
Un semáforo en París
Hacia el final del día, el guardia de tráfico francés que había estado controlando la circulación toda la jornada había sido sustituido por un guardia de tráfico del ejército alemán sin que nadie en los coches se diera cuenta
La sencillez es atroz y verdaderamente aterradora. Tanto, que nos obligamos a tejer narrativas complejas para revestir la realidad esquelética, la realidad austera, cruda y desprovista de adorno, para soportarla y lidiar con ella. Cuando Roma dejó de ser el centro del mundo fue la última en enterarse. La historia y la vida rara vez se despliegan como se espera. Miles de años después seguimos teniendo fe en las gestas y en los gestos grandilocuentes, en las estampas al óleo de los palacios y en la violencia de trueno que anuncia el fin de una era. Lo que pasa es que la realidad tiende a ser mucho más sobria, se pliega en silencio, se transfigura con la naturalidad con que un día cualquiera se convierte en el siguiente.
No hubo un solo parisino en 1940 que concibiese una derrota ante Hitler sin el estrépito de una ciudad arrasada. Chaves Nogales lo cuenta en La Agonía de Francia: miles de franceses trataron de abandonar la capital imaginando una durísima batalla mientras la Primera División Motorizada alemana entraba en París. Pero no hubo tal batalla. Lo que ocurrió fue infinitamente más simple. Hacia el final del día, el guardia de tráfico francés que había estado controlando la circulación toda la jornada había sido sustituido por un guardia de tráfico del ejército alemán sin que nadie en los coches se diera cuenta. “Un inmenso imperio se ha derrumbado. Veinte siglos de civilización han sucumbido”, escribió. Y desde fuera solo había cambiado el uniforme del tipo del semáforo.
Ese cambio de uniforme también nos ocurre por dentro. Lo decisivo, lejos de irrumpir, toma posesión de la rutina y la administra. En ese gobierno manso de lo cotidiano es donde empieza a crecer la costumbre. Es un aprendizaje silencioso basado en sostener la normalidad con alfileres, poner en borrador los besos y sus causas y cambiar unos mapas por otros; hay veces que la historia se archiva con nosotros dentro y elegimos la salida de emergencia que es ganarle un día al destino.
Aplazamos lo inevitable de la misma manera que intentamos esquivar la muerte por todos los medios, movidos por la pura supervivencia y siendo conscientes de que tarde o temprano nos abatirá sin reparos. Por eso llenamos las agendas y los almanaques y hacemos planes para el mes que viene, como si el mes que viene nos estuviera garantizado por contrato y convertimos en fe toda postergación y miramos hacia otro lado mientras el tiempo hace su trabajo en silencio: porque no nos queda otra. Al vivir, construimos dos vidas. Por un lado, está la que vivimos, y otra en paralelo, que llenamos de cosas que no ocurren, que convertimos en el trastero de las cosas que no pasan en la otra y que inaugura la contabilidad de lo pendiente; una vida convertida en un desván de anhelo y deseo en el que se esconde el alma cada vez que se nos traspapela.
Y pienso en que todo lo esencial muere desde la sencillez. No hay un instante señalado para la pérdida o el fin. El fin del amor no llega al calor de una gran discusión, sino con el primer gesto que queda sin respuesta; los cielos y las nubes y sus planes son inalterables. Porque la realidad es tan sencilla que es imponderable, es un caos eterno y arbitrario, un infierno de geometrías feroces e impronunciables. He ahí el secreto de su sencillez: que el exceso de detalle colapsa en un estallido de simpleza. De la forma que sea, nunca llegamos a entender del todo que lo decisivo rara vez se presenta como importante.