización.
Captura de carbono. En un contexto de crisis climática y calentamiento global por el efecto de los gases invernadero, los bosques son emisores de oxígeno sumideros naturales de CO₂.
Biodiversidad. El bosque es refugio de miles de especies animales y vegetales que contribuyen al equilibrio y diversidad natural.
Protección cultural y humana. El monte es paisaje, memoria, sustento y, sobre todo, un marco de vida para las comunidades rurales.
Almenar sostiene que estos beneficios deben ser traducidos en una “contabilidad social” y que, a partir de ahí, los poderes públicos deben planificar y organizar un retorno justo: inversiones públicas destinadas a mantener, prevenir y cuidar lo que el bosque regala a la sociedad de manera silenciosa.
La catástrofe de los incendios actuales no se entiende sin el contexto de la despoblación y abandono del mundo rural. Todo comenzó cuando malas políticas públicas decidieron suprimir en muchos pueblos la escuela y luego el dispensario médico para obligar a sus moradores a tener que recorrer decenas de kilómetros para seguir recibiendo unos servicios que desde los centros de poder les usurparon. Con el declive de servicios esenciales llegó la pérdida de calidad de vida empeorada cuando los precios de la producción agropecuaria pasaron a depender de grandes superficies comerciales, centrales especuladoras e intermediarios sin escrúpulos.
Galicia ha perdido en las últimas décadas a buena parte de sus habitantes rurales; las aldeas de la montaña leonesa o zamorana languidecen; Extremadura sufre un éxodo constante hacia las ciudades. Con la despoblación y la crisis de precios se ha ido también la ganadería extensiva, que durante siglos mantuvo el monte abierto, limpio, diverso. La desaparición del pastoreo ha permitido que el sotobosque se densifique, acumulando material combustible. La desaparición de cultivos ha suprimido magníficos cortafuegos que se intercalaban como mosaicos entre las masas forestales.
Almenar lo describe con lucidez: «Un bosque abandonado es un polvorín en espera de la chispa». Esa chispa puede ser un rayo, una negligencia o, desgraciadamente, la mano intencionada de un incendiario. También la mano negra de intereses madereros o urbanísticos. La tragedia de este verano, pero también de anteriores, con incendios descontrolados que arrasan decenas de miles de hectáreas, no puede separarse del abandono del campo, del abandono del bosque, y ambos conforman un círculo vicioso de vulnerabilidad.
Las administraciones públicas, tanto autonómicas como estatales, han invertido históricamente más en extinción que en prevención. Helicópteros, hidroaviones, brigadas de élite… que en algunos lugares como el País Valenciano dio lugar a indecentes casos de corrupción como la Trama del Fuego donde dirigentes del PP y empresarios mafiosos se repartían el botín de la extinción de incendios. La paradoja es que cada verano se gastan millones en apagar incendios que podrían haberse evitado con programas de gestión forestal, con incentivos a la agricultura de montaña, con apoyo a la ganadería extensiva, con políticas serias de ordenación del territorio. Y lo más grave es que en los últimos años, especialmente en los territorios donde gobiernan PP-VOX han reducido la inversión en mejorar los sistemas de emergencia y extinción a pesar de tener las competencias en estas materias. Prefieren invertir en otras cosas como el fomento de la tauromaquia o el turismo. Cuando llega el desastre lejos de asumir su responsabilidad abonan el terreno para cargar la culpa a la administración central. Ya lo hicieron con la DANA de Valencia y lo están repitiendo con los incendios.
El propio Almenar advertía: «Lo caro no es invertir en el monte, lo caro es perderlo». Y eso es exactamente lo que está ocurriendo. Tras cada incendio, el Estado indemniza, reconstruye, reforesta. Pero el ecosistema que se ha perdido —suelo fértil, regulación hídrica, biodiversidad, patrimonio cultural— es en gran parte irrecuperable.
