El misterio que nunca muere

El misterio que nunca muere

Incluso el espacio exterior se prepara para los paseos turísticos de Musk, las app especializadas nos lo mapean con absoluta precisión y un eclipse como el del año próximo no nos mata de miedo cuando llega sino que se prepara para petar las arcas y las reservas hosteleras con más de un año de antelación

No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están.

Herman Melville (Moby Dick)

Yo estoy en un lugar que no es el mío y probablemente tú también. Nosotros todos estamos navegando por lugares ultra señalizados, mapeados, despojados de todo misterio. El placer del hallazgo ha desaparecido. El turismo que anhela lo escondido está matando cualquier resquicio de lo oculto. Todo está cartografiado, comentado, puntuado. Las últimas décadas han asesinado cualquier resquicio de encontrar la experiencia personal y solitaria. El misterio de descubrir ha muerto.

Hubo un tiempo en el que el mundo era al revés. Aldo Leopold escribía en 1949 que “para aquellos que no tienen imaginación, un lugar blanco en el mapa es un desperdicio; para los demás es la parte más valiosa”. Lo era porque la cartografía en blanco permitía la exploración y, sobre todo, dejaba un hueco para la imaginación. Los atlas entusiasmaban a niños y jóvenes porque delimitaban tierras solo conocidas sobre el papel, sobre las que pocas cosas podían saberse, más allá de un viaje a la enciclopedia y en las que incluso los datos dejaban un enorme hueco a la especulación y a la sorpresa.

Hemos ido matando el misterio a base de tecnología y también de especulación. En los años 90 se dio el pistoletazo de salida para el turismo de lo vedado. Lo inexpugnable pasó a ser capturable y se inició el boom del Everest para turistas de la escalada y algunas agencias vendían lo intacto, como la visita a tribus del Amazonas o Papua Nueva Guinea que nunca habían sido contactadas. No estaba al alcance de muchos, pero fue suficiente para iniciar el destrozo. Con el cambio de milenio fue lo prohibido lo deseable. Comenzaron los tours a Chernóbil, el turismo a zonas de guerra o postguerra como los Balcanes, las visitas a cuevas y cenotes. Todo es susceptible de acrecentarse. La década de los diez amaneció con el dark tourism, ponerle nombre en inglés parece capaz de soportarlo todo y de viralizarlo. Fueron los selfies en Auschwitz, los tours de favelas, las visitas simpáticas a Alcatraz o a los cinematográficos killings fields de Camboya. Así somos. La década actual ha añadido el riesgo como valor probado: el turismo de erupciones, el batiscafo Titán, los búnkeres abandonados y, como contrapunto, las playas paradisiacas en las que hacer fila para instagramearlas.

Pareciera que hubiéramos agotado el mundo. Incluso el espacio exterior se prepara para los paseos turísticos de Musk, las app especializadas nos lo mapean con absoluta precisión y un eclipse como el del año próximo no nos mata de miedo cuando llega sino que se prepara para petar las arcas y las reservas hosteleras con más de un año de antelación. ¿Qué le queda al viajero de lo imprevisto, al cultivador de lo inesperado? Como poco quedan lugares en el mundo a los que nunca iremos ni usted ni yo. Existen lugares alejados de tierra firme, de los folletos, de los aeropuertos y las masas y así deberían seguir. Por eso no debemos dolernos por no ir a pisar nunca Soledad, Navidad o las islas Fénix ni puede pesarnos el vacío de la isla de los Cocos o de isla Bouvet. Podemos visitarlas desde nuestro sillón o nuestra atestada playa gracias a Judith Schalansky y su Atlas de Islas Remotas (Capitán Swing y Nórdica Libros).

Pudiera suceder que algún día la voracidad turística alcanzara a tan recónditos territorios aunque lo que es seguro es que no llegarán jamás a esas islas ya desaparecidas de los mapas modernos y que existieron alguna vez para nuestros antepasados bien como mitos, como fantasmas o como fraudes. De Kibu, la isla donde recalaban los espíritus de los fallecidos en el estrecho de Torres a Frislandia la propiedad inexistente de los ingleses pasando por Javasu, la tierra de la princesa inventada.

Todas estas islas des-conocidas, que lo fueron y dejaron de ser, han sido recopiladas para su viaje en el tiempo por Malachy Tallack (Geo planeta). Este mismo operador editorial podrá llevarle hasta Sanzhi, la ciudad nacida de la imaginación delirante de los promotores, o a Centralia, la ciudad norteamericana que arde sin parar desde hace más de cincuenta años. Podrían conocer Kolmannskuppe, en el desierto de Namib, donde para entrar se precisa de una autorización individual en toda regla, lo que es normal porque el subsuelo está lleno de diamantes; lo malo es que algunos viajeros asustados han reportado fantasmas errantes en las casas sepultadas por la arena. Muchas más opciones inquietantes les proporcionará Aude de Tocqueville en su Atlas de las Ciudades Perdidas, reales pero desaparecidas en la actualidad. Una forma de comprender que ciudades y civilizaciones por más poderosas que sean sólo son polvo en el devenir del tiempo.

Y si son capaces de renovar el misterio en su imaginación, cómo no rendirse a los mapas de los escritores. “Empecé sabiamente con un mapa y dejé que la historia encajase”, contaba el mismísimo J.R.R. Tolkien. En Mapas Literarios de Huw Lewis-Jones (Blume) encontrarán en perfectos colores los de sus obras más míticas y a la par los de libros que desconoce y que deseará leer sólo por llenar de personajes e historias sus mapas. Como ampliación, sin imágenes y de saber enciclopédico, les propongo Guía de lugares imaginarios de Manguel y Guadalupi (Alianza Editorial), que constituye además una guía literaria de excepción para emprender lecturas en las que nunca habría pensado. Cada lugar imaginario está perfectamente descrito e incluye la obra u obras en las que fue ficcionado tanto en la antigüedad como en la literatura contemporánea. Nunca ponderaremos suficientemente lo que el ingenio y la imaginación humana puede llegar a crear de la sustancia de los sueños, algo que la IA no ha conseguido ni sabemos si conseguirá.

Si a estas alturas se han confesado que les apasionan los mapas más que un triste gps están listos para asomarse a la cartografía de los mejores recorridos ficticios de la historia de la literatura. Todas las novelas que encontrarán describen viajes: desde la búsqueda del simplemente llamado Ismael, al road trip de Kerouac pasando por los viajes de Conrad o los más contemporáneos deambulares literarios de Tokarczuk , Thuy o Joyce que incluyen migraciones, viajes iniciáticos y cruentos desplazamientos forzados. Estoy segurísima de que habrá en “Viajes literarios” de McMurtrie (Blume) obras de las que nunca había oído hablar y que deseará recorrer con sus ojos de turista lector de mano de las mejores plumas del mundo.

Los recomiendo tras disfrutarlos. Confieso mi obsesión. Tanta era que en mi última novela (Thule. El sueño del norte) creé mi propia isla, un territorio al que les invito y que constituye para mí la reserva íntima más personal, a la que puedo retirarme siempre que quiero, en la que no admito que entren las miserias ni los miserables. Siempre queda lugar para la sorpresa en el corazón del hombre y la mujer de bien. Soñar es universal, ecológico, sostenible y permite desconectar mucho más que cualquier otra cosa. Si están de viaje, lean y si no han podido irse, lean también para lograrlo. Feliz descanso.