Antipolítica, la salita de espera del autoritarismo

Antipolítica, la salita de espera del autoritarismo

La única diferencia en este sentido entre el PP y Vox es el ritmo: mientras el PP usa el discurso de la antipolítica para tomar el relevo en las instituciones, Vox aboga abiertamente por alcanzar el poder político para desguazarlas cuanto antes

“Puede que no te guste cumplir años pero, créeme, la alternativa es peor”. No sé si habrás oído esta frase, pero con los políticos sucede algo similar.

Y no es que no haya motivos sobrados para el enfado o la desafección, pero si queremos que ese enfado se canalice de forma constructiva conviene detenerse en el origen y la dirección de esta nueva ola “anti política”.

No son los de abajo pidiendo una mayor profundidad democrática en nuestra sociedad, no son “indignados” exigiendo acercar la participación, actualizar la Constitución o democratizar la toma de decisiones.

Muy al contrario, son los de arriba, con un dominio apabullante de medios para imponer los términos de la conversación pública, quienes pretenden impugnar lo existente sin atreverse aún a explicitar el escenario siguiente.

En ocasiones aparece de forma velada y otras veces de manera más explícita, pero la idea de fondo es clara: puede haber bienestar y desarrollo económico sin democracia.

De hecho, ni siquiera es una idea nueva. Los defensores de esta tesis suelen poner de ejemplo al gobierno de Lee Kuan Yew, primer ministro de Singapur entre 1959 y 1990.

Bajo los gobiernos de Kuan Yew, Singapur experimentó un importante crecimiento económico mientras se limitaban la libertad de prensa, la libertad de asociación y el pluralismo político. Se olvidan quienes defienden esta aberración antidemocrática de que, además, el éxito económico de Kuan Yew no puede separarse de otros factores, como el contexto de la Guerra Fría que situó al país como un enclave capitalista en Asia recibiendo un fortísimo respaldo económico de EE. UU. y Reino Unido, o la desindustrialización de Occidente que buscó puertos estratégicos con mano de obra barata que no había oído hablar de derechos laborales en su vida.

El último empuje a estas tesis viene de la mano del fracaso en aquellas comunidades autónomas gobernadas por el Partido Popular a la hora de gestionar desastres climáticos.

A finales de octubre de 2024, la DANA destrozó Valencia. Previamente, la coalición de gobierno formada por PP y Vox había eliminado tanto la Unidad Valenciana de Emergencias como la Agencia Valenciana de Cambio Climático. Durante la tragedia, el presidente Carlos Mazón permaneció ausente en una comida y la alarma tardó horas en enviarse. Fallecieron 228 personas.

Rápidamente, los medios afines a la derecha comenzaron a cruzar acusaciones señalando al gobierno central, a la Confederación Hidrográfica del Júcar y hasta a la AEMET. El discurso fue girando hasta señalar a “los políticos”. Sintonizando con esta idea, Mazón puso al frente de la reconstrucción a un militar, el teniente general retirado José Gan Pampols.

Un esquema similar ha sucedido recientemente durante los incendios que afectaron a varias comunidades gobernadas por el PP. Nuevamente, pese a tener todas las competencias y responsabilidades en materia de prevención y extinción de incendios, así como en la gestión de emergencias, pese a haber explicitado su desinterés por sostener el dispositivo de prevención durante el invierno, pese al precario estado de las plantillas autonómicas de extinción de incendios y su oposición tácita a mejorar las condiciones de los mismos, tanto la derecha política como la mediática se apresuraron a señalar al gobierno central, generando una confusión entre la ciudadanía que terminó señalando a su vez, de forma general, a “los políticos”. Este hecho fue después amplificado por toda la parrilla mediática y una vasta red de cuentas en redes sociales.

La única diferencia en este sentido entre el PP y Vox es el ritmo: mientras el PP usa el discurso de la antipolítica para tomar el relevo en las instituciones, Vox aboga abiertamente por alcanzar el poder político para desguazarlas cuanto antes.

En un escenario en que el poder va mucho más allá de lo que sale de las urnas y se reparte entre enormes conglomerados financieros y empresariales, el último bastión de la democracia, el último clavo ardiendo al que puede agarrarse la ciudadanía y el único sobre el que tiene algo de influencia, es el Estado. Es ahí precisamente donde se dirigen los ataques de quienes se presentan como pretendidamente rupturistas o antiélites, cumpliendo escrupulosamente los deseos de las élites que representan al capital privado.

Si pensamos también en las críticas que este bloque político e ideológico ha lanzado a la comunidad científica en relación con las vacunas, al papel de la AEMET o su negacionismo del cambio climático, podríamos concluir que en realidad no se trata de devolvernos a la España predemocrática, sino directamente a la Europa anterior a la Revolución Francesa.

Feijóo o Abascal solo se suben a una estrategia que Donald Trump y la ola reaccionaria ya han puesto en marcha en medio mundo. En ese contexto, la “antipolítica” se constituye como la salita de espera de nuevas formas de autoritarismo. La democracia liberal ya cumplió su función y toca saltar al siguiente nivel, en el que los contrapesos entre poderes, la pluralidad política, la arquitectura constitucional o el diálogo democrático son engorrosos lastres que han de ser sustituidos por la “firmeza” de liderazgos que “saben lo que hay que hacer”.

Ante esto, solo cabe defender más y mejor Estado. Más y mejor democracia. Más y mejores derechos.

El Gobierno debe lanzar una ofensiva democrática que ponga en valor el papel de las instituciones y del Estado: empujar por una redistribución intensa de la riqueza, por la liberación de tiempo de trabajo, apostar por empleo de alto valor añadido actualizando nuestro modelo económico y democratizar el acceso a la vivienda.

En 1915 Rosa Luxemburgo planteó la famosa dicotomía, socialismo o barbarie, y el mundo respondió: barbarie.

Hoy, en pleno siglo XXI, tenemos por delante una decisión similar y el reto de desautorizar a Hegel cuando afirmó que lo único que hemos aprendido de la Historia es que no aprendemos nada de la Historia.