
Tu hijo vapea, tú pagas
Acabar con los vicios que nos hacen daño puede considerarse una cruzada virtuosa y salutífera o una intromisión exacerbada y autoritaria del Estado en cuestiones privadas, siempre que no produzcan molestias a terceros -¿en qué molestan las snus que en los países nórdicos son lo más?-. Al menos debemos debatirlo
La nueva campaña antitabaco de Sanidad insta a usar la boca “para algo más que vapear”
Libertad es la tranquilidad del ciudadano de que el gobierno no lo sojuzgará»
¡Si los padres del mundo hubieran sabido que bastaba con que Mónica lo prohibiera!
Adiós a las razias de dormitorio buscando restos de tabaco, al “échame el aliento” al llegar a casa. Adiós a los calcetines cómplices de la cajetilla, a los chicles de menta, al no lo hago delante de ti pero espera que te des la vuelta. Bastaba con el advenimiento de Mónica García que, iluminada, metiera al Estado en ese campo de batalla en el que hasta ahora sólo se cruzaban las armas del afán adolescente por ser mayor cuanto antes y la de los padres veladores por la salud que prohibiendo querían proteger.
Faltaba ella, pero ha llegado. Ha decidido que no sólo va a multar a los menores que se enciendan un piti o vapeen, aunque sea sin nicotina, sino que, como no tienen un duro, la multa la van a pagar sus padres; esos que no pueden conseguir que con su prohibición el adolescente se abstenga del vicio. O sea que a la frustración de los progenitores por la desobediencia y por la impotencia para parar los experimentos de sus hijos se va a unir la cartera. Lo cuento como una coña y no lo es. Tras esta medida coercitiva se esconde toda una forma autoritaria y recaudatoria de ver el mundo y una confusión terrorífica entre la responsabilidad de los padres por los daños a terceros causado por sus hijos. Esperanza Aguirre la impuso para chavales que bebieran en la calle o pintaran grafitis, afirmando que se inspiraba en la lucha contra la kale borroka, que había sido muy efectiva; derivó así a los padres la responsabilidad respecto a cosas que ellos mismos no pueden controlar. Nadie debiera ser castigado por hechos que no ha cometido, que no está en sus manos evitar y que, además, no suponen un daño cuantificable para terceros. Lo de los principios jurídicos, los derechos y las libertades no parece rezar para la monja-alférez en lucha contra el vicio del que va a rescatar a la ciudadanía toda.
Es un rescate a medio gas puesto que, a la par, se ha negado a prohibir la venta de vapeadores en establecimientos a los que tienen acceso incontrolado los menores, como peluquerías, tiendas de conveniencia, chucheros y otros por el estilo. Tampoco ha querido prohibir que tengan forma de Bob Esponja o de otros temas infantiles. Eso no lo toca, no obliga a expenderlos en tiendas de especialidad o tiendas de vapeo y estancos donde la venta esté supervisada. Está en otras cosas. Tampoco ha prohibido consumir alcohol a los menores. Venderlo sí, consumirlo no. Mucho menos se ha impuesto nunca una multa a los padres porque sus adolescentes fueran pillados en leso botellón, pero si lo que se llevan a la boca para sentirse mayores es un cigarrillo electrónico, aunque sea sin nicotina, o si vapean inocentes hierbas ¡ayy entonces!! Ustedes los que tienen adolescentes a su cargo verán si son capaces de cumplir la norma de Mónica, aunque lo de pagar no van a poder discutirlo.
