Recuperar el sentido

Recuperar el sentido

Crecí escuchando la clásica pregunta de “qué quieres ser de mayor”. Si me la hicieran ahora, mi respuesta sería que una persona feliz, tranquila, con tiempo para pasear y conversar con sus seres queridos

Vivir es político

Podría pasar horas contemplando las rutinas del protagonista de Perfect Days, la hermosa película que Win Wenders estrenó en 2023 y con la que rindió un sentido homenaje a Yasujiro Ozu.

Cada mañana, Hirayama limpia los baños públicos de Tokio. Lo hace meticulosamente, con la destreza y serenidad de quien realiza un antiguo ritual sagrado. Pasa el paño con cuidado, mueve el cubo de lado a lado, repasa los pequeños rincones con un cepillo, se asegura de que todo haya quedado limpio. Lejos de transmitir desgana o asco, Hirayama nos muestra la atención y el cuidado de quien sabe que haciendo bien su trabajo está aportando algo valioso a la comunidad. Puede que limpiar baños públicos sea uno de los trabajos más desagradecidos e invisibilizados, pero precisamente suelen ser estos los que sostienen nuestra vida cotidiana.

Pero volvamos a nuestro protagonista, porque lo que descubriremos a lo largo de la película (y esto no es espóiler, no se preocupen) es que ha encontrado una forma de estar en el mundo con sentido, con propósito. Y esto me hace pensar en la que creo que es una de las grandes crisis de la sociedad actual, la pérdida del sentido.

Crecí escuchando la clásica pregunta de “qué quieres ser de mayor”. Si me la hicieran ahora, mi respuesta sería que una persona feliz, tranquila, con tiempo para pasear y conversar con sus seres queridos. Sin embargo, en aquella época todos los niños contestábamos: maestra, bombero, médica, enfermera… El trabajo era algo que definiría qué tipo de persona serías, cómo te situarías en tu relación con el mundo, qué ofrecerías a los demás. 

Me disculpo continuamente. Me disculpo con mis padres por no poder charlar con ellos ni verlos el domingo, me disculpo por los mensajes no respondidos a amigos o compañeros, me disculpo por no atender las llamadas, por no responder los mails, por no asistir a los cumpleaños, por estar cansada y no tener ánimos, por tener el cerebro frito o por solo ser capaz de desplomarme en la cama cuando al fin, al fin, termina la jornada

Así llegamos a la edad adulta, esforzándonos por encontrar una vocación, escuchando eso de “encuentra un trabajo que ames y no trabajarás ni un solo día de tu vida”, y nos dimos de bruces con la trampa, porque el amor no resiste a relaciones desiguales y de sometimiento.

Quizá la frase que más repita a lo largo de mis días sea “no llego”, o “estoy desbordada”, o “no me da la vida”, elijan la versión que prefieran. Me disculpo continuamente. Me disculpo con mis padres por no poder charlar con ellos ni verlos el domingo, me disculpo por los mensajes no respondidos a amigos o compañeros, me disculpo por no atender las llamadas, por no responder los mails, por no asistir a los cumpleaños, por estar cansada y no tener ánimos, por tener el cerebro frito o por solo ser capaz de desplomarme en la cama cuando al fin, al fin, termina la jornada.

Y si miro a mi alrededor, observo que no soy una excepción, tengo la impresión de pertenecer a la generación del agotamiento. Y con este clima no es extraño que estemos viviendo un cambio de paradigma en nuestra relación con el trabajo. De la vocación hemos pasado a la desafección, porque cuando nuestro trabajo no nos deja tiempo para vivir deja de ser una forma de estar en el mundo y se convierte en una forma de desaparecer de él.

Pienso en Hirayama, en la placidez con la que termina su jornada y riega sus plantas, escucha sus cintas de casete, revela sus fotografías analógicas o disfruta de un baño. E imagino que nuestros cuerpos exhaustos pudieran aspirar a eso. Necesitamos políticas que nos devuelvan el tiempo, que reconozcan que trabajar bien y vivir bien no son incompatibles, necesitamos un cambio profundo que nos devuelva el sentido

Cada vez más y sobre todo en las generaciones más jóvenes, se instala la idea del trabajo únicamente como un medio para conseguir dinero, algo que hacemos para subsistir, pero que nos oprime y, por lo tanto, nos desvincula, una fuente de ansiedad que hace que perdamos el sentido. Ese sentido de formar parte de algo, de lo público, de lo colectivo. Trabajamos para llegar al fin de semana y apagar el cerebro, y en esa supervivencia perdemos lo más valioso que tenemos, la relación con los otros.

Pienso en Hirayama, en la placidez con la que termina su jornada y riega sus plantas, escucha sus cintas de casete, revela sus fotografías analógicas o disfruta de un baño. E imagino que nuestros cuerpos exhaustos pudieran aspirar a eso.

Necesitamos políticas que nos devuelvan el tiempo, que reconozcan que trabajar bien y vivir bien no son incompatibles, necesitamos un cambio profundo que nos devuelva el sentido.