Carmen Kurtz, la memoria de una generación rota: «Esta vida es una cárcel moral. Me rebelaré siempre»

Carmen Kurtz, la memoria de una generación rota: «Esta vida es una cárcel moral. Me rebelaré siempre»

La editorial Amarillo recupera ‘Duermen bajo las aguas’ (1955), la primera novela de la autora barcelonesa, una radiografía de la primera mitad del siglo XX

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“Allá en el fondo, todas las palabras que dijimos y de las que ya no guardamos recuerdo, duermen bajo las aguas. / Duermen aquellas que no supinos decir y esperan su turno para salir a flote. Las cartas que hemos roto, las no recibidas y las veces que hemos dicho adiós. La pena que sentimos y que ahora, al recordarla, nos parece pequeña. La risa o el llanto que no llegó a brotar. La amistad que buscamos en el momento difícil y que resultó más débil que nosotros, más falta de ayuda. La persona a quien quisimos consolar y nos sirvió de consuelo…. / Todo duerme allí, en ese fondo”.

La infancia es un paraíso perdido; al menos, para quienes tienen la fortuna de disfrutar de una niñez sin carencias graves, arropados por una familia. Para la escritora Carmen Kurtz (Barcelona, 1911-1999), a pesar de perder a su madre a temprana edad, esos días quedaron como un oasis antes de que los acontecimientos que escapaban a su control y al de cualquier individuo mandaran al traste la existencia de todo un país, primero, y de varios continentes, poco después. Nacida unos años antes que la generación de Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Juan Marsé, Jesús Fernández Santos y tantos otros, a ella la guerra no le rompió la infancia, pero le truncó los sueños de juventud.

De ello habla, en boca de un personaje ficticio, en su primera novela, Duermen bajo las aguas (1955), que recibió el Premio Ciudad de Barcelona y ahora vuelve a las librerías 70 años después gracias a Amarillo Editora. Por aquel entonces, Kurtz, casada con el francés Pierre Kurz –de quien tomó el apellido, añadiéndole una t– había vivido en la Francia ocupada, donde su marido fue deportado a un campo de concentración, del que consiguió escapar tras dos años internado. Ella, una mujer culta criada en una familia de la burguesía barcelonesa, conoció de primera mano el sufrimiento de la guerra y el dolor por la pérdida de ese mundo de ayer que en España aniquiló el franquismo.


La escritora Carmen Kurtz

Las primeras novelas suelen tener un alto contenido autobiográfico, y la propia autora, en la edición revisada que publicó en 1961 –ese es el texto definitivo que podemos leer ahora; Kurtz purgó del original los excesos de la novelista primeriza–, admite que es el caso de Duermen bajo las aguas. La narradora, su alter ego, es una niña llamada Pilar que crece en la Barcelona de principios de siglo. Huérfana de madre a los cinco años, Pilar es justo la que está en medio de cinco hermanos de una familia acomodada, algo que le da cierta invisibilidad, o así lo percibe ella, pero también más independencia.

Esos días felices de la infancia

La novela, de estructura clásica, es uno de esos libros “de una vida” que recorren el paso del tiempo en orden cronológico, sin experimentos formales, tomando la peripecia de la protagonista como hilo conductor en el que los acontecimientos sociopolíticos globales se filtran hasta impregnar por completo los proyectos de vida de los personajes. La primera parte se centra en la infancia, una etapa que retrata con ternura y humor, a pesar del desgarro de la muerte de la progenitora y del carácter autoritario del padre, un hombre exigente para quien nunca bastaban los esfuerzos de los niños en los estudios: “Éramos irremediablemente tontos. Y lo éramos si nos comparábamos con él”.

Ese criterio de excelencia del padre les inculcó disciplina y les proporcionó una cultura ya desde su niñez, al hablarles de libros, política e historia con la misma naturalidad con la que se habla de un amigo. Ese acceso privilegiado al conocimiento se complementaba con los divertimentos entre hermanos, que no faltaban, o junto a los abuelos, de quienes también hace unos afectuosos retratos. Sus dos abuelas habían venido de América, eran dos mujeres “con un concepto de la vida bastante original, con ribetes de puritanismo tan anclado por entonces en la buena sociedad”, como relata.

En más de una ocasión, Kurtz evoca escenas de la familia reunida alrededor de la mesa –nada como compartir una comida para revelar caracteres y relaciones de poder– como representación de aquella época, unas imágenes que concentran en pocas líneas muchos matices reveladores. Habla, por ejemplo, de las temporadas en la gran casa de la abuela materna, donde iban a veranear con sus primos. La minuciosidad con la que recrea todo tiene mucho en común con la de María Luz Morales en Balcón al Atlántico (1955) y la de Fabrizia Ramondino en Guerra de infancia y de España (2001); escritoras con gusto por el detalle, con un gran retrato de los personajes y oído para captar esas expresiones de cada uno que los individualizan y dan esa cualidad de veracidad al relato.

‘Me rebelaré siempre’

Esa primera parte, que se puede leer como una historia de iniciación, culmina cuando la protagonista contrae matrimonio con Enrique. En la segunda, reencontramos a Pilar ya embarazada, pensando en cómo ha cambiado su existencia desde que se casó. Instalada en Francia, echa de menos su tierra y está preocupada por los suyos, que siguen en España, donde ya ha comenzado la guerra. Además, no se encuentra bien, su estado la enferma: “¿Por qué me encontraba tan mal? Mujeres temerosas y endebles soportan los embarazos con gran entereza. Yo no podía con el mío”.

La autora perfila con habilidad los rasgos psicológicos de una protagonista que ya no es la niña de antaño y, como cualquier joven, se enfrenta a las incertidumbres de una nueva vida para la que nadie la ha preparado. Con su marido se entiende bien, lo que no quita que el matrimonio suponga un reto para ella, no solo por el alejamiento de su país: “Es muy difícil dormir a un lado de un hombre”, le confiesa a él una vez casados, “No lo he hecho nunca”. Este comentario, como el del malestar del embarazo, hoy pueden resultar inocuos, sin nada particular, pero en aquel contexto eran un atrevimiento, por cuanto se adentraban en los entresijos de una intimidad casi siempre invisibilizada.

Kurtz, a lo largo de su carrera, inventó personajes femeninos que se resistían a ser como el modelo tradicional de la mujer servil que pretendía imponer el franquismo. Diferentes entre ellas, cada una de sus protagonistas se rebela contra el orden, a menudo de manera silenciosa, discreta, la única a su alcance para no correr riesgos. Para Pilar, eso pasa por la realización intelectual, que puede leerse como una actitud de no renunciar a sí misma, no reducir su existencia al cuidado del hogar, el esposo y los hijos, por mucho amor que les tenga. Habla del “embrutecimiento” (sic) de las mujeres confinadas en lo doméstico, que han perdido toda aspiración o quizá no tuvieron la oportunidad de concebir alguna más allá del matrimonio.


La escritora española Carmen Kurtz

“Ahora la limpieza, ahora la compra, luego la comida, los platos, el zurcido, la colada, la cena, la cama, el amor… Y mañana vuelta a empezar y así para siempre”, se dice la narradora al escuchar la conversación de otras mujeres. Ella se resistirá a ser así: “Pero no me gusta. […] Esta labor es estúpida, improductiva. A fuerza de hablar de cazuelas me olvido de escuchar mis pensamientos”, reflexiona. “Estas mujeres son felices porque están embrutecidas. No quiero embrutecerme. […] Me rebelaré siempre”. Y sentencia: “Cultivaré mi rebelión. Esta vida es una cárcel moral de la cual yo saldría destrozada”.

La tercera y última parte se desarrolla en la Francia ocupada por los nazis, con una Pilar angustiada porque ha perdido todo contacto con su marido, no sabe si lo han detenido ni si sigue vivo. Es la guerra desde el punto de vista de las mujeres, tal como la vivieron en las ciudades, entre el miedo, la angustia por sus allegados y la desesperación por huir de un país, un continente, en el que se hallan en peligro. Y no solo habla de ella: plasma el ambiente colectivo, el caos de las ciudades, la desesperación de quienes necesitaban un pasaporte para escapar del horror, cómo su mundo cambió y, de pronto, lo que antes era un hogar se convirtió en una amenaza.

Un retorno imposible

La novela termina con el regreso anhelado a su país, pero ya se sabe que ningún viaje de vuelta es inocente: “¿Por qué son tan tristes los andenes? ¿Cuántas veces hemos dicho en ellos un adiós definitivo?”. Hace mucho que dejó de ser aquella joven que se marchó llena de ilusiones, su mirada ya no es la de la niña asombrada que trasteaba en el jardín de los abuelos o se atrevía a desafiar a las monjas de la escuela. La Pilar adulta se ha roto por el desgarro de la guerra, por haber conocido un horror que jamás pensó que viviría. Tampoco el hogar de su familia es el mismo. Todo, todos, han cambiado.

Lo que “duerme bajo las aguas” son esas vidas quebradas por las guerras, la dictadura y las penurias de la posguerra, son todos esos sueños que no llegaron a hacerse realidad. Con esta novela, que condensa diversos registros –novela de formación, familiar, social e incluso bélica, si consideramos como tal la aproximación doméstica hacia el conflicto armado–, Kurtz narra algo más que una memoria personal: he aquí la radiografía de una generación, de un periodo de profundas sacudidas que sembraron muerte y destrucción, e instauraron un nuevo orden mundial. Hoy puede leerse, además, como un ejemplo de cómo aprender a vivir en un mundo incierto que no invita a la esperanza; la Historia, al menos, demuestra que al final la resistencia se impuso.

En medio de las tinieblas, la independencia de pensamiento de la protagonista alumbra: la claridad con la que aborda los aspectos más controvertidos de su intimidad, junto con ese espíritu crítico que se niega a adormecer, son revulsivos en el libro y en el conjunto de la obra de la autora, muy reflexiva. En sus últimas décadas sobresalió como escritora de literatura infantil, algo que ha soterrado en cierto modo su faceta como novelista para el público general. Ojalá la recuperación de Duermen bajo las aguas sea el primer paso para rescatarla del olvido y situarla en el lugar que sin duda merece entre los novelistas de posguerra. Su segunda (y espléndida) novela, El desconocido (1956), con la que ganó el Premio Planeta cuando esto todavía significaba algo, sería una buena opción para continuar con su rescate.