Concha Lagos, la memoria de una escritora durante la Guerra Civil: «Levantar el vuelo y seguir adelante, eso es todo»

Concha Lagos, la memoria de una escritora durante la Guerra Civil: «Levantar el vuelo y seguir adelante, eso es todo»

La autora arrancó su carrera literaria con un diario lírico de la derrota, el cual puede leerse junto a sus memorias y otras obras recientemente recuperadas, de una mujer de letras que fue detenida por su militancia antifranquista y vivió cien años

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Un siglo de vida da mucho de sí. En el caso de Concha Lagos (Córdoba, 1907-Madrid, 2007), esos cien años estuvieron dedicados a la creación literaria en todas sus facetas y desde varios eslabones de la cadena del libro. Aunque se la conoce sobre todo como poeta –publicó cerca de treinta poemarios individuales–, también escribió narrativa, ensayo y teatro; además, trabajó como editora, dirigió una revista literaria y dinamizó encuentros culturales en Madrid, ciudad donde vivió desde los trece años. Fue lo que se llama una mujer de letras total, entregada por completo al oficio.

Entre sus avatares vitales, destaca la detención policial, en 1962, junto a otras artistas e intelectuales, por participar en una manifestación antifranquista. En 1961 ingresó en la Real Academia de Córdoba, No le faltó el reconocimiento en vida –incluida la Medalla de Andalucía en 2002–, ni se puede decir que fuera una ermitaña o una rara avis de la literatura española. Aun así, no se libró del mal endémico llamado desmemoria: tras su muerte, e incluso antes –sus últimas publicaciones, libros póstumos aparte, datan de los años noventa– cayó en el olvido, como tantas y tantos escritores.

Hoy tenemos la oportunidad de redescubrirla por partida doble: por un lado, con los dos volúmenes de memorias, inéditas hasta la fecha, publicados por Torremozas, La madeja (2021) y Prolongada en el tiempo (2024); por otro, con la recuperación de su primera obra, El pantano. Del diario de una mujer (1954; Guillermo Escolar Editor, 2024), una suerte de cuaderno de notas que tomó durante la Guerra Civil, editado por Juana Murillo Rubio. Son el final y el principio de una carrera larga y prolífica que sale al encuentro de las nuevas generaciones de lectores.

Diario de una huida

El pantano puede ser una buena puerta de acceso al universo de Concha Lagos, no solo por tratarse de su ópera prima, sino porque, aunque esté escrito en prosa, anticipa ya ese lirismo que desarrolló a lo largo de su carrera. Más que dejar testimonio de los hechos o anotar de forma pormenorizada los avances de la contienda, la autora se toma este diario como un ejercicio de escritura libre y creativo, como un cuaderno de impresiones que va tomando sobre la marcha. A veces más reflexiva, a veces más evocadora, en su cadencia se respiran ya esos mimbres literarios que la convertirían en una voz poética importante.

El título proviene de unos versos de Juan Ramón Jiménez que abren el libro: “Yo pensé una florida pradera / en el remate de un camino y me / encontré un pantano”. El pantano remite tanto a la geografía de su exilio peninsular –una aldea gallega, en una naturaleza que no siempre proporciona amparo– como, sobre todo, el interior, ese desamparo de los derrotados, con el pantano como símbolo del hundimiento, del estancamiento de los intelectuales apartados de su centro de actividad neurálgico, las ciudades, y, la pérdida más grave, sin libertad de expresión.

En las primeras páginas, la autora-protagonista se halla en una estación la Nochebuena de 1936. Es una noche de lluvia; una fecha, un paisaje, oscuros y simbólicos. El tren, el viaje, será un motor de su crónica: en este primer movimiento, regresa de una estancia breve en Francia. Más adelante, se produce el traslado que marca de forma traumática la etapa reflejada en el libro: la huida de Madrid, donde tenía a su círculo de amistades, su espacio de trabajo, su hogar y, en suma, su vida. Corre el año 1936 y el insilio, que tuvo como destino Galicia, se alargó hasta 1944. Era la tierra de su marido, el arquitecto y fotógrafo Mariano Lagos. Se instalaron en la finca de La Seara, en Vigo.

Todo habla de muerte

El texto, menos improvisado que un diario al uso, tiene una estructura circular: se cierra asimismo con otro viaje en tren, un medio que por una parte le permite escapar, pero por otra la conduce a sitios que no termina de convertir en casa, le falta un anclaje. Después de aquella Navidad, “siguen los días grises, monótonos, húmedos, interminables. Y la angustiosa soledad pesa sobre el cuerpo y sobre el alma”. El grueso de la narración se enmarca en Galicia, donde deviene forastera: “He tenido que sentirme algo fantasma para descifrar el verdadero ambiente de esta casa. Todo en ella habla de muerte”.

La aldea rural poco tiene que ver con la ciudad, aunque la naturaleza –un paseo por un jardín, asomarse al balcón a ver el mar– puede proporcionar consuelo: “No todas las pérdidas dejan sensación de vacío. ¡Qué compensada me siento por el bosque!”. En su retiro, apenas se relaciona con un vecino, un pintor. Sus meditaciones nacen más de su interior que de la realidad externa: cavilaciones, impresiones de lectura, muchos sueños (o pesadillas), recuerdos: “Vivo anclada al pasado como a un puerto de salvación de refugio. […] el presente casi no existe, se diluye entre espasmos de terror, odios, intrigas y falsos entusiasmos. El porvenir… ¡Qué incierto!”.

Teniendo en cuenta la fecha de publicación del libro, en pleno franquismo, los recursos poéticos le permiten esquivar una probable censura; las metáforas de la opresión tienen que leerse como la expresión encubierta de un malestar profundo, una denuncia del régimen del “ogro” (sic). A esto se añade la indeterminación espaciotemporal, a saber: no registra fechas ni especifica lugares, tampoco pone nombre a los personajes. Como explica la editora, “la situación bélica añadía la necesidad de diluir el dato preciso (cualquiera que comprometiera a algunos de sus personajes, incluida la autora) en una indeterminación ambiental que puede entenderse consustancial a la situación política del país”.

La forja de una escritora

Cuando escribe estas páginas, Concha Lagos tiene apenas treinta años. Todavía es una escritora en formación; no se ha estrenado publicando ni tiene motivos que alienten la esperanza en el futuro. El país se ha convertido en un campo de batalla, todo es incierto: “No consigo escribir. Me invade una pereza primaveral. A los cuarenta años tal vez cubra páginas y páginas; hoy, preferiría vivirlas”. Es joven, pero vive uno de los peores momentos de su vida: la soledad se apodera de ella, una mujer vivaz y cosmopolita, una viajera por vocación que anhela sentirse libre.

En esas circunstancias, la lectura se convierte en el refugio más seguro: ya que carece de interlocutores humanos, establece un diálogo con los libros, con los escritores a los que lee con fruición. Su abanico de referentes es muy amplio: están los grandes rusos, como Dostoievski, compañero de los inviernos del alma; otros clásicos como Goethe, Wilde o Madame de Staël; grecolatinos como Plutarco o Virgilio; filósofos como Rousseau, Nietzsche o Kierkegaard. Y una categoría especial: los diarios. La escritura personal de la autora está influenciada por los libros que leyó antes y durante este periodo.

En particular, sobresale su lectura atenta del Diario íntimo del escritor y filósofo suizo Henri-Frédéric Amiel (Ginebra, 1821-1881), que el autor escribió desde 1839 hasta su muerte. Este diario, de acuerdo con la editora del libro, sirve a Concha Lagos como un “modelo que conjuga confesión, ideas, reflexiones filosóficas y narración vivencial”. Por otro lado, es interesante subrayar la aportación que será El pantano a la escritura diarística de mujeres, de escritoras españolas en concreto, de las que por aquel entonces no había apenas referentes (y lo mismo hizo su coetánea Rosa Chacel desde el exilio).


Concha Lagos en el año 2002

Además de los libros, Lagos se empapa de otras manifestaciones artísticas, como la música de Beethoven, evocadora de recuerdos y compañera de soledades: “… quedo con la vista fija clavada en el grabado de Beethoven, al que suelo hablar en mis crisis de tristeza. Beethoven parece también mirarme con sus cejas fruncidas y sus labios más fruncidos aún. Esta voluntariosa expresión me reanima”.

A pesar de la tristeza que se les enquistó a los supervivientes de la guerra, los lectores jugamos con la ventaja de saber que hubo un después. Para la autora, el trabajo supone “una tabla de salvación”. Aunque no le brinda “la felicidad de tiempos más dulces, me traerá al menos la calma […]. ¡Casi estoy a punto de ser yo otra vez!”. Y después de El pantano hubo más; más libros, más lectura, más poesía, más experiencias. Más vida. La de una mujer como Concha Lagos merece conocerse, para inspirar como la inspiraron a ella tantos creadores. Porque, en sus propias palabras, al final solo se trata de “levantar el vuelo y seguir adelante; eso es todo…”.