Mis amigos de internet dicen que tengo razón

Mis amigos de internet dicen que tengo razón

Hay que tener el ego de un panteón de dioses griegos para dejar de ser de izquierdas porque la gente de izquierdas no deja de decirte que eres un puto facha. El problema es de la izquierda, que no acepta tu discurso, y el problema es de tus amigos, que son unos pieles finas

Hace años había en mi grupo de amigos un muchacho majete y simplón que jugaba a fútbol. Por qué se juntaba con aquella turba nuestra de marihuanos, grafiteros y haraganes ramplones es cosa suya y un misterio que jamás entenderé, pero ahí estaba. Casi siempre de brazos cruzados cuando hablábamos de nuestras cosas porque nuestras cosas ni las entendía ni tenía intención de hacerlo; casi siempre tratando de desviar las conversaciones hacia cosas como el fútbol, o las tías, o sobre esas fiestas de gente vestida slim fit y repeinada como un tertuliano de Telecinco o sobre asuntos sobre los que nosotros poco o nada teníamos que decir, porque ni nos gustaba el mismo fútbol, ni las mismas tías y además vestíamos como nazarenos fuera de servicio, pero coexistíamos. Supongo.

Un verano planificamos salir por el Orgullo en Madrid -pongámosle 2015 o 2016- y entre discusión y discusión sobre tiempo y forma, el colega nos soltó que si teníamos intención de hacer algo más que ir al Orgullo, porque él no quería estar todo el día rodeado de maricones. Él no era alguien que se manejase con la ironía propia ni con la ajena y entendimos que simplemente era un homófobo de mierda y no lo sabíamos. No fue instantáneo porque lo abrupto quebranta la elegancia, pero no tardamos casi nada en dejar de ser amigos suyos. Un año y pico después me lo crucé y lo saludé, y de mala gana me devolvió el saludo. Me reprochó que dejásemos de hablar por el grupo -hicimos uno paralelo en el que él no estaba- y casi no volvió a saber de nosotros. Le dije que fue por aquello del Orgullo y me dijo que éramos unos radicales, que a ver si por pensar diferente a nosotros teníamos que dejar de ser amigos. También me consta que está muy activo en redes sociales últimamente con el tema de la inmigración.

Esta semana, he escuchado decir a un conocido tertuliano, un paladín de lo políticamente incorrecto, que empezó a dejar de considerarse una persona de izquierdas cuando, cito textualmente, la izquierda de su tiempo le demostró una intransigencia que no había visto en las derechas, de las que él estaba en contra. Esa intransigencia, dice, la vio en amigos suyos que, cuando comenzó a escribir artículos en contra de las políticas feministas, empezaron a decir que tan amigos suyos no eran. Esto solo confirma la tesis de que la gente se radicaliza cuando se empiezan a quedar solos porque sus amigos han dejado de aceptar sus ideas de mandril y necesitan de cámaras de resonancia en internet que validen y mantengan al alza esas autoestimas minúsculas. 

La soledad tiene un efecto acelerador sobre la ideología, porque el cerebro busca validar sin contrapesos una zona de pensamiento en la que se siente cómodo. Las redes sociales funcionan como espejos infinitos: cada like, cada comentario que coincide con la propia visión, refuerza el sentido de pertenencia y confirma que no se está equivocado. La radicalización no surge de la lógica o de la deriva del pensamiento crítico, surge de la necesidad de sentirse acompañado, de que alguien más respalde lo que uno piensa cuando el mundo cercano ha dejado de hacerlo. Ese aislamiento convierte las ideas en una forma de refugio y las comunidades en escenarios donde se mide la lealtad más que la verdad. La política y la moral se mezclan con la urgencia de reconocimiento, y los discursos extremos prosperan no tanto por convicción profunda como por el impulso de encontrar resonancia allí donde antes solo hubo rechazo.

Hay que tener el ego de un panteón de dioses griegos para dejar de ser de izquierdas porque la gente de izquierdas no deja de decirte que eres un puto facha. El problema es de la izquierda, que no acepta tu discurso, y el problema es de tus amigos, que son unos pieles finas y no tienen ganas de estar aguantando la cantinela de un cuarentón mal peinado sobre no sé qué tropelías de unas políticas de género. Pero todo va bien porque tus amigos de internet dicen que molas mogollón.