
Niños hiperocupados o dónde poner el límite con las extraescolares: “Se espera que sigan un ritmo propio de adultos”
La tendencia a mantener sus tardes ocupadas y excesivamente llenas de actividades puede poner en peligro el desarrollo y el bienestar emocional de los niños
Entrevista – Álvaro Bilbao, neuropsicólogo familiar: “Más allá de modas educativas, el funcionamiento del cerebro infantil sigue siendo el mismo”
Pensemos en cómo es un martes cualquiera para un niño cualquiera de ocho años de una ciudad española. Para personalizarlo un poco, llamaremos a ese niño Lucas. Tras acabar el colegio, Lucas tiene clase de inglés a las cuatro. A las cinco y media, música. Y a las siete, básquet. A las ocho, cena rápida y deberes. A las nueve, tras un día agotador, un bañito y a la cama. Simplemente leer esto ya produce un ligero estrés, pero el de Lucas no es un caso especial, la agenda de muchos niños de nuestro país se parece más a la de un consultor de una Big Four que al de un individuo en fase de formación.
El auge de las actividades extraescolares es el reflejo de una infancia atrapada precozmente en los engranajes de la ultraproductividad. Una tendencia tan común como aceptada, bautizada como hurried child syndrome, o síndrome del niño apresurado.
Aunque no existen demasiados estudios relacionados con el estrés infantil, expertos de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (Semg) han estimado que la cifra de menores estresados podría situarse en torno al 15%. Un número que, según indican, ha ido claramente en aumento en los últimos años, ya que antes de la pandemia del coronavirus se situaba en el 8%.
“Empujamos a nuestros niños a crecer demasiado rápido”, asegura Belén Colomina, psicóloga, psicoterapeuta y autora de libros como La adolescencia. 7 claves para prevenir los problemas de conducta (Amat). “Se espera de ellos que se adapten a un ritmo de vida propio del mundo adulto, lleno de actividades, responsabilidades y exigencias. Una intensidad que no se ajusta a su etapa evolutiva”.
Una intensidad que no se ajusta a su etapa evolutiva
Pero el fenómeno, según apunta Héctor Cebolla, investigador científico en demografía en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), también refleja una lógica social más amplia: la competición por recursos escasos. “El hurried child syndrome es el resultado de que la sociedad compite por recursos muy, muy escasos, que son las mejores posiciones en el esquema social del futuro en el que vamos a intentar insertar a nuestros hijos”. Según el experto, el amor por los hijos se tiene que combinar con unas fuertes restricciones en el acceso a esas oportunidades. “Como todo el mundo compite por esos pocos puestos que hay arriba, pues todo el mundo revienta a los niños en el presente”.
Una infancia valorada por su rendimiento
El hurried child syndrome describe un fenómeno que va más allá de las actividades extraescolares. “Desde una perspectiva psicológica, representa una desconexión profunda con las necesidades emocionales, relacionales y lúdicas que son fundamentales en la infancia”, explica Colomina. En lugar de ser vistos como seres en desarrollo, los niños empiezan a ser valorados únicamente por su rendimiento. “Se pierde de vista su ritmo interno, su voz y su derecho a una infancia plena”.
El contexto cultural tampoco ayuda demasiado. “Vivimos en una cultura acelerada, orientada al logro, al éxito visible y al miedo a quedarse atrás”, afirma Colomina. Esa presión se traslada al terreno de la crianza, donde el juego libre y la pausa empiezan a parecer una pérdida de tiempo.
Las sociedades más igualitarias tienen menos este sentido de la crianza tan sobrecargado
Cebolla añade un matiz interesante: este modelo no se da con la misma intensidad en todos los países. “Se ve más en las sociedades que son más desiguales, en las que las opciones de los hijos son más inciertas porque pueden acabar muy arriba en la sociedad o muy abajo. En cambio, las sociedades más igualitarias tienen menos este sentido de la crianza tan sobrecargado”. En países como China, Japón o Corea, por ejemplo, la extraescolaridad intensiva está muy extendida, mientras que en el norte de Europa la presión es mucho menor.
Redes, precariedad y miedo a no hacerlo bien
¿Por qué hemos normalizado este ritmo? En parte, según justifican los especialistas, por la presión silenciosa que ejercen las redes sociales, donde otras familias parecen estar siempre un paso por delante. “Muchos padres y madres se sienten inferiores al observar cómo otros aparentan lograr más con sus hijos, lo que alimenta la necesidad de sobreestimular”, dice Colomina.
Cebolla coincide, aunque matiza que esta presión afecta sobre todo a las clases medias: “Hemos santificado a ciertos gurús que parecen saber mucho de crianza, de lactancia o de parentalidad, y eso genera inseguridad. Aunque creo que la influencia de las redes sociales no es un problema específico de la educación: más bien refleja un rasgo endémico de nuestro tiempo, el de compararnos constantemente en redes sociales”.
A esa presión se le suma la competitividad escolar que, según Colomina, “refuerza la idea de que el niño debe destacar desde muy temprano para asegurar su futuro”, y también la precariedad laboral, que obliga a muchos adultos a delegar la crianza en estructuras externas o llenar el tiempo de los niños con actividades dirigidas como forma de compensar su ausencia.
