Así se desmoronan las democracias

Así se desmoronan las democracias

La invocación del “enemigo interior” no solo legitima la represión. También tiene otros efectos buscados: genera miedo, fomenta la autocensura y favorece la expansión del movimiento autoritario. Como cualquiera puede ser acusado de simpatizar con el enemigo, el silencio y la discreción termina imponiéndose

«¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?» fueron las primeras palabras que pronunció Cicerón en el Senado romano en el año 62 a. n. e. Con ellas denunciaba la conspiración de Lucio Sergio Catilina, senador y aspirante a cónsul, que supuestamente pretendía acabar con la República mediante un golpe de Estado. Desvelado el complot, el Senado declaró a Catilina hostis publicus (enemigo del pueblo), una figura jurídica reservada para los adversarios internos elevados a la categoría de enemigos de la comunidad política.

Catilina acabó suicidándose tras una derrota militar contra las tropas senatoriales, mientras que sus seguidores fueron condenados a muerte. El salvador de la República, Cicerón, tampoco escaparía a ese destino: años más tarde fue proscrito y asesinado por orden de Marco Antonio en el marco de la descomposición final de la República romana. La ironía es evidente: quien había invocado la categoría de “enemigo del pueblo” terminó convertido en uno de ellos. El recurso, sin embargo, sobrevivió a Roma y se instaló para siempre en la caja de herramientas del poder, reapareciendo una y otra vez en reinos, imperios y naciones de todas las épocas. De hecho, para que funcione no hace falta que haya conspiraciones reales, sino solo que sea creído así por parte de la población.

Es un recurso que está también muy presente la era contemporánea. El historiador Robert Paxton recuerda en The Anatomy of Fascism (2004) que una de las características esenciales de los movimientos fascistas del siglo XX fue la construcción sistemática del “enemigo interior”, indispensable para “inflamar la imaginación fascista”. Una vez erigido el ideal de un Estado nacional homogéneo, cualquier diferencia se volvía sospechosa. El resultado fue la persecución de quienes encarnaban esa alteridad: los judíos, socialistas, comunistas, homosexuales, o minorías étnicas, convertidos todos en obstáculos a eliminar para consolidar el proyecto fascista.

Desgraciadamente, esta retórica no pertenece al pasado. En un discurso ante generales del ejército, Donald Trump acaba de afirmar que «América está siendo invadida desde dentro. No es distinto a un enemigo extranjero, pero en muchos aspectos es más difícil porque no llevan uniformes. Al menos cuando llevan uniforme puedes eliminarlos». El paralelismo con los mecanismos clásicos del autoritarismo es transparente: designar enemigos internos, señalarlos como invasores y recurrir a las Fuerzas Armadas para combatirlos. Es, en sí mismo, una pulsión antidemocrática de primer orden.

Pero la invocación del “enemigo interior” no solo legitima la represión. También tiene otros efectos buscados: genera miedo, fomenta la autocensura y favorece la expansión del movimiento autoritario. Como cualquiera puede ser acusado de simpatizar con el enemigo, el silencio y la discreción termina imponiéndose. Al mismo tiempo, opera como mito movilizador: el líder aparece como salvador providencial frente a la amenaza existencial que él mismo ha inventado. El peligro del desarrollo de estas ideas es autoevidente, y disponemos de demasiados ejemplos en la historia reciente.

No obstante, hay que precisar que no se trata de un rasgo exclusivo del fascismo. El estalinismo también recurrió al “enemigo del pueblo” para justificar purgas masivas, incluso contra comunistas críticos con Stalin. En el terreno de los partidos políticos, la lógica también ha sido recurrente: movilizar a la militancia en torno al líder creando un “otro interno” al que depurar. Un “otro” que supuestamente conspira contra la esencia de la organización, que a su vez está encarnada por el líder o la cúpula dirigente. El dogma estalinista de que “el partido se fortalece depurándose” resume esta dinámica: una práctica que, lejos de reforzar, termina por debilitar el instrumento de intervención política (algo que podía “permitirse” Stalin, que tenía el control sobre el Estado, pero no el resto de los partidos).

Con todo, en España a nivel nacional este recurso es patrimonio exclusivo de las derechas. Como ya he denunciado en otras ocasiones, desde hace más de un siglo, la derecha española recurre de manera habitual a esta estrategia. En la idea progresista de España caben todos, pero no ocurre al revés. Ya Menéndez Pelayo había fijado en el siglo XIX la idea de que la esencia de España se identificaba con determinados valores e identidades —en particular, los religiosos—, trazando así una frontera imaginaria entre una “España auténtica” y una “España desviada”. Esa división cristalizó después en la noción de la “anti-España”, utilizada tanto por la dictadura de Primo de Rivera como, de forma aún más sistemática, por el franquismo. Hoy los ecos de esa polarización deliberada resuenan en casi todas las intervenciones de la extrema derecha y, con frecuencia, también de los conservadores. Presentándose como salvadores frente a supuestos “enemigos interiores”, las derechas polarizan y tensionan el campo político con la expectativa de obtener un rédito electoral de esa división artificial. 

Por fortuna para nosotros, en España esas derechas permanecen todavía en la oposición. En Estados Unidos, en cambio, Donald Trump conserva la capacidad de desplegar esta estrategia con toda su potencia. Su insistencia en señalar enemigos internos no es solo un mecanismo de guerra preventiva contra la disidencia: es también una advertencia clara de lo que está por venir. Nada puede sorprendernos de quien no dudó en alentar y justificar el asalto al Capitolio, o del movimiento fundamentalista religioso que le apoya mientras interpela sobre la necesidad de extirpar al diablo supuestamente escondido en el interior de la sociedad estadounidense. Y si bien la historia nunca se repite con exactitud, es importante conocerla para detectar los rasgos más alarmantes. 

Recordemos que el recurso al enemigo interior no es solo un mecanismo de guerra preventiva contra la disidencia: es la antesala del autoritarismo. Cada vez que un poder político señala a supuestos enemigos internos, lo que hace no es proteger a la democracia, sino aplicar al pie de la letra la teoría de Carl Schmitt: disolver la política en guerra. Y es ahí donde debemos ser claros: no hay democracia posible si aceptamos que parte de la ciudadanía sea declarada enemiga, y no hay libertad si la crítica se convierte en traición. No sé si la democracia de Estados Unidos está ya inevitablemente condenada, pero desde luego sí que está gravemente amenazada. Y tanto el Reino Unido como España pueden seguirles el paso si, como apuntan las encuestas, los elementos más reaccionarios llegan al poder en las siguientes elecciones. Ninguna democracia está asegurada de una vez para siempre.