
La polarización son los padres
A ver si lo que genera el famoso malestar también tiene que ver con la capacidad de la democracia para promover ciudadanos libres y conscientes de sus derechos con independencia de dónde hayan nacido, quiénes sean sus padres, cuál sea su sexo, a quién recen o a quién amen
Admitámoslo. Como solucionadores de problemas no somos gran cosa. Tendemos a buscar, o una variable mágica, o una respuesta simple que lo expliquen todo y justifique hacer lo que el cuerpo nos pedía hacer desde el minuto uno. Tratamos los problemas colectivos como a los muebles de Ikea. La cosa tiene que tener su truco y cuando lo encontremos, problema resuelto. El truco de moda es la polarización, que lo explica todo y lo justifica casi todo.
Líbreme Dios de llevar la contraria a los expertos y los académicos más prestigiosos. Seguro que la polarización ha crecido exponencialmente y seguro que explica muchas cosas. Pero solo por debatir un poco, quisiera disentir —no mucho, lo justo— de algunas tesis que se ha convertido en aparentes certezas.
Una teoría recurrente suele atribuir a la llamada ‘clase política’ una responsabilidad mayor en esta exuberancia polarizadora. Una afirmación que encuentra un eco aplastante entre los mismos medios que jalean por sistema los discursos más agresivos y desprecian los mensajes más conciliadores, mientras lloran amargamente por la polarización; agentes más que activos de esta nueva ‘espiral de la estupidez’: no se compite por callar y ser aceptado en el grupo, se compite por decir la estupidez más brutal para ganar esa aceptación.
Sobran ejemplos de actores políticos alimentando la polarización. Pero si uno se remonta a los orígenes del fenómeno en su última ola, tendrá dificultades para identificar qué fue primero, si la oferta política o la demanda social. También comprobará que, por ejemplo en las redes sociales, los portavoces más activos de la polarización ni vienen de ni pertenecen a la política; más bien construyen su avatar sobre la antipolítica. No menos desconcertante resulta la constatación del enorme negocio económico que alimenta y sostiene el mercado de la polarización mucho antes de que los políticos se apuntaran; llegando como casi siempre tarde.
Otra idea muy extendida suele conectar la polarización con la creciente insatisfacción y el malestar de una sociedad que no ve atendidas sus demandas ni sus necesidades; el ya clásico malestar de los hijos que van a vivir peor que sus padres. Los datos no permiten ni de lejos afirmar semejante empobrecimiento, pero da igual; es una batalla perdida. Tampoco seré yo quien discuta cómo se sienten unos y otros. Pero me cuesta aceptar esa visión adanista e irresponsable de las mayorías y de los votantes donde nunca les queda más remedio que votar lo que votan y no votarían a xenófobos, homófobos, autoritarios o cantamañanas bajo otras circunstancias.
Puede que sí. Pero también puede que voten así porque eso es lo que piensan, sienten y desean. Lo que les molesta y perturba no proviene del fracaso del sistema o de la democracia sino precisamente de lo contrario: de sus éxitos. No se trata tanto de los fracasos —innegables y visibles— de nuestras democracias, sino su capacidad —innegable y visible— para promover y afirmar la igualdad entre hombre y mujeres, los derechos de las minorías o los derechos de los migrantes. No es el feminismo; es que la mujer ya no sabe cuál es su sitio. No son los gais, o los trans: es que caminen por la calle como si también fuera suya. No son los migrantes; es que ya no quieran trabajar por la cama y la comida.
A ver si lo que genera el famoso malestar también tiene que ver con la capacidad de la democracia para promover ciudadanos libres y conscientes de sus derechos con independencia de dónde hayan nacido, quiénes sean sus padres, cuál sea su sexo, a quién recen o a quién amen.