Gimnasio 24 horas

Gimnasio 24 horas

Lo perverso es que esta tendencia se nos vende como amor propio, como gestos de autocuidado. Para qué exigir unas condiciones de trabajo más compatibles con la vida si podemos enfocar nuestra energía y el escaso tiempo libre en sacar el máximo rendimiento de nuestro cuerpo

Es de noche y estoy agotada tras una larguísima jornada de trabajo. Miro la pantalla del móvil sin sentido alguno. Con la observación he aprendido que es la forma que busca mi cerebro de ponerse un rato en blanco, de entrar en una especie de estado vegetativo en el que no tiene que realizar tarea alguna. Y ahí, en la pantalla, me aparece uno de esos artículos patrocinados: “Abre sus puertas en tu ciudad el primer gimnasio abierto 24 horas, todos los días del año”. 

Me detengo ante ese artículo como una frenada en seco y, de inmediato, pienso qué clase de personas van a un gimnasio a las tres, a las cuatro, a las cinco de la mañana, en Navidad, en una noche de verano o en un domingo de abril. Como me dedico a esto del cine, enseguida me imagino la escena. Un travelling lateral, una ciudad nocturna iluminada por neones, calles vacías, edificios de oficinas con ventanas encendidas y una fachada acristalada tras la que vemos a personas pedaleando como autómatas bajo la luz fría del gimnasio 24 horas. Podría ser una película de ciencia ficción, pero es un escenario real en muchas ciudades del mundo. 

Los gimnasios 24 horas vienen de Estados Unidos, donde existen desde los años 80 y se han extendido por toda Europa. Responden a una lógica reconocible, la de la hiperproductividad y la búsqueda del máximo rendimiento, incluso de nuestros propios cuerpos. 

En su libro Desconexión, Roisin Kiberd describe cómo las horas de trabajo en el escritorio se compensan con horas de gimnasio, cómo estos espacios aparecen incrustados en barrios de oficinas, en sótanos o centros comerciales, como un eslabón más de la cadena laboral: “Para alguien cuyo mundo ha quedado delimitado por un circuito que consiste en oficina, desplazamiento al trabajo y casa, el gimnasio brinda una experiencia ilusoria de espacio: ofrece un suministro infinito de terrenos donde correr, ir en bici o esprintar, contenido por arte de magia, en un solo sitio”. 

Hacía un día precioso, los almendros estaban en flor y la luz caía sobre el verde del monte. Al girar la cabeza hacia mi derecha descubrí un gimnasio instalado sobre un supermercado. Tras el cristal, varias personas corrían en cintas y pedaleaban en bicicletas estáticas a un ritmo frenético. Me parecieron hámsters enjaulados en medio de un paisaje vivo y hermoso, y sentí tristeza

Recuerdo una imagen de la primavera pasada. Estaba en Oviedo y subí a ver Santa María del Naranco. Después decidí bajar caminando. Hacía un día precioso, los almendros estaban en flor y la luz caía sobre el verde del monte. Al girar la cabeza hacia mi derecha descubrí un gimnasio instalado sobre un supermercado. Tras el cristal, varias personas corrían en cintas y pedaleaban en bicicletas estáticas a un ritmo frenético. Me parecieron hámsteres enjaulados en medio de un paisaje vivo y hermoso, y sentí tristeza. 

Recientemente, Skims, la marca de Kim Kardashian, lanzó a la venta una especie de faja de compresión para la cara que promete reducir la papada y redefinir la mandíbula mientras duermes. Algo similar a un instrumento de tortura, una oportunidad de optimizarte y “corregirte” durante el sueño. Porque si no, qué pérdida de tiempo. El producto en cuestión, se agotó de inmediato. 

Lo perverso es que esta tendencia se nos vende como amor propio, como gestos de autocuidado. Para qué exigir unas condiciones de trabajo más compatibles con la vida si podemos enfocar nuestra energía y el escaso tiempo libre en sacar el máximo rendimiento de nuestro cuerpo.  

En estos días en los que el Congreso ha tumbado el proyecto de ley para la reducción de la jornada laboral, la trampa queda revelada. La misma ideología neoliberal que convierte el tiempo en un recurso productivo que exprimir, que desplaza la responsabilidad colectiva hacia la autoexigencia individual o que nos hace creer que nos cuidamos cuando nos encerramos a sudar en un gimnasio a media noche o nos ponemos una banda compresora en la cara, nos niega el único y verdadero acto de cuidado: el derecho al tiempo para vivir. Que no se nos olvide.