
¿Cómo repartimos la cuenta? Cuando la desigualdad económica entre amigos te arruina el mes y la amistad
Las desigualdades económicas impactan en las relaciones de amistad, especialmente en ciudades donde la convivencia entre ingresos muy dispares es común
“Me siento mal por quedarme en casa”: cómo se ha atrofiado nuestra capacidad de disfrutar sin grandes planes
“Yo no tengo mucha hambre”, murmura tímidamente la chica de la izquierda de la mesa. Los amigos han pedido croquetas, cecina, torta del casar. “¡Qué rico está esto!”, exclama uno de ellos. “¡Pruébalo, Lauri, pruébalo!”. Pero Laura, así se llama la chica de la izquierda, ya ha dicho que no tiene hambre, que ella no va a cenar. No es del todo cierto. Lo que no quiere es gastarse 30 euros, como hace siempre que ve a estos amigos ingenieros —grandes amigos—, pero que no se dan cuenta de que ella no tiene su sueldo, ni de que es muy difícil disfrutar cuando en tu cabeza no deja de sonar la frase: “Ya no puedes gastar más en lo que queda de semana”.
A través de situaciones cotidianas —como salir a cenar o compartir piso— se pone de relieve un conflicto silencioso pero habitual: cómo el dinero (o la falta de él) condiciona las dinámicas del grupo, genera incomodidad en quienes tienen menos, y muchas veces no es visibilizado ni hablado abiertamente.
Está demostrado: las grandes ciudades concentran desigualdad. En un mismo grupo de amigos pueden convivir quienes tienen sueldos precarios —becarios, freelancers, trabajadores del sector cultural o de la hostelería— con quienes, tras pasar por escuelas de negocios o grados en ingeniería, han accedido rápidamente a salarios altos en consultorías, tecnológicas o multinacionales. La diferencia de ingresos se traduce en diferencias de estilo de vida: en qué barrio vives, si tienes o no tiempo para cocinar, si puedes permitirte cenar fuera varios días a la semana o cogerte un puente sin pensarlo. También en una fractura de trayectorias personales: mientras unos aún comparten piso y se reparten las facturas con cuidado, otros empiezan a hablar de hipotecas, bonus o inversión en fondos indexados.
Un estudio de 2023 publicado en la revista Nature demuestra que en las ciudades europeas de mayor tamaño la brecha entre ricos y pobres no solo es más amplia, sino más persistente y visible que en los entornos rurales o semiurbanos. Los ingresos más altos conviven con sueldos precarios en los mismos espacios —el metro, una terraza, una red social—, lo que intensifica las comparaciones sociales y la sensación de injusticia. Esa desigualdad tiene efectos emocionales. El estudio sugiere que la comparación constante con quienes ganan mucho más acaba generando tal nivel de frustración y malestar que, al final, el ingreso extra que aporta vivir en una ciudad frente a vivir en un pueblo no compensa emocionalmente.
Hoy en día, demostrar que quieres a tus amigos muchas veces pasa por gastar dinero con ellos o para ellos
Parafraseando la célebre frase del filósofo Fredric Jameson, imaginar un ocio sin consumo resulta hoy más difícil que imaginar el fin del mundo. Una prueba de ello es el proyecto artístico y cultural que se puso de nuevo en marcha este verano en el Círculo de Bellas Artes: Refugio climático. La propuesta, tan sencilla como disruptiva, consiste en ofrecer un espacio en pleno centro de la ciudad donde cualquiera pueda refugiarse del calor y estar tranquilamente sin necesidad de consumir nada.
Hoy en día, demostrar que quieres a tus amigos muchas veces pasa por gastar dinero con ellos o para ellos. En una sociedad donde las emociones se han convertido en productos —como plantea la filósofa Eva Illouz en Emotions as Commodities—, la amistad también ha pasado a expresarse y sostenerse a través de actos de consumo simbólico: cenas, escapadas de fin de semana, regalos, cumpleaños organizados como eventos, fotos compartidas. Estar presente, en muchas ocasiones, implica gastar.
Como explica James McKellar en un artículo publicado en Frontiers in Sociology, estos “rituales de consumo cotidianos” son formas de afirmar los lazos sociales y de representar la pertenencia al grupo. Pero esa misma lógica también puede excluir. Según McKellar, estos rituales crean “inclusión para algunos y exclusión para otros”, dependiendo de la capacidad de cada uno para afrontar sus exigencias simbólicas y materiales. Quien no puede seguir el ritmo económico del grupo corre el riesgo de quedarse fuera, no porque no sea querido, sino porque el afecto —como tantas otras cosas— se ha vuelto también una experiencia que se compra.
Cuantos más años pasan, más posibilidades hay de que el nivel adquisitivo se desequilibre
Estas desigualdades pueden aparecer especialmente en amistades forjadas hace tiempo. “Cuantos más años pasan, más posibilidades hay de que el nivel adquisitivo se desequilibre”, opina Adriana, una lucense que lleva varios años en Madrid. Hace unos meses tuvo que elegir entre mudarse a un piso más grande y en una zona menos ruidosa, o esperar a una de sus compañeras de piso —una amiga de toda la vida de Lugo, que trabaja en un laboratorio de investigación— que no podía permitirse pagar más de lo que ya abonaba cada mes. “Creo que, por lo general, hay que intentar ponerse a la altura de quien gana menos”, propone.
Numerosos estudios demuestran que, en realidad, lo habitual es relacionarse con personas de estatus socioeconómico similar. Es un fenómeno conocido como homofilia. Y, según un informe publicado en American Journal of Sociology en 2006, el nivel de ingresos familiares influye más que la raza en la formación de amistades en las escuelas.
Lo contrario —que personas de distinto nivel socioeconómico se relacionen— también sucede y, según este estudio publicado en marzo, tiene efectos positivos. El análisis de seis mil millones de amistades en Facebook entre 20 millones de adultos británicos reveló que los niños de entornos humildes que crecen en comunidades con vínculos entre clases sociales ganan, de media, 5.100 libras más al año en la edad adulta. Esta “conectividad económica”, como la llaman los autores, resulta ser el segundo factor más determinante para ascender en la escala social.
¿Por qué cuesta tanto hablar de dinero?
Emma, una publicista de 29 años, recuerda cuando era becaria en su empresa y salía con compañeros mucho mayores, que ganaban tres o cuatro veces más que ella. En esas cenas o rondas de cervezas, solían ser ellos quienes pagaban. “Me parecía lo lógico. Incluso forzado, cuando alguien joven con un sueldo ínfimo se ofrecía a pagar. Hay cosas que se saben”. Pero esa lógica tácita del “quien más tiene, más pone” no siempre se aplica entre amigos, donde hablar de dinero suele estar mal visto.
Para ella, esa falta de claridad es precisamente el problema. Cree que si en un grupo se pudiera hablar abiertamente de cuánto gana cada uno y de lo que está dispuesto a gastar, sería más fácil organizar planes que no incomoden a nadie. “Como si fuera un impuesto progresivo”, dice. “Si en un Estado no todos contribuyen con la misma cantidad, quizá tampoco en un grupo de amigos debería esperarse lo mismo de todos”.
Solo el 35 % de los padres habla con frecuencia de dinero con sus hijos y muchos reconocen sentirse incómodos o poco preparados para hacerlo
En España —como en muchos países con una fuerte tradición cultural católica o mediterránea— hablar abiertamente sobre el dinero suele resultar incómodo o incluso tabú, especialmente en determinados contextos sociales. En 2022, un estudio de Funcas y el Instituto de Estudios Financieros señalaba que solo el 35% de los padres hablaba con frecuencia de dinero con sus hijos, y muchos reconocían sentirse incómodos o poco preparados para hacerlo. Hablar del sueldo también continúa siendo un tabú arraigado en muchas empresas. Según esta encuesta, realizada por SD Worx, en España solo el 40% de los trabajadores sabe lo que ganan sus compañeros.
“La educación financiera en España no ha tenido una presencia explícita en los currículos escolares hasta tiempos muy recientes, cuando ha comenzado a incorporarse de forma transversal en otras asignaturas”, afirma Roberto España, jefe de la División de Educación Financiera del Banco de España. El experto explica que, al igual que ocurría antes con la educación cívica o los primeros auxilios, la formación financiera se dejaba por completo en manos del ámbito doméstico, aunque en muchos hogares no se hable con total transparencia sobre los recursos de los que dispone la familia. “La educación financiera no consiste solo en adquirir conocimientos sobre el dinero. Es, sobre todo, la adquisición de hábitos y comportamientos orientados a una gestión sana y responsable de nuestras finanzas. Somos partidarios de que en el seno de las familias se hable abiertamente sobre el dinero”.
Quizá lo que hace falta es mirar hacia otros ecosistemas donde las diferencias económicas no parecen generar tanta incomodidad. ¿Cuántas veces hemos visto al séquito de un futbolista o un rapero —ese grupo de amigos de toda la vida que aparece en sus stories en yates, resorts o backstages— disfrutando del lujo sin aparentes preocupaciones? Mientras exista la desigualdad, tal vez no quede otra que asumirla sin culpa, y dejar que los amigos inviten.