Francisco Seijo, experto en cultura del fuego: «Invertimos en helicópteros, pero no lo suficiente en mantener vivos los pueblos»

Francisco Seijo, experto en cultura del fuego: «Invertimos en helicópteros, pero no lo suficiente en mantener vivos los pueblos»

«Mi abuelo conocía los días idóneos para hacer una quema en el monte, sabía interpretar la humedad, el viento, la textura de la hierba. Ahora necesitamos algoritmos para descubrir lo que antes era experiencia cotidiana», lamenta este profesor universitario y doctor en Ciencia Política, que apela al «diálogo» entre ciencia y tradición

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Mientras gran parte de España aún humea, y el fuego sigue ocupando tertulias de sobremesa, donde abundan las soluciones fáciles, casi siempre teñidas de un sesgo ideológico que recuerda a un derbi de fútbol, parece que hemos perdido la capacidad de escuchar a quienes llevan décadas trabajando sobre este tema y se han convertido en referentes internacionales.

Investigadores como Francisco Seijo, profesor en IE University y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Columbia, han convertido el estudio del fuego no solo en un objeto científico, sino en una herramienta para repensar la relación entre sociedad, paisaje y clima.

Colaborador del Leverhulme Centre for Wildfires, Environment and Society, un consorcio internacional que reúne a Imperial College London, King’s College London, la Universidad de Reading y Royal Holloway, financiado por la Leverhulme Trust, su trayectoria académica y vital lo ha llevado a situar el fuego en el centro de un debate que es tanto cultural como ecológico.

Conversamos con él hace unas semanas, durante la jornada de formación del proyecto Trashumancias 2.5 celebrada en Vega del Codorno, organizada por la Cátedra UCLM–Diputación de Cuenca de Oportunidades frente al Reto Demográfico, en colaboración con la Fundación Los Maestros. La cita, dedicada al conocimiento ecológico y a la gestión del riesgo de incendio forestal, reunió a más de cincuenta estudiantes universitarios y a un panel de expertos nacionales e internacionales del King’s College de Londres.

«Los modelos globales tienden a reducir el comportamiento humano a dos variables: densidad de población o PIB. Y con eso no basta

Parece extraño recordar que, hace apenas unas décadas, el fuego no era solo un enemigo. Era también un gesto de trabajo, de cuidado, de transmisión. La publicidad, la tecnificación y el olvido de las prácticas tradicionales rompieron aquella alianza entre el ser humano y la llama. Investigadores como Francisco Seijo tratan de recomponer esos puentes rotos, propugnando que la ciencia contemporánea escuche lo que los abuelos sabían de la gestión forestal. “Los modelos globales tienden a reducir el comportamiento humano a dos variables: densidad de población o PIB. Y con eso no basta”, advierte. El resultado es un planeta representado como si ardiera solo por causas meteorológicas, sin recordar que durante siglos la humanidad utilizó el fuego como herramienta de subsistencia y de cultura.

“Estamos intentando llevar el entendimiento del fuego en distintos paisajes del mundo a los modelos climáticos y de biodiversidad… mejorando cómo representamos el comportamiento humano.” Es decir, incluir la complejidad de los gestos campesinos y de los saberes indígenas dentro de algoritmos que hasta ahora solo saben de números. Una paradoja: la ciencia más sofisticada necesita rescatar la memoria más humilde para no cometer errores irreparables.

El ‘fuego de subsistencia’, una práctica casi desaparecida

Señala que entre 1990 y 2020 los satélites han registrado la desaparición acelerada del subsistence burning, el fuego de subsistencia. Allí donde antes se encendían pequeñas hogueras para limpiar rastrojos o favorecer el rebrote, hoy la práctica casi ha desaparecido, a menudo por prohibiciones legales. “El fuego cultural ha sido criminalizado”, advierte Seijo. Y su desaparición provoca una paradoja inquietante: al eliminar los pequeños fuegos cotidianos, se acumula el combustible que alimenta los grandes incendios. El resultado es un paisaje inflamable, un territorio cada vez más expuesto a los megafuegos que arrasan en cuestión de horas lo que durante décadas se evitaba con una cerilla y un puñado de vecinos.