La precariedad laboral también obliga a muchos adultos a delegar la crianza en estructuras externas o llenar el tiempo de los niños con actividades dirigidas como forma de compensar su ausencia
“Creo que las agendas de los niños tenderían a estar sobrecargadas incluso sin problemas de conciliación”, apunta Cebolla. “Pero es cierto que la falta de tiempo de los padres añade un extra de sobrecarga. Al final, en una sociedad de pocos niños que juegan con pocos niños, tener muchas horas de parque exige tener pocas horas de trabajo”. Por ello, sostiene que los colegios deberían abrirse más allá de los horarios lectivos y ofrecer actividades lúdicas y seguras como parte de una política familiar todavía inexistente en España.
El resultado de todo esto: “Una infancia hiperorganizada, pero emocionalmente desconectada: niños ocupados todo el tiempo, pero sin espacio para sentirse, jugar o simplemente estar”, dice la psicóloga. “En este intento por hacerlo todo bien, muchas veces los padres pierden la capacidad de escucha sensible. Se pasan por alto señales esenciales que el niño emite como el cansancio, la necesidad de parar o el deseo de simplemente disfrutar del vínculo, sin expectativas”.
Cuando el juego desaparece
Las consecuencias de esta crianza apresurada no siempre son visibles a corto plazo, pero sí profundas. “Entre los riesgos más comunes se encuentran la ansiedad temprana, el estrés crónico y síntomas psicosomáticos como dolores, tics, alteraciones del sueño o dificultades gastrointestinales”, enumera Colomina.
La sobreestimulación también puede generar una desconexión emocional, en la que el niño no aprende a identificar ni nombrar lo que siente, porque siempre está ocupado. Además, una autoestima basada en el logro y no en el ser lleva a “niños que estiman su valía por lo que logran, no por quienes son”.
En este intento por hacerlo todo bien, muchas veces los padres pierden la capacidad de escucha sensible. Se pasan por alto señales esenciales que el niño emite como el cansancio, la necesidad de parar o el deseo de simplemente disfrutar del vínculo
Pero quizá uno de los efectos más preocupantes es la desaparición del juego espontáneo. “Es una de las formas más potentes de autorregulación, exploración interna y construcción simbólica en la infancia. Sin ese espacio, disminuye la capacidad de crear, imaginar y elaborar conflictos emocionales”, advierte la psicóloga.
Con todo, Cebolla recuerda que no todas las familias viven este fenómeno de la misma manera. “Afecta con más intensidad a las clases medias, que tienen más restricciones de recursos para organizar el tiempo de sus hijos. Las clases altas son capaces de ejecutarlo con poco coste, y las familias menos acomodadas, aunque conocen este discurso de la estimulación temprana, muchas veces no tienen margen para llevarlo a la práctica”.
La importancia del aburrimiento
Paradójicamente, lo que más necesita un niño para crecer sano no es acudir a más clases, sino más espacio para ser niño. “El tiempo libre, el juego no estructurado y hasta el aburrimiento tienen un valor inmenso en el desarrollo emocional infantil”, asegura Colomina. “El aburrimiento permite que emerja el deseo auténtico, abre la puerta a la creatividad genuina y enseña al niño a tolerar la espera, a escucharse por dentro y a encontrar sentido en lo simple”. Lo que parece improductivo, en realidad es nutritivo: sin esa pausa, el cerebro infantil pierde oportunidades clave para consolidar su desarrollo.
No solo se trata de dar ayudas económicas, sino de ofrecer espacios de socialización seguros que protejan el derecho de los niños a una infancia sin prisas
Cebolla aporta una mirada más pragmática: además de reconocer el valor del juego y del tiempo libre, cree que las instituciones deberían implicarse. “Los recursos que ponemos en el sistema educativo tienen que estar también al servicio de la política familiar. No solo se trata de dar ayudas económicas, sino de ofrecer espacios de socialización seguros que protejan el derecho de los niños a una infancia sin prisas”, apunta.
Criar desde la presencia, no desde la prisa
¿Y qué podemos hacer para frenar este ritmo sin dejar de acompañar a nuestros hijos? La clave, dice Colomina, está en confiar en sus tiempos. “Cada niño tiene su propio ritmo para madurar, aprender, vincularse y desplegar su potencial. No hay un patrón universal, y forzar los procesos solo genera ansiedad y desconexión”.
“Estar disponibles emocionalmente es mucho más valioso que dirigir cada paso que dan nuestros hijos”, añade. El vínculo afectivo no se construye desde el control, sino desde la presencia. “Un niño que se siente visto, querido y aceptado tal como es, se desarrolla con más solidez que aquel que solo recibe aprobación cuando ‘rinde”.
Cada niño tiene su propio ritmo para madurar, aprender, vincularse y desplegar su potencial. No hay un patrón universal, y forzar los procesos solo genera ansiedad y desconexión
En definitiva, afirma la psicóloga, “la crianza no es una carrera con metas, es una relación que se construye a cada paso. Y como toda relación viva, necesita tiempo, escucha y amor sin condiciones”. El cambio, sin embargo, comienza en los adultos: “Si para el adulto es complicado darse tiempo a sí mismo, le será complicado dárselo a sus hijos. Así que primero hay que empezar por uno mismo. Cuidarse para cuidar”.
La infancia no necesita estímulos constantes ni logros medibles. Necesita tiempo, juego, vínculo, aburrimiento, presencia. Y también —como recuerda Cebolla— instituciones dispuestas a compartir el coste social de la crianza. Solo entonces ayudaremos a nuestros hijos no solo a crecer, sino a florecer.