No estoy defendiendo el hábito de fumar. Lo dejé hace treinta años consciente de sus riesgos y coste, que alguna señal queda en mis pulmones. Ni la más aviesa persecución de mis padres me contuvo. Fui yo la que decidí dejarlo; les recomiendo encarecidamente que no empiecen nunca o que procuren dejarlo. Lo que considero absolutamente inaceptable es la idea de que el loable fin de acabar con los fumadores se imponga mediante medios difícilmente aceptables en una democracia occidental. No hay un solo país europeo que haya prohibido fumar o vapear, incluso sin nicotina, a los menores; sí, por supuesto, la venta. Mucho menos se les ha ocurrido multarles mínimo con cien euros cada vez que les pillen -no sé qué efectivos de policía tenemos para esta persecución- y hacer caja con los padres. Esta ocurrencia, porque es una ocurrencia, ya marca todo el anteproyecto como algo alejado de la lógica y de la proporcionalidad que debe regir toda norma coercitiva.
Bien está cambiar de opinión. Ahí tenemos a la Mónica García que en mayo de hace tres años pedía formalmente la legalización del uso recreativo de la marihuana, “una gran oportunidad para garantizar la salud pública, las libertades de los adultos y para reducir el mercado negro” y que ahora no quiere que los adultos consuman ni tabaco ni productos derivados de este, ni siquiera al aire libre. Aceptemos que el humo en las terrazas puede molestar a otros consumidores, ¿eso justifica prohibir el consumo de productos que no producen humo como los cigarrillos electrónicos o tabaco calentado o como se llamen ahora? Tampoco lo permitirá en las aceras ni a quince metros de los edificios públicos -verán qué discusiones contencioso-administrativas tendremos por la medición-.
¿Qué clase de cruzada es esta, señora mía? Y, sin embargo, no va a prohibir la nicotina ni la va a considerar sustancia tóxica o nociva, sólo va a poner palos en la rueda de una industria que, por cierto, afirma que hace tiempo que puso como objetivo estratégico cambiar a “sin humo”. “La salud siempre está por encima de los intereses comerciales”, dice, sin que le arredren ni los hosteleros ni las decenas de pymes, sobre todo catalanas, del sector. Yo en eso no me meto, que bastante negocio tienen las arcas públicas con los impuestos a una sustancia que combaten, pero les lucra y, ahora, con las multas, que pueden llegar a 600.000 en según que conceptos; otra locura.
García está en cruzada contra los productos del tabaco -no contra el consumo de alcohol, que no penaliza, ni contra el sedentarismo, ya que, si no, desgravarían los gimnasios o multaría la falta de ejercicio y otros tantos vicios de la sociedad que perjudican a la salud-, respaldada por asociaciones que piden regulaciones maximalistas. Lo entiendo porque es el poder público el que tiene que ponderar hasta dónde se debe llegar. Quiere “desnormalizar el consumo”, a pesar de que en las ficciones de cada día fume hasta el tato y de que hayamos normalizado casi la cocaína (o, al menos, la hayamos mitificado en la cultura popular, al convertirla en signo de estatus y diversión a la vista de todos).
Acabar con los vicios que nos hacen daño puede considerarse una cruzada virtuosa y salutífera o una intromisión exacerbada y autoritaria del Estado en cuestiones privadas, siempre que no produzcan molestias a terceros -¿en qué molestan las snus que en los países nórdicos son lo más-. Al menos debemos debatirlo. ¿Ha existido o existirá una sociedad sin ningún vicio? La selección de los “vicios” intervenibles por el Estado, ¿está cerrada? ¿Llegaremos a poner multa por follar sin condón, que también es arriesgadísimo y produce sobrecarga a la sanidad pública?
Cuando la ministra dice que existe “consenso social” para la medida, creo que se mueve en una burbuja, dado que no todo el mundo apoya tal exceso. Y cuando exige “consenso parlamentario”, porque en su cabeza el pueblo está con ella, entonces se pasa al bando del populismo más burdo. Es su proyecto estrella, está claro, queda menos tiempo, no repetirá en la cartera y las esperanzas de ganar Madrid han descendido desde la llegada de Óscar López. El PSOE por su cuenta nunca hubiera propuesto algo tan radical y discutible. Es su cartucho y lo prende, que eso aún no lo ha prohibido.