
Individualismo o rebeldía
Gritan “menos estadios, más hospitales”, en un país que ha relanzado su economía desde que subió al trono Mohamed VI y a la vez aumentado la desigualdad hasta el punto de que, mientras un 10% controla el 63% de la riqueza, el 50% de la población más desfavorecida solo tiene un 5%
La semana pasada, en la imagen de un periódico, un grupo nutrido de jóvenes alzan sus brazos en Rabat haciendo la señal de victoria. Muchas son mujeres sin velo, con la cabeza descubierta. También han salido a las calles de Casablanca y Tánger, en la mayor revuelta marroquí desde la Primavera Árabe de 2011. Se han organizado a través de las redes sociales y una aplicación de videojuegos, y exigen mejoras en la sanidad, la educación y el empleo. La represión policial no ha sido escrupulosa con la violencia. Gritan “menos estadios, más hospitales”, en un país que ha relanzado su economía desde que subió al trono Mohamed VI y a la vez aumentado la desigualdad hasta el punto de que, mientras un 10% controla el 63% de la riqueza, el 50% de la población más desfavorecida solo tiene un 5%. Dirigen su cólera contra un gobierno corrupto, amparado por el rey, que desoye las protestas por el nepotismo, los conflictos de intereses y las prácticas fraudulentas que se dan entre los negocios privados y la administración pública. Junto a los familiares que se han unido a ellos, piden escuelas y hospitales de calidad frente a las clínicas de lujo y universidades de élite que comienzan a verse en Marruecos. A las afueras de Casablanca se está construyendo el mayor campo de fútbol del planeta, para disputarles al Bernabéu y el Camp Nou la final del Mundial de 2030. Y han sido ellos, la generación Z o posmilenial, quienes han tomado la iniciativa de denunciarlo.
Unas páginas más adelante, el mismo día en el mismo periódico, un reportaje con estadísticas nos informa de cómo ha calado en España el furor antiimpuestos y la tolerancia ante el fraude fiscal entre los hombres jóvenes. El 39,6% no cree en el sistema. Casi cuatro de cada diez varones entre 18 y 24 años están de acuerdo con que “si no se pagara ningún impuesto todos viviríamos mejor”. El contraste es notorio, pero quizás convendría dejar de subrayarse la importancia que tiene este segmento demográfico en la propagación de los discursos antipolíticos y el fulgurante ascenso de la ultraderecha. Ya sabemos lo que dicen las encuestas, su reacción ante la inmigración y el feminismo; el problema está detectado; sin embargo, seguir culpabilizándolos desde cierta superioridad intelectual solo contribuye a agrandar su herida. Y tampoco cabe la condescendencia. Entre otras cosas, porque su responsabilidad es relativa. Con el horizonte más nublado que las generaciones precedentes, con las mayores dificultades de acceso a la vivienda y el mercado laboral en décadas y el agravamiento dramático de su salud mental, solo han extremado la receta nihilista que ya estaba incubándose en el individualismo de sus padres. Vivimos en la sociedad de la desconfianza de la que habla en su último libro Victoria Camps: “El problema que hoy tenemos con la libertad es que ha conformado un tipo de sujeto insensible hacia las necesidades ajenas, que va a lo suyo y no se siente concernido ni comprometido con problemas que no le afectan muy directamente”.
Proliferación de clínicas de cirugía estética y locales enfocados al embellecimiento de la apariencia, ostentación del lujo que no se tiene, preocupación primitiva por lo de uno mismo, exhibicionismo narcisista, irritabilidad susceptible y agresiva ante la supuesta intromisión en lo propio: tratamientos en la línea de Robert Kennedy Jr. para subir la testosterona, cuya bajada algunos incluso asocian, con involuntario sentido cómico, al efecto producido por la emancipación de la mujer en la psicología de los varones. Hay un clima generalizado de farsa, de hipocresía, de poca autenticidad. Muchos padres, por ejemplo, muestran una atención muy relativa a los hijos, pues mientras se rasgan las vestiduras si son sancionados en el instituto o quedan excluidos de una selección deportiva, el resto del tiempo no hablan con ellos, no les dedican tiempo, los abandonan al inframundo de las pantallas: el otro día en el tren, una madre le dijo a su hijo pequeño que mirase la vaquita que podía verse por la ventana, y el niño hizo el gesto de ampliar el zoom de la imagen sobre el cristal, como si fuera una superficie táctil.
Pero también guarda relación con la incapacidad cada vez más extendida de aceptar lo que Marina van Zuylen llama “una vida suficiente”, es decir, que no todos tengamos que ser los mejores en todo. Porque, inmersos en el consumismo y programados por la publicidad y la competitividad, son los padres de los jóvenes egoístas y radicales de ahora, la generación que se hizo adulta en el espíritu cínico y neoliberal de los años noventa, quienes confundieron antes la facultad de ser libres con la satisfacción inmediata de cualquier deseo. A un muchacho le atrae tanto la osadía del influencer que fija su domicilio fiscal en Andorra para evitar pagar impuestos porque antes ha visto la misma picaresca en sus mayores, porque ha oído en ellos cómo se admira al listo que se ahorra o gana algo sin caer en a quién se perjudica, y, porque de manera más sensible que sus progenitores, experimenta en carne propia que los buenos datos económicos no tienen una correlación con su vida, con la redistribución de la riqueza ni con la progresiva depauperación de las clases bajas y medias ante la subida de precios. Ese es el clima donde, como volvió a suceder este verano con los incendios, brotan las variantes del “solo el pueblo salva al pueblo”.
Y a su vez es un enorme fracaso educativo. Y no solo porque en la escuela y los institutos falte una pedagogía fiscal que explique cómo el mantenimiento de los servicios asistenciales depende de la contribución de todos y en especial de quienes más tienen. Es preciso ir más allá. Hay que encontrar la manera de vincular el concepto de libertad personal con los derechos sociales que debería garantizar un Estado del Bienestar que nuestra generación Z percibe como algo ajeno. Es un problema político de primera magnitud que tenemos que afrontar con inventiva y sin derrotismo previo. Una sociedad que no cuida a sus jóvenes, que no les ofrece un mañana mejor y los deja sin amparo en medio de la jungla del sálvese quien pueda, está malbaratando su futuro. Aprendamos de la rebeldía de la juventud de Marruecos. Aprendamos de las mujeres andaluzas que el pasado 8 de octubre salieron a decirle basta a otra administración autonómica (no todos los titulares los va a dar Ayuso) que, aprovechando el individualismo y la desafección social, planifica la sanidad y la enseñanza públicas con criterios de eficiencia propios de la empresa privada, escatimando en la contratación de profesionales, consciente de que el Gobierno central pagará el desempleo que así origina.