Insultos racistas ofensivos: inadmisibles y causa de despido
La trabajadora dirigió a su compañero un insulto claramente racista, no en un ámbito coloquial o de una mal entendida camaradería ni mediando una previa discusión o provocación, sino que fue un insulto deliberado, solamente proferido con ánimo de ofenderlo por su origen racial
La justicia avala el despido disciplinario de una trabajadora por un insulto racista sobre un compañero: “Puto negro”
Estos pasados días algunos medios – éste mismo en el que colaboro – se han hecho eco de una relevante sentencia de la Sala de lo Social del TSJ del País Vasco, la Sala que yo presido, aunque no formé parte del Tribunal que resolvió este caso. Sentencia que cuenta con un voto particular y que confirmó la dictada por el Juzgado de lo Social n.º 3 de Donostia-San Sebastián que había declarado la procedencia del despido disciplinario enjuiciado.
Si me he decidido a hacer este comentario es por añadir alguna reflexión a las crónicas que he leído, pese a que, como la de este periódico, han sido todas ellas muy correctas y, sobre todo, fieles a los hechos y a la argumentación de la sentencia.
El contexto es sencillo de exponer: la trabajadora despedida, con categoría profesional de camarera y casi seis años de antigüedad, trabajaba para una empresa en un Hotel del centro de Donostia; un día, prestando sus servicios, sirviendo comandas en la barra del Hotel, en un momento determinado llamó la atención a su compañero, D. Adolfo (nombre figurado), ciudadano senegalés recién incorporado a la empresa, que prestaba servicios como camarero atendiendo las mesas, porque había servido con pan unos calamares y, cuando éste se giró para seguir con su trabajo, la demandante dijo en voz alta “Puto negro”.
El comentario no fue oído por el trabajador insultado, pero sí por otra compañera, quien comunicó lo ocurrido a la responsable de sala, quien, a su vez, lo comunicó por email a un superior, quien, tras mantener una reunión con la demandante, con la otra compañera y con el propio D. Adolfo, decidió iniciar un expediente disciplinario contra la trabajadora por el mal trato dispensado a su compañero, decidiendo finalmente la empresa el despido disciplinario. Despido sustentado en la consideración de que se trata de una falta muy grave así tipificada en el Convenio Colectivo de Alojamientos de Gipuzkoa para 2020-2024, que consideran tal “(…) los malos tratos de palabra u obra, abuso de autoridad o falta grave de respeto y consideración a los jefes/as o a sus familiares así como a los compañeros/as y subordinados/as (…)”. Falta muy grave que, según el Convenio, puede ser objeto de varias sanciones – suspensión de empleo y sueldo de 16 a 60 días, traslado forzoso a otra localidad y despido -, decidiendo la empresa, como se ha dicho, aplicar la sanción más grave de las previstas como posibles.
La trabajadora despedida impugnó el despido y el juzgado declaró su procedencia, esto es, su ajuste a Derecho, lo que, como se ha dicho, confirmó la Sala, con un voto particular disidente.
La cuestión tiene muchas claves o teclas que tocar. Vayamos a por alguna de ellas.
Hay que recordar que el despido disciplinario es una decisión de la empresa basada en un “incumplimiento grave y culpable” de sus obligaciones laborales por parte de la persona trabajadora. Es claro que pertenece al poder disciplinario del empleador y que constituye la máxima sanción que puede imponerse en el marco de la relación laboral, debiendo tener siempre una causa justificada, caracterizada por esas gravedad y culpabilidad y por una expresa tipificación, esto es, tratarse de una causa prevista como tal en el Estatuto de los Trabajadores – artículo 54.2 – y/o en los Convenios colectivos.
Normalmente, la regulación que los Convenios hacen de las faltas disciplinarias de los trabajadores contemplan faltas leves, graves y muy graves, siendo estas últimas las merecedoras de la sanción de despido, si bien, como en el caso que comento, como en mucho otros, para dichas faltas muy graves se contempla un abanico de sanciones y no solamente el despido, quedando en la decisión empresarial la adopción de una u otra.
Una de esas causas de despido disciplinario contempladas en el Estatuto de los Trabajadores es la de “Las ofensas verbales o físicas al empresario o a las personas que trabajan en la empresa o a los familiares que convivan con ellos”, con plasmación también en los Convenios en redacciones similares.
