Mi buzón no es para mí

Mi buzón no es para mí

¿Qué pasaría si diseñáramos espacios pensando en que todos los cuerpos, todas las formas de percibir el mundo, tienen derecho a estar cómodas? ¿Qué pasaría si el buzón estuviera a una altura razonable para todas las personas, con una identificación en texto grande y braille, con una cerradura accesible?

Hay una parte de la accesibilidad que es como el polvo: está en todas partes, pero solo la ves si te agachas y miras bien. No es el gran titular de las rampas ni la foto de la silla de ruedas junto al ascensor. Es esa barrera invisible, cotidiana, que no sale en los manuales, pero se cuela en cada gesto. Por ejemplo: el buzón. O, mejor dicho, ese objeto que está ahí, pero no es para mí.

La idea es simple: llegar a casa, abrir el buzón y recoger tus cartas. Pero si no llegas con la mano, si no puedes girar la llave con facilidad, si los nombres están en letra minúscula y poco contrastada, o si los buzones están encajados en un rincón estrecho del portal, lo de revisar el correo se convierte en un juego absurdo: un escape room sin premio.

Y no es solo el buzón. Son los porteros automáticos colocados a metro ochenta, con botones lisos que no dicen nada. Es ese telefonillo que, si eres una persona sorda, simplemente no puedes oír. Son los interfonos sin texto, sin vibración, sin alternativa. Los timbres sin luz. Las señales visuales sin sonido. Los ascensores que no te avisan si ya han llegado. Las puertas que se abren solas, sí… pero no si tienes que pulsar un botón mal colocado que nadie ha pensado que tú podrías necesitar.

Pequeños gestos, grandes barreras

La accesibilidad es también, y sobre todo, una cadena de pequeños gestos bien pensados. Pero cuando uno de esos gestos falla, se rompe todo el recorrido.

Por ejemplo, imagina que una persona en silla de ruedas llega a un edificio con una rampa estupenda. ¡Bravo! Pero llega al vestíbulo… y el portero automático está demasiado alto. ¿Qué hace? ¿Tira el bastón de un vecino para ver si lo ayuda? O quizá una persona con baja visión se encuentra con los nombres en el buzón escritos en una tipografía cursiva y en gris claro sobre gris medio. ¿Intenta adivinar quién vive ahí? ¿Juega a la ruleta de abrir todos hasta acertar?

Lo peor es que, muchas veces, ni siquiera se considera que eso sea un problema. Porque no está roto, no hay una barrera “explícita”. Pero está roto para quien no puede usarlo. Así de simple.

La trampa de lo “normal”

Este tipo de obstáculos vienen de fábrica con una idea mal entendida de lo normal. Diseñamos pensando en la media, en el estándar, en el usuario típico. Y ese estándar, lo sabemos, excluye a muchísima gente.

El buzón, el portero automático, el microondas de la sala común, el cartel de “salida de emergencia” en letra tamaño folio, el interruptor de luz del baño comunitario colocado a la altura de una jirafa… Todo eso parece “normal” hasta que alguien necesita otra cosa. Y entonces descubres que la normalidad no es neutral: es excluyente.

¿Y si lo miramos de otro modo?

¿Qué pasaría si diseñáramos espacios pensando en que todos los cuerpos, todas las formas de percibir el mundo, tienen derecho a estar cómodas? ¿Qué pasaría si el buzón estuviera a una altura razonable para todas las personas, con una identificación en texto grande y braille, con una cerradura accesible?

¿Qué pasaría si el portero automático tuviera vibración, luz y sonido? ¿Y si los botones fueran grandes y diferenciables al tacto? ¿Y si el sonido tuviera alternativa visual? ¿Y si el espacio para maniobrar no fuera una excepción sino la regla?

Espóiler: pasaría que más gente se sentiría incluida. Que menos personas dependerían de ayuda externa para hacer cosas tan simples como recibir una carta o abrir una puerta. Que los edificios no serían solo habitables, sino habitables para todos.

No son detalles: es autonomía

Cuando hablamos de accesibilidad, a menudo nos topamos con esa frase temida: “son detalles”. Como si lo importante fuera otra cosa. Como si no poder llegar a tu buzón no tuviera consecuencias.

Pero sí las tiene. Porque cada uno de estos “detalles” afecta a la autonomía personal, al derecho a desenvolverse sin pedir permiso, sin tener que dar explicaciones, sin depender de otro. Y eso no es un lujo: es dignidad.

Empezar por lo pequeño (que no es poco)

No todo se arregla con leyes ni con presupuestos millonarios. A veces, solo hace falta observar con otros ojos. Preguntarse quién no puede usar eso que tú usas sin pensar. Incomodarse un poco. Preguntar. Escuchar.

Revisar si en tu edificio todos los vecinos pueden abrir su buzón. Si el portero automático tiene alternativas. Si las señales son comprensibles para todos. Si el acceso no empieza y termina en la rampa.

Porque la accesibilidad no es algo que se añade. Es algo que se integra. Que se cuida. Que se aprende. Y que se construye desde lo más básico: el derecho a poder hacer cosas cotidianas sin sentir que estás pidiendo un favor.