El ejemplo más claro lo tenemos en el incendio de la Sierra de la Culebra en 2022, en Zamora, donde más de 60.000 hectáreas ardieron en pocos días. El operativo de extinción resultó desbordado porque no existían planes de prevención ni suficientes efectivos en los primeros minutos del fuego. De nuevo, la falta de visión estratégica se tradujo en desastre como ahora está ocurriendo.
Una idea clave que insiste Almenar y que corroboran bomberos forestales y expertos en gestión es la importancia del tiempo. El fuego, en sus primeras fases, puede ser un conato controlable. Pero pasadas las primeras horas, con condiciones de viento y calor extremas, se convierte en un monstruo inabarcable. De ahí que la presencia humana en el territorio sea esencial. No solo brigadas profesionales, sino vecinos, agricultores, pastores, voluntarios que conozcan el terreno y puedan actuar con rapidez. Sin esa “primera línea” de defensa, el bosque está condenado. El problema hoy es que la despoblación ha vaciado esos territorios de guardianes naturales. Donde antes había ojos vigilantes, ahora hay soledad. Donde antes pastaba un rebaño que mantenía limpio el sotobosque, ahora se acumulan matorrales secos. El fuego, así, encuentra autopistas de combustible. Si además se han suprimido torres de vigilancia, retenes en el mismo medio rural y otros recursos de extinción, el desastre está servido.
La propuesta de Almenar es, en esencia, ética y política: reconocer que los bosques son protectores de la sociedad en su conjunto y que la sociedad debe protegerlos a su vez. Eso implica un cambio radical de políticas públicas para el medio rural al que se le debe respetar y reconocer su gran aportación al bienestar general. Por ese motivo bien estaría que los partidos políticos que creen en el bien común se leyeran el ensayo de Almenar y lo pusieran en práctica garantizando un retorno económico justo proporcional con los beneficios que aporta reconociendo que los servicios ecosistémicos que los bosques prestan deben valorarse y revertirse en forma de inversión en el mundo rural.
Asimismo, deben revivir el medio rural garantizando una gestión forestal sostenible, precios justos a los productos agropecuarios y la viabilidad de las explotaciones. No basta con brigadas temporales esporádicas, se necesitan políticas que fijen población, que recuperen la ganadería extensiva, que devuelvan servicios y dignidad a los pueblos.
La sociedad en su conjunto, pero especialmente la urbana, debe entender que su bienestar depende de esos montes que parecen lejanos y que han actuado históricamente como reguladores del clima y de los sistemas hídricos. Europa ofrece modelos que podrían inspirar a España. En Italia y Portugal se han impulsado sistemas de cogestión entre comunidades locales y administraciones. En Francia, las asociaciones de propietarios forestales han logrado integrar prevención, aprovechamiento económico y conservación. España, en cambio, sigue atrapada en una lógica reactiva por el secular desprecio de los poderes públicos a lo que ocurre en el medio rural. Ausencia de políticas forestales bien planificadas, de políticas de fomento de los productos agropecuarios dejados al albor de las grandes centrales que especulan con los alimentos en Europa y el mundo.
En definitiva, los incendios que arrasan Galicia, Castilla y León o Extremadura no son fenómenos naturales inevitables. Son la consecuencia de un modelo equivocado de gestión del territorio y de una falta de ética pública en la defensa del bien común. Ricardo Almenar nos ha dejado una hoja de ruta en El bosc protector: contabilizar los beneficios, devolver lo recibido, invertir en prevención, cuidar a quienes habitan los entornos rurales.
Defender los bosques significa defender la vida, el agua, el aire, el clima. Significa defender a las comunidades que, durante siglos, convivieron con el monte y lo mantuvieron vivo. Si seguimos tratando al bosque como un patio trasero de la ciudad, lo perderemos. Y con él, perderemos también una parte de nuestra propia capacidad de supervivencia ante la crisis climática.
«El monte nos protege siempre —escribió Almenar—; solo nos pide a cambio que lo protejamos nosotros». La catástrofe actual nos debería hacer reflexionar y escuchar esa advertencia. El futuro, en buena medida, depende de que lo hagamos.