
Sin huella ni rastro
Cuidamos de los demás hasta que ya no quedan ni sus restos. Pero no es por ellos, es por nosotros. Es porque sin ese gesto de cuidado no sabríamos cómo mirarnos a los ojos
Tenía que cubrir el acto por el cincuenta aniversario de los últimos fusilados por el franquismo, en Murcia. Se celebraba frente a la tumba de José Luis Sánchez-Bravo y caímos por allí un solo periodista -yo-, un sol de justicia, un fotógrafo que echó dos fotos, me guiñó el ojo y con un chascarrillo de imbécil me dijo que disfrutara escribiendo. Conmigo, dieciséis partidos comunistas diferentes, dos diputados de Podemos, uno de la PAH, sindicalistas, la de Dios allí en heterogeneidad, pero no éramos más de cuarenta personas y no dejábamos de ser los de siempre: el problema de la izquierda es la búsqueda constante de la singularidad.
Pero antes de eso, yo me había equivocado de cementerio y el paisaje era desolador porque junto al camposanto hay instalada una subestación eléctrica, y hay un descampado repleto de chatarra en contenedores de obra volcados, un murete a medio derribar y unas hierbas altas que se mecen en silencio y se les nota del tallo al culmo que desearían estar en cualquier otro lugar. Me quedé un rato pensando en que si morirse ya es malo, imagina morirte aquí y que lo que quede de ti en este mundo yazca para siempre junto a un tendido eléctrico y que la fábrica de Estrella Levante al fondo sea el verdadero monumento. Un monolito emanante de olor a malta y metal caliente.
Ese era el aire que respiraban los que murieron en los setenta y ese es el aire que respiran los que sobreviven en los polígonos hoy. España es un país que entierra mal, que recuerda peor y que, cuando conmemora, lo hace en lugares que parecen pedir disculpas por existir. Por eso quiero que conviertan mis restos es un sendero y sirvan para enverdecer los árboles, que los trituren y los mezclen con grava y con tierra fértil, que de mi esqueleto brote un caminito torcido, que los niños se llenen de polvo las zapatillas en mi espalda y que algún hippie coloque, sin tener ni idea, un montón de piedrecitas sobre mis costillas pulverizadas; que mi epitafio sea un olivo creciendo de lado y que al pasar junto a él nadie se acuerde de las cosas que he hecho, pero respire hondo y piense que el aire sabe distinto; quizá la memoria no vaya tanto de levantar placas o monumentos como de colarse en la respiración de los vivos. Especialito hasta para morirme, supongo.
Estaba en el cementerio que no era, frente a una tumba con los mismos apellidos, a un kilómetro de donde debía estar en realidad. A mi lado había un tipo calvo como un traje de neopreno, con vaqueros y camiseta de manga larga, remangada casi hasta los hombros -la cosa era enseñar piel- que fregaba en cuclillas un florero traslúcido. Lo fregaba a conciencia con un estropajo y un montón de detergente para hacer hueco a un ramo de orquídeas azules que esperaban reposando sobre una lápida en el mismo grifo en el que yo me había lavado la cara media hora antes. Después se incorporó, quitó el elástico que mantenía unido el ramillo de orquídeas, los colocó con un poco de agua al pie de una tumba enorme de granito. Luego la estuvo fregando, abrillantando y dejándola lista para acumular polvo de nuevo.
No llegué tarde a mi cita con los comunistas y los fusilados gracias a una pareja majísima que también se equivocó y, al contrario que yo, había venido en coche. Me dejaron montar en la parte de atrás con sus dos perros, que también eran muy simpáticos, sobre todo el grande, porque es cierto eso de que los perros pequeños son unos pequeños hijos de perra. A veces la semántica es arrolladora. Pero yo tenía la cabeza puesta en aquel tipo de cabeza opuesta y en sus orquídeas y en su forma de frotar una lápida como el que acaricia a la persona que ama. Eso es lo que nos hace humanos. Cuidamos de los demás hasta que ya no quedan ni sus restos. Pero no es por ellos, es por nosotros. Es porque sin ese gesto de cuidado no sabríamos cómo mirarnos a los ojos. En realidad, la civilización entera se sostiene en ese disparate: seguimos dando de comer a los que ya no pueden comer, seguimos hablando con los que ya no contestan, seguimos visitando los lugares donde ya no queda nadie. Cuidamos porque, si no lo hiciéramos, tendríamos que aceptar que todo termina en silencio, sin huella ni rastro, y eso sí que no sabemos soportarlo.