El fenómeno no es exclusivo de España. Se repite en África, en América Latina, en el Mediterráneo entero. “En casi todas partes se impuso el paradigma de la exclusión del fuego: había que erradicarlo del paisaje. La consecuencia ha sido lo contrario de lo que se buscaba”. Porque donde no hay pequeños fuegos cotidianos, se acumula el combustible que alimenta los megaincendios.

En casi todas partes se impuso el paradigma de la exclusión del fuego: había que erradicarlo del paisaje. La consecuencia ha sido lo contrario de lo que se buscaba

Seijo lo explica sin rodeos: “Allí donde se prohibió el fuego cotidiano, se multiplican los incendios incontrolables.” No se trata de nostalgia romántica, sino de un dato científico que los satélites confirman. “El conocimiento específico local es crucial… y parte de nuestro trabajo es recuperar la cadena de transmisión”.

“Mi abuelo conocía los días idóneos para hacer una quema en el monte, sabía interpretar la humedad, el viento, la textura de la hierba. Ahora necesitamos algoritmos para descubrir lo que antes era experiencia cotidiana”, explica Seijo. Hoy la ciencia despliega modelos de supercomputación para anticipar el riesgo, mientras que el campesino lo resolvía con la observación paciente y el saber heredado. No son conocimientos opuestos, insiste Seijo, sino complementarios. Pero la modernidad decidió despreciar el segundo.

“El conocimiento del fuego estaba democratizado, circulaba entre las comunidades. Ahora se concentra en brigadas, ingenieros y normativas. La población en general ignora el comportamiento básico del fuego y desde las grandes ciudades hemos estigmatizado prácticas que durante siglos han servido para gestionar el paisaje”, explica. En este tránsito hemos perdido una memoria intergeneracional que no se reemplaza fácilmente.

Walter Benjamin escribió que la modernidad había acabado con el narrador, con la transmisión de la experiencia oral. El fuego parece seguir esa misma condena: de relato compartido a expediente administrativo. El resultado es una sociedad que, en su intento por controlar las llamas, ha terminado por perder el lenguaje con que nombrarlas.

Seijo insiste: “Cuando desaparece la práctica, desaparece también la palabra. Y con ella, la capacidad de imaginar otra relación con el fuego.” En esa orfandad cultural, lo único que queda es el miedo.

“No se trata de elegir entre ciencia y tradición sino de diálogo”

“No se trata de elegir entre ciencia y tradición, sino de hacer que dialoguen”. En su discurso hay un empeño constante en borrar la dicotomía: no se trata de rural versus urbano, antiguo versus moderno, sino de sumar lo que cada saber ofrece. “Las prácticas indígenas no seguían un calendario fijo: leían el paisaje y actuaban cuando las condiciones eran correctas.” Es el núcleo de su pensamiento. El fuego cultural no se programa como en una tabla: se escucha.

En Australia, cuenta, las comunidades aborígenes reconocen cuándo una ladera está lista para arder de forma beneficiosa. “No lo deciden por decreto, sino porque observan la hierba, el insecto, el viento. Es un conocimiento encarnado en la práctica.” En el Mediterráneo, esa sabiduría también existió, aunque hoy sobreviva apenas en algunos pueblos. “Los pastores y agricultores sabían cuándo convenía quemar un rastrojo. No era improvisación: era ciencia campesina.”

La idea es provocadora en una época obsesionada con el control: confiar en la capacidad de la gente para leer su entorno. “Recuperar esa lectura del paisaje es fundamental. Sin ella, solo nos queda reaccionar cuando todo arde”.

