
‘The Smashing Machine’, The Rock busca el Oscar (y credibilidad como actor) en un drama bienintencionado y convencional
Benny Safdie se separa de su hermano Joshua para dirigir en solitario el biopic de un famoso luchador, Mark Kerr, olvidando la aspereza e incomodidad que marcaron sus inicios
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Fue llamativo que, durante su discurso de agradecimiento al ganar el León de Plata a la Mejor dirección en el último Festival de Venecia, Benny Safdie no mencionara a su hermano Joshua. Antes de dirigir en solitario The Smashing Machine ambos cineastas neoyorquinos se habían dado a conocer en dupla, y el “olvido” en el discurso de Benny insinuaría que la separación no se ha dado en los mejores términos. Aunque más interesante que esto fue que aparte de su gratitud a los miembros del equipo Safdie asegurara haber acuñado un término que definía su película, “empatía radical”. Es lo que terminaba de remitirnos a cuando, hace justo 17 años, otra película dedicada a un luchador había triunfado en Venecia, esta vez alzándose con el máximo galardón del certamen.
El luchador de Darren Aronofsky ganó el León de Oro a Mejor película en 2008. Y, como The Smashing Machine, encajaba bien con ese término. Empatía radical. Es la que, por un lado, conectaría con individuos rotos, al borde del colapso, que física y psicológicamente lo dan todo en una competición esencialmente absurda. La que por otro, al perseguir su subjetividad, haría suyos sus excesos y remodelaría el mundo según su mirada. Aronofsky, cuyo cine siempre ha querido pornografiar la miseria, pudo darse un festín en este sentido con El luchador —contemplando el sufrimiento de Mickey Rourke con una pasión casi fetichista—, mientras cualquiera podría pensar, según las colaboraciones previas de Benny con Joshua, que pasaría algo parecido en The Smashing Machine.
No es el caso. Pese a que el protagonista de The Smashing Machine es luchador de MMA (artes marciales mixtas) y —al contrario que Rourke— se pega “de verdad”, The Smashing Machine es mucho menos violenta y áspera. Quizá porque es el respetuoso biopic de un atleta auténtico, Mark Kerr —pionero de un deporte que despegó a finales de los 90, mucho después de que la lucha performática ya hubiera impulsado a varias estrellas de la World Wrestling Entertainment (WWE)— y quizá porque un tratamiento del gusto de Aronofsky nunca habría contado con la atención de alguien como Dwayne Johnson. El actor respondía al nombre de The Rock cuando entre los 90 y los 2000 había ascendido a la fama dentro de la WWE —casi de forma simultánea a Kerr—, y que durante mucho tiempo había sido la estrella definitiva de Hollywood.
Objetivo: un Oscar para The Rock
Hubo un tiempo en el que Dwayne Johnson aseguraba que podía postularse a presidente de los EEUU. Su salto de la lucha libre profesional al cine se había topado con tal éxito como para ganar sueldos astronómicos alrededor de la segunda década de los 2000, e inspirar una simpatía inmensa en el público. Lo logró sobre todo con películas familiares y comedias de acción que, cuando no eran del gusto de la crítica, enfadaban a The Rock. Solo era entretenimiento, decía, los críticos no sabían divertirse. Ahora, sin embargo, es a este mismo sector al que Johnson se encomienda para la acogida de The Smashing Machine, siendo su regreso al cine de autor tras películas tan estimables como Southland Tales de Richard Kelly o Dolor y dinero de Michael Bay.
¿Qué ha motivado este regreso? Desde luego que la figura de Mark Kerr le atrae, pero es difícil no percibirlo como un cambio de rumbo necesario cuando el estrellato de Johnson ha decaído considerablemente. Su accidentado paso por DC, a través de Black Adam, la mala prensa que reunió por sus hábitos en el rodaje con Red One —una película que tuvo malas críticas incluso para los estándares de la carrera del actor—: todo habría favorecido que Johnson quisiera buscarse uno de esos vehículos destinados al Oscar tan gratificantes. Donde demostrara que era un actor serio y todas las reseñas alabaran, con un deje de sorpresa, su talento interpretativo.
Aceptemos entonces que Johnson está estupendo en The Smashing Machine. Pero aceptémoslo sin sorpresa, por cuanto la película de Benny Safdie parece diseñada al milímetro para ello. No es solo que Johnson, como es habitual, figure como productor por aquí —con su sello Seven Bucks—, sino que además el filme se presta al tono habitual de las intervenciones públicas de la estrella. Declaraciones afables, defendiendo el gusto populista, mientras Johnson se esmera en seguir puliendo su imagen de hombre hecho a sí mismo. Lo de Seven Bucks se debe a que eran “siete dólares” los que llevaba en el bolsillo cuando probó suerte en la WWE, tal y como muchos supieron cuando se estrenó la serie Young Rock en 2021. Un biopic dedicado a él mismo: a The Rock.
Johnson acostumbra a hablar de la importancia de perseguir tus metas, del trabajo duro, del sueño americano. Y lo hace en unos términos que The Smashing Machine apenas matiza, en lo que resulta la mayor sorpresa si acudimos a ella por la firma “Safdie”. Su visión de la lucha como un deporte edificante contrasta enormemente con el referente obvio si hablamos de este tipo de películas, Toro salvaje. El cual también era un biopic —solo que uno que difícilmente iba a gustarle a Jake LaMotta—, y el choque es más ruidoso por cuanto Scorsese ha acostumbrado a ser enarbolado como referente indiscutible del cine que Benny había venido haciendo junto a su hermano.
