Lo que esconde Linda Ronstadt

Lo que esconde Linda Ronstadt

El  futuro era un tiempo verbal que se escondía entre los surcos de aquel disco de Linda Ronstadt, con mariachis, jarochos y huapangos; tequila licor de gusano y los latidos de un corazón roto bajo la lluvia

Siento atracción hacia la literatura popular, la del quiosco de toda la vida. Aprendí a leer con las novelas del Oeste que firmaban tipos de la talla de Silver Kane, Edward Goodman o don Marcial Lafuente. Con ellos fui descubriendo el mundo, un espacio forrado como un ataúd donde no había tiempo para leer frases largas; tampoco para beber algo más flojo que un güisqui a palo seco. 

Cuando conseguí acabar con los licores del mueble bar del salón, y antes de que mi padre echara en falta algunas botellas, apareció Stephen King a rescatarme; y con él sigo hasta el día de hoy. Su manera de contar -embaucándome en cada historia como si se me fuese la vida en ella- debe su inspiración a los cómics de terror norteamericano, a la literatura pulposa y al conde Drácula, novelita con la que a Bram Stoker le salieron los dientes. Pero también están Hammett y Chandler, sus diálogos secos como el Martini seco; frases que raspan la garganta igual a un licor áspero, mal destilado, pero con la suficiente graduación como para tumbarte sobre la barra de la taberna de la esquina, ahí donde los marineros juegan a los dados y escupen su suerte al serrín del suelo. 

Lo último que he leído de Stephen King se titula Rita Hayworth y la redención de Shawshank, una novela corta que aparece junto a otras en una colección titulada Las cuatro estaciones (Debolsillo), y que me ha devuelto el gusto por la literatura popular; la que te lleva a devorar un libro más que a leerlo, como si me hubiese convertido en un caníbal insaciable ante la carne poco hecha de las historias de King. En este caso, la crudeza de su narrativa nos traslada hasta un presidio, una cárcel donde uno de los presos tiene un póster de Linda Ronstadt en la pared de su chabolo. Para quien no lo sepa, Linda Ronstadt es una cantante fronteriza que igual se marcaba un rockata que le cantaba a los vaivenes de un toro mecánico.  

Con su aparición en la novela de Stephen King he vuelto a recordar la música que me acompañó durante uno de mis fracasos sentimentales, cuando mi mujer de entonces se largó una mañana de lluvia tras los pasos de otro hombre, un viejo pálido y con el riñón cubierto que le hizo sitio bajo su paraguas. Pero dejémosla ahora y volvamos con la Ronstadt, una chica de Arizona que creció entre rancheras mexicanas y que, llegado el momento, se marcó un disco de mariachis que yo he desempolvado en estos días, gracias al relato de Stephen King. El disco se titula Canciones de mi padre y yo lo escuchaba borracho, desafinando con mi voz por encima de la de la Ronstadt. Porque quería morir cantando como mueren las cigarras.  

Ahora, todo aquello quedó atrás, pero entonces ninguna de las cosas que me sucedían tenía futuro, todo era presente y el pasado quedaba tan cerca que todavía se podía remediar. Por decirlo de alguna manera, el  futuro era un tiempo verbal que se escondía entre los surcos de aquel disco de Linda Ronstadt, con mariachis, jarochos y huapangos; tequila licor de gusano y los latidos de un corazón roto bajo la lluvia. Tardé en darme cuenta de que nada es eterno, y que todo paraguas se cierra con la salida del sol.