
Violencia y política
Los atentados contra políticos no son exclusivos de la era dominada por Trump, ni siquiera de este siglo, pero lo que no había pasado nunca, ni siquiera en los 60 y los 70, es que quienes tienen el altavoz más grande -el presidente, el propietario de X o los congresistas- aprovechen cada ocasión para alentar más odio y violencia
El Rincón de pensar – El experimento de la cueva de los ladrones o por qué nos enfada tanto la política
La violencia política en Estados Unidos es consustancial a su fundación y ha dejado momentos muy dramáticos en la historia reciente. Basta mirar a un año -1968- cuando pensamos que esta década es única en el horror. En menos de cuatro meses, Martin Luther King y Robert Kennedy fueron asesinados y hubo disturbios, protestas y cargas policiales en ciudades de todo el país, el campus de la Universidad de Columbia y la convención demócrata en Chicago. Pero, aunque no único, lo que ha pasado durante la última década nos devuelve a los peores fantasmas del país.
A menudo no es fácil establecer una motivación clara y ligada a un partido en los atentados contra figuras públicas. Más de un año después del ataque contra Donald Trump en una pequeña ciudad de Pensilvania, sigue sin estar claro si el joven de 20 años que le disparó tenía un móvil político. Una extensa investigación del New York Times (disponible aquí en español) retrata a un chico con problemas mentales, poco explícito sobre sus inclinaciones partidistas y preocupado durante un tiempo por la polarización. En otros casos, como el asesinato de una legisladora de Minnesota y su marido en junio, el odio partidista que mueve al asesino ha sido explícito. Pero sea cual sea el caso del asesino del activista Charles Kirk, el contexto de agresión verbal y física de figuras públicas no ha hecho más que empeorar desde la irrupción de Donald Trump en política.
El lenguaje deshumanizante que el actual presidente de Estados Unidos ha normalizado en la conversación pública es especialmente peligroso en un país con más de 400 millones de pistolas y metralletas en manos de civiles (según la información disponible, en un cálculo difícil de estimar con precisión), algo que lo distingue de cualquier otro país amargado por la política. No hay que olvidar que Utah permite llevar armas escondidas o a la vista hasta en las clases y los campus de las universidades, también en la que fue tiroteado Kirk.
La aceptación de la violencia política es minoritaria, pero ha crecido en los últimos años en relación con la resistencia contra el Gobierno o incluso contra la expresión pública. El 11% de la población cree los civiles tienen derecho a recurrir a la violencia en algunos casos para conseguir objetivos políticos, según la última encuesta de YouGov. En casos concretos, se nota más inclinación a la violencia entre la población más joven. El 34% de los universitarios considera justificado algún tipo de violencia para impedir que un orador indeseable hable en un campus, según una encuesta reciente.
Los atentados contra políticos no son exclusivos de la era dominada por Trump ni siquiera este siglo, pero lo que no había pasado nunca, ni siquiera en los 60 y los 70, es que quienes tienen el altavoz más grande -el presidente, el propietario de X o los congresistas- aprovechen cada ocasión para alentar más odio y violencia.
Hay un efecto contagio también para políticos que hace años no eran así. En el caso de Minnesota este junio, ya casi ni fue noticia que Trump aprovechara para insultar al gobernador demócrata y ex candidato vicepresidencial, Tim Walz, pero llamó la atención que hasta un senador republicano antes más contenido repitiera insultos descabellados. Y también hay ejemplos en el Partido Demócrata, aunque no haya equivalente de alguien agresivo con tanto poder en el partido.
Estados Unidos es un ejemplo extremo de la llamada polarización afectiva, es decir el odio al otro por su pertenencia a un grupo o un partido político no tanto por sus ideas como por la asociación en sí misma, el clásico “nosotros contra ellos”, como detallaba en este ‘Rincón de pensar’ con la ayuda de grandes expertas en el tema. Muchos de los factores que acrecientan el problema son únicos por la segregación geográfica del país, sus leyes y sus excesos, pero la bronca general de no dar el beneficio de la duda al contrario ni en las peores crisis recuerda a lo que también pasa en España, donde la polarización afectiva también es muy alta.
Nada de lo que sucede en Estados Unidos es exactamente replicable ni comparable por la dimensión, la historia y las particularidades del país, pero a menudo sirve de aviso a navegantes de qué puede pasar en las peores circunstancias.