Dwayne Johnson y Emily Blunt en ‘The smashing machine’
Al cine de los Safdie lo caracterizaba un ritmo espídico, consustancial al terremoto interno de unos personajes perdidos en el caos urbano, y acostumbrados a tomar las peores decisiones posibles. No era un cine que juzgara —de hecho podríamos volver a recurrir a lo de la “empatía radical”—, aunque tampoco ocultaba las consecuencias más turbias de estos actos ni llegaba a disculpar esas pulsiones egoístas o violentas. Por eso era tan adecuado acordarse de Scorsese frente a los protagonistas de Heaven Knows What, Good Time —la película que les dio a conocer, gracias a la presencia de Robert Pattinson— o Diamantes en bruto, que con Adam Sandler al frente supuso la gran consolidación en 2019, dándoles un Independent Spirit Award a la Mejor dirección.
Después de Diamantes en bruto los Safdie se separaron. “Llegamos a un punto en el que dijimos ‘yo estoy interesado en esto’, ‘yo en esto otro’”, explicó Benny, que en los últimos años además había querido probar suerte con la interpretación en proyectos como Licorice Pizza u Oppenheimer. Sorprendentemente, aunque se hayan distanciado sus trayectorias inmediatas comparten el interés por personajes reales. No es nuevo en ellos —su primera película juntos, Daddy Longlegs, se basaba en su padre, mientras que Heaven Knows What recreaba las propias vivencias de la actriz Arielle Holmes y el documental Lenny Cooke se centraba en el jugador de baloncesto homónimo—, pero tiene su gracia que The Smashing Machine preceda en el tiempo a Marty Supreme, el biopic de un jugador de ping-pong que dirige Joshua Safdie y protagoniza Timothée Chalamet.
Lo que queda de los Safdie
Habrá que esperar a ver Marty Supreme para comprobar cómo le ha sentado la separación a los dos Safdie —el filme que se estrena este invierno quiere darle al parecer un enfoque más imaginativo al típico biopic—; mientras tanto, ciñéndonos a Benny, la sensación es agridulce.
Desde luego la película conserva en parte la energía y textura del cine de los hermanos. El trabajo fotográfico de Maceo Bishop es espléndido y múltiples decisiones felices atraviesan la realización de Benny, diferenciando formalmente a The Smashing Machine de la típica gesta deportiva. Los combates de Kerr, por ejemplo, están rodados desde fuera del cuadrilátero —o mejor dicho, del octágono, que es donde tienen lugar estos encuentros—, recabando intensidad con un ángulo inverso al de Scorsese en Toro salvaje. Mientras que Scorsese quería narrar la violencia desde el punto de vista del boxeador, Safdie se refleja en la retransmisión televisiva —o la experiencia del público en las gradas— y separa estos segmentos de la vida privada de Kerr, narrada con la fragmentación y la cámara al hombro tan habituales en el cine que había hecho con su hermano.
Dwayne Johnson como Mark Kerr en ‘The Smashing Machine’
Estos segmentos, centrados sobre todo en la tensión conyugal con la novia de Kerr, Dawn —interpretada por la siempre sólida Emily Blunt tras ya haber sido pareja de Johnson en Jungle Cruise—, se impregnan de una pirotecnia psicológica más del estilo de John Cassavetes que del de Scorsese. Hay otra separación con Toro salvaje aquí, pues antes que la violencia directa Safdie prefiere retratar el dolor y los arrebatos de la confusión compartida, introduciéndose de lleno en el terreno del melodrama. Aunque seguramente se deba a la presencia conjunta de Johnson y Kerr en la producción —exigiendo un terreno más cómodo y respetuoso con la figura del protagonista—, no por ello hay que desdeñar el ritmo modélico de estos encuentros y su sonoridad. La discusión final, por ejemplo, está enmarcada por Bruce Springsteen en crescendo. Y está logradísima.
El problema es que, contando con aciertos de este calibre, The Smashing Machine solo funciona a chispazos. Esta voluntad de distinción del biopic convencional es, antes que cualquier cosa, meramente retórica, y se aprecia bien cuando Safdie busca hacerle un homenaje a Rocky. Hay una secuencia de entrenamiento previa al gran combate de Kerr que, en lugar de la triunfal Gonna Fly Now de la película de Sylvester Stallone, cuenta con el lecho musical de la versión de My way a cargo de Elvis Presley. Una canción mucho más melancólica, achacable a la dignidad de la derrota que entonces se pretende conjurar. Solo que, ¿no era justo de eso de lo que hablaba la primera Rocky? ¿De la dignidad de esos perdedores que al final ganaban poéticamente? Y Rocky, a fin de cuentas, es la película que le arrebató el Oscar a Taxi Driver. Otra película de Scorsese.
El recorrido dramático de The Smashing Machine se centra en la aceptación de la derrota de Mark Kerr y en cómo va asumiendo que la gloria llega a su fin. Johnson hace entonces un buen trabajo vinculando inequívocamente este proceso a la masculinidad herida, y refuerza como virtud categórica de The Smashing Machine la nobleza con la que afronta su historia. Al mismo tiempo, también rechaza la posibilidad de contar algo de peso sobre un deporte tan brutal. Tan propicio a encauzar las mismas pulsiones violentas y patriarcales que, con Blunt como interlocutora, la película razonaría como negativas. Esta contradicción, por mucho que se enfatice la buena relación de Kerr con sus contrincantes, condena a The Smashing Machine a, finalmente, no hablar de realmente nada.
La condena, en fin, a que Johnson pueda omitir los matices de su propia película para seguir defendiendo la autosuperación, ya preparando su discurso por si acaso al final le cae el Oscar y sin haberse preguntado en ningún punto del camino qué tipo de ideología está esparciendo por ahí, a poca distancia del coaching y de espantajos tipo Llados. Lo más doloroso de todo, en fin, es que a Benny Safdie tampoco parezca preocuparle nada de esto. A ver qué pasa con su hermano.