La cuestión del alcance de la gravedad de las faltas es peliaguda y aquí radica por lo general la clave de la decisión judicial al enjuiciar la legalidad del despido disciplinario. En este sentido, hay que recordar que la jurisprudencia del TS ha consagrado el principio de gravedad y la teoría gradualista, que exige una determinada gravedad en la conducta imputada al trabajador sancionado, lo que obliga a una necesaria individualización de la misma y de las circunstancias concurrentes, a los efectos de poder llegar a una “adecuación suficiente” entre la conducta, la culpabilidad y la sanción a imponer, exigiendo el necesario rigor, dada la concurrencia en esta clase de litigios de una diversidad de derechos constitucionales, como lo es, entre otros, el propio derecho al trabajo. El TS determina que, en consecuencia, hay que huir de todo automatismo en la aplicación de las causas del despido buscando siempre la proporcionalidad y adecuación entre los hechos acontecidos, la persona y sus circunstancias y la sanción a imponer, a través de un análisis específico e individualizado de cada caso concreto, con especial conocimiento del factor humano. En este sentido se ha destacado la necesidad de tener en cuenta los datos objetivos y subjetivos concurrentes – la conducta enjuiciada, la antigüedad, el puesto de trabajo desempeñado, la naturaleza de la infracción, etc. -, dada la trascendencia y gravedad de la sanción de despido y en aras a cumplir los más elementales principios de justicia, lo que exige un examen casuístico en el que el juicio de procedencia o improcedencia del despido viene determinado por una multitud de factores que varían de un supuesto a otro.
Centrándome en la falta imputada en este caso – la de “ofensas verbales a un compañero de trabajo”, por resumir -, ha de traerse también a colación, siquiera muy brevemente, la doctrina del TC, según la cual para garantizar la convivencia en el ámbito de la empresa es preciso el mutuo respeto entre el trabajador y el empresario y entre todos los componentes de la plantilla, de modo que esta causa de despido tiene por finalidad reaccionar frente a conductas que puedan contener ofensas que pongan en riesgo el honor o la dignidad de las personas y, por ende, la dicha convivencia. Y recordando que, también en palabras del TC, expresiones innecesariamente ofensivas “quedan excluidas del ámbito de protección del derecho a la libertad de expresión consagrado en el art. 20 C.E. pues la Constitución no reconoce el derecho al insulto”.
Así, si bien es cierto que la convivencia en la empresa y el muto respeto han de ser compatibles con el ejercicio de otros derechos fundamentales, particularmente, en lo que en este caso afectaría, el de la libertad de expresión, también es cierto que en el asunto analizado ahora la trabajadora despedida no hizo ningún ejercicio de crítica sensata sino que se limitó a llamarle la atención por “servir pan con los calamares” y a emitir ese insulto, sin ningún otro contenido.
En ese análisis individualizado de las causas de despido y teniendo en cuenta todas las circunstancias concurrentes, como exige la jurisprudencia, es claro que la evolución de la sociedad y sus valores tiene una gran incidencia. Así, lo que en un momento dado pudo ser calificado como incumplimiento grave merecedor del despido hoy puede no serlo, y al contrario, conductas o comportamientos anteriormente considerados menos graves hoy resultan inadmisibles.
Así ocurre en este caso, en el que, como la sentencia argumenta, la trabajadora dirigió a su compañero un insulto claramente racista, no en un ámbito coloquial o de una mal entendida camaradería ni mediando una previa discusión o provocación, sino que fue un insulto deliberado, solamente proferido con ánimo de ofender al compañero por su origen racial. Conducta que, desde luego, atenta – o lo intenta – contra la dignidad de la persona.
Hay un dato en la sentencia que es absolutamente estremecedor, cual es el de que el propio trabajador ofendido trató de restar importancia a estos hechos exponiendo que “está acostumbrado desde hace tiempo a que otras personas le insulten de ese modo”, de donde el Tribunal extrae la conclusión de resultar evidente “la absoluta necesidad de erradicar estos intolerables comportamientos, sin que sea posible restarles trascendencia, y mucho menos que la empresa los pase por alto”.
En este sentido es también de resaltar el papel de la compañera de trabajo al transmitir a la dirección de la empresa estos graves hechos, lo que revela un alto grado de compromiso social y de rechazo a estas conductas, compromiso necesario en todos los niveles de la sociedad para contribuir a su erradicación y que nos interpela en lo que entiendo son auténticas obligaciones de ciudadanía.
Finalmente, merece también ser destacado el voto particular o disidente. Voto que considera que el despido debió ser calificado como “improcedente”, esto es, no ajustado a Derecho, por razones también sólidas. Así, entendió este magistrado que el insulto no fue público en el sentido de que no fue escuchado ni por la clientela ni por el propio trabajador ofendido y que no fue una expresión premeditada sino espontánea, así como que la trabajadora despedida nunca antes había sido sancionada y que tenía una antigüedad desde 2018, concluyendo que debió haber sido disciplinada, sí, pero con una sanción inferior al despido, de las que el propio Convenio colectivo ya contempla.
Ya ven, valoraciones jurídicas distintas para unos mismos hechos. Lo que debe apreciarse desde la riqueza del debate judicial y también del debate y el contexto social en que nos encontramos. Un debate que, en todo caso, nos interpela directamente.