Aquí el discurso se abre hacia un horizonte político: la necesidad de devolver poder a las comunidades locales. “El problema no es técnico, es cultural. Hemos desconfiado de la gente, y esa desconfianza se traduce en catástrofe”.


Un helicóptero en labores de extinción del incendio en Boca de Huérgano (León). EFE/J.Casares

En los medios, toda llama se narra como catástrofe. Cada verano se repiten las imágenes: helicópteros sobrevolando humo, vecinos desalojados, titulares con cifras negras. “El problema es que hemos construido un relato donde todo fuego es enemigo”, señala Seijo. “Y así es imposible entender que también hay fuegos buenos”.

Ese mito no se inventó ayer. Hollywood lo fijó en la retina colectiva con la escena de Bambi huyendo entre las llamas. Disney consolidó una pedagogía global: el fuego como amenaza infantilizada, universal y abstracta. “Ese imaginario pesa todavía”, lamenta. “Cuando propones recuperar las quemas culturales, la reacción automática es el rechazo: la gente piensa en devastación, no en cuidado”.

Para Seijo, la tarea es eminentemente narrativa: “Necesitamos otro lenguaje. Hablar de fuego cultural, de fuego prescrito, de fuego que regenera. Y diferenciarlo del megaincendio, que es un monstruo que hemos creado nosotros mismos al expulsar al fuego de su lugar.” El reto, entonces, no es solo técnico o ecológico, sino semiótico. Roland Barthes hablaría de desmontar el mito. “Si seguimos contando al fuego como enemigo absoluto, nunca podremos convivir con él.” El investigador se muestra tajante: cambiar la política pasa por cambiar las palabras.

El discurso desemboca inevitablemente en la política presupuestaria. “La mayor parte del gasto se concentra en apagar incendios, no en prevenirlos. Es como gastar en ambulancias pero no en salud pública.” La comparación no es casual: habla de un sistema reactivo que invierte en el síntoma pero no en la raíz.


Efectivos del Plan INFOCAM en un incendio en Campillos-Paravientos (Cuenca)

En España, cada verano se repite el mismo guion: brigadas exhaustas, medios aéreos costosos, y después el silencio hasta el próximo fuego. Seijo lo dice claro: “Invertimos en helicópteros, pero no en mantener vivos los pueblos.” Esa inversión desigual revela una ceguera estructural: se concibe el fuego solo como amenaza puntual, no como fenómeno cotidiano.

Frente a esa lógica, el investigador reivindica proyectos como Naturaleza Pastoreada, donde la oveja se convierte en aliada. “El pastoreo extensivo ha sido despreciado durante décadas. Ahora nos damos cuenta de que cada oveja es un bombero silencioso.”

El argumento va más allá de lo económico. Se trata de dignificar oficios y reconocer su papel en la ecología. “Queremos dignificar el oficio de pastor y reconocer el papel —invisible— de las mujeres en las parideras y el día a día.” La frase, dicha casi al pasar, abre un mundo: el trabajo silencioso que sostiene territorios enteros nunca fue tenido en cuenta en los presupuestos.

Los megaincendios no son una anomalía natural. Son el resultado de cómo hemos gestionado el territorio

La crítica se afila cuando recuerda que los incendios, en realidad, son síntoma de un modo de vida: despoblación, abandono del campo, monocultivos forestales. “Los megaincendios no son una anomalía natural. Son el resultado de cómo hemos gestionado el territorio”.

No se trata de nostalgia, insiste. “No quiero idealizar el pasado. Lo que digo es que ese conocimiento específico local es crucial… y parte de nuestro trabajo es recuperarlo y volver a enseñarlo”.

El matiz es importante: no es romanticismo, es estrategia. Sin memoria campesina, la ciencia se queda coja. Escuchar a los mayores, registrar prácticas, entrevistar pastores, no es un gesto melancólico: es construir datos, es ampliar el horizonte de la ciencia. “No se trata de volver atrás, sino de sumar lo viejo y lo nuevo: la memoria oral y el dato satelital”.