Alejandro Sawa, el escritor que usó su experiencia en un seminario para ser la voz contra la Iglesia católica

Alejandro Sawa, el escritor que usó su experiencia en un seminario para ser la voz contra la Iglesia católica

Amarillo Editora recupera ‘Criadero de curas’ (1888), una novela de este verso libre del naturalismo español inspirada en sus vivencias

El libro que destroza el mito de que el trabajo dignifica y te hace ser mejor persona

“Tal vez la infancia sea más larga que la vida”, escribe Ana María Matute en Paraíso inhabitado (2008). Para un escritor, la niñez y la adolescencia son un pozo sin fondo de materia literaria. En esas etapas se descubre el mundo con ojos de asombro, se foguean las obsesiones, se busca la intensidad en cada acción, se viven los primeros amores, los primeros tormentos, y se tiene un sentido inquebrantable de la amistad. Esas fases llenas de cambios dejan una huella (¿una herida?) imborrable, que un creador puede canalizar a través de su obra, sea de manera consciente o inconsciente, explícita o encubierta bajo la máscara de la imaginación.

A Alejandro Sawa (Sevilla, 1862 — Madrid, 1909) no le hizo falta disimular sus manías: Criadero de curas (1888), una novela breve recuperada por Amarillo Editora con una excelente introducción de su editora, Ester Vallejo –que ya rescató el libro Noche, del mismo autor–, expresa sin rodeos un anticlericalismo contundente, fundamentado en su experiencia en un seminario malagueño, de donde salió absolutamente desencantado, o, para ser más exactos, desengañado. Para este exponente del naturalismo radical español, coetáneo de Valle-Inclán y Pío Baroja, que reconocieron su influencia, con la literatura no cabía el disimulo o el adorno; debía describir la realidad en toda su sordidez.

No importaba que se recreara en la vulgaridad o la ordinariez hasta rozar la parodia; el tremendismo, unido a la denuncia social y la sátira, eran uno de sus elementos clave. En el presente, en el que impera una narrativa, por lo general, más desnuda de artificios, de vocación intimista y pulso templado, el registro de un escritor como él puede resultar un tanto histriónico, de una soltura verbosa, incluso en la brevedad del texto, que los años y la historia de la literatura han ido depurando y reorientando. Aun así, el interés del autor y de este pequeño libro están más que justificados por su indudable calidad.

Un discurso anticlerical

“A los diez años todavía se puede amar a Dios hasta el punto de encenderle luces sobre los altares”, se nos dice a propósito del pequeño Manolito, el protagonista de Criadero de curas. Sus padres, enfermos, deciden que su hijo será cura, aunque no ingresará en el seminario hasta que mueran. La madre, devota ferviente, lo deja todo bien atado en su testamento para que sus bienes se destinen a instituciones religiosas bajo la condición de que su niño se una al gremio. Solo hay un problema: Manolito, aunque creyente, carece de vocación: “¡Ah, no; él no quería el seminario ni el sacerdocio […]! Quería la libertad, y se la pedía a Dios de rodillas”.


Alejandro Sawa, escritor del que se recupera ahora su novela ‘Criadero de curas’

Obligarlo a entrar ahí resulta contraproducente: el protagonista no solo pierde la fe, sino que se convierte en un anticlericalista férreo. Y, aunque se escribiera en el siglo XIX, no es una historia tan lejana: ¿cuántos muchachos sintieron lo mismo tras agachar la cabeza ante los curas y las monjas que impartieron clase en los colegios durante el franquismo? Lo que disgusta al chico, y es un matiz importante, no es tanto la doctrina católica en sí como la Iglesia y sus ministros: “El cura era el enemigo. […] Y no porque los curas representaran al poder en aquella casa, sino porque eran malos”.

Detrás de los muros del seminario, los adultos al mando dan rienda suelta a sus instintos más bajos: se revelan como profesores tiranos, faltones, abusones, vengativos, gritones y despiadados. Sin medias tintas: aquí todo se lleva al extremo. El amigo que hace allí, Federico, le confirma sus sospechas. Ese malestar colectivo de los jóvenes se traduce en las descripciones del lugar, del ambiente: “Por fuera hace un día magnífico, pero en aquel interior de tumba es una medrosa luz crepuscular la que apenas si acierta a alumbrar tímidamente a las personas y las cosas”.

El protagonista, como niño huérfano, está especialmente desamparado. No tarda en ser consciente de que “con el cariño de los profesores, no tenía que contar para nada”. No es un alma cándida, mantiene los pies en el suelo, entiende lo que hay: “Se le tenía en consideración porque era rico y porque el jefe de la casa era su tutor y curador; porque le guardaba una fortuna […] que había heredado de sus padres”. Intereses, juego sucio; he aquí los valores de los representantes de dios; y todo ello en medio de una marea de emociones exacerbadas que no disminuyen su intensidad y hacen del seminario un averno más encendido que una pelea de bandas callejera.

El camino a la libertad del pensamiento

Sin embargo, el descenso a los infiernos de Manolito propicia, como todo rito iniciático, un aprendizaje valioso: “Después de seis meses […], después de notarse completamente solo y abandonado, no es de extrañar que la pobre criatura hubiera aprendido a pensar de forma propia”. La pérdida de la confianza en las instituciones eclesiásticas, una vez superado el trauma, empuja a un descubrimiento interior que dirige al chico hacia nada menos que el pensamiento libre, mediante el cultivo de un espíritu crítico, incompatible con el dogma católico. Se cierra una puerta, pero se abren muchas ventanas, y el joven está dispuesto a husmear en ellas.

También cultivó esa curiosidad indomable el propio Alejandro Sawa, considerado hoy una rara avis en la historia de la literatura española. En su trayectoria destacan los años en París en su juventud, donde trabajó para la editorial Garnier y ejerció como traductor, además de disfrutar de la ciudad bohemia del fin de siècle; sin duda, un gran cambio con respecto a su época en el seminario. De vuelta en Madrid, compaginó el periodismo con la creación literaria. Murió joven, ciego y con dificultades económicas, como un escritor de vida marginal que siempre