El riesgo institucional de judicializar la política

El riesgo institucional de judicializar la política

Cuando la justicia se convierte en campo de batalla, los efectos trascienden lo jurídico y reescriben las reglas del juego democrático. En lugar de fortalecer el Estado de derecho, el riesgo es que se debilite. España no es inmune a este riesgo

La amenaza judicial

“Cuando la justicia se politiza, la política se judicializa”, advierte la politóloga Nancy Bermeo al analizar las tensiones en democracias en proceso de polarización. En España estamos viendo ese diagnóstico hecho realidad: el tribunal se convierte en escenario y altavoz de la contienda política, y lo que podría ser un procedimiento técnico adquiere un peso descomunal en el tablero democrático.

El impacto es inmediato para el Gobierno, que sufre una pérdida de control de la agenda y se ve obligado a responder a golpe de titular. La Moncloa se enfrenta a un dilema comunicativo complejo: debe mostrar confianza en la independencia de los jueces y al mismo tiempo evitar que cale en la opinión pública la sensación de impunidad en torno a la pareja del presidente. Cualquier error de cálculo —ya sea un exceso de prudencia o una reacción defensiva— puede agravar el desgaste. El Ejecutivo camina por una cuerda floja en la que lo que está en juego no es solo su reputación, sino su capacidad de mantener la iniciativa política.

Para la oposición, en cambio, este escenario representa una oportunidad estratégica. El Partido Popular y Vox han encontrado un eje de movilización que les permite insistir en el relato de “gobierno acorralado”, exigir responsabilidades políticas y reforzar su demanda de dimisión de Pedro Sánchez. De este modo, un proceso judicial deja de ser un asunto circunscrito a los tribunales y se convierte en combustible para la campaña electoral. Esta dinámica beneficia a quienes buscan convertir la política en un juego de suma cero, donde la erosión del adversario es más valiosa que la construcción de consensos o la presentación de propuestas de gobierno.

Sin embargo, el fenómeno trasciende las fronteras españolas. Italia vivió un terremoto político con el “Mani Pulite” de los noventa: la operación de limpieza judicial acabó con los partidos de la Primera República, pero también abrió la puerta al ascenso de Silvio Berlusconi, un outsider que supo capitalizar el descrédito de la clase política. En Brasil, la operación “Lava Jato” puso fin a la presidencia de Dilma Rousseff e inhabilitó a Lula da Silva, alterando el tablero político y allanando el camino para Jair Bolsonaro. Años después, varias de esas condenas fueron anuladas por sesgos procesales, lo que alimentó la narrativa de persecución judicial y reforzó la polarización. Incluso en Estados Unidos, los múltiples procesos contra Donald Trump han sido utilizados por él mismo como prueba de su tesis de que “el sistema está contra nosotros”, lo que moviliza a sus bases y le mantiene en el centro de la agenda mediática.

Estos casos muestran que cuando la justicia se convierte en campo de batalla, los efectos trascienden lo jurídico y reescriben las reglas del juego democrático. En lugar de fortalecer el Estado de Derecho, el riesgo es que se debilite, ya que la percepción de imparcialidad judicial se erosiona y las decisiones de los tribunales se leen en clave partidista.

España no es inmune a este riesgo. Según el último barómetro del CIS sobre calidad democrática, publicado el 8 de mayo, nueve de cada diez ciudadanos creen que la justicia no es igual para todos y un 78% considera que no actúa con imparcialidad cuando se trata de casos que afectan a partidos políticos. Estos datos son preocupantes porque reflejan una percepción extendida de desigualdad ante la ley, un elemento central en la legitimidad de cualquier democracia liberal. Cuando esa percepción se consolida, el terreno queda abonado para discursos antipolíticos que no buscan mejorar las instituciones, sino deslegitimarlas.

La antipolítica, en este contexto, se convierte en un recurso electoral poderoso. Presentar al sistema como irreformable y a todas las élites como corruptas genera frustración, pero también moviliza a sectores del electorado que buscan soluciones de choque. En los últimos años, la extrema derecha ha sabido capitalizar ese descontento con un discurso que simplifica los problemas y señala enemigos claros —políticos, jueces, medios— ofreciendo la promesa de “limpiar” el sistema. Ese relato conecta con emociones más que con programas, y convierte el malestar en apoyo electoral estable. 

Si el debate público se centra exclusivamente en imputaciones, declaraciones y dimisiones, la discusión sobre políticas públicas quedará relegada a un segundo plano. Y en un contexto de desafección creciente, el riesgo es que se consolide la idea de que “todos son iguales”, debilitando aún más el vínculo entre ciudadanía y democracia.

El desafío es mayúsculo: evitar que la justicia quede atrapada en la lógica partidista. De la respuesta que demos ahora dependerá buena parte de la salud democrática en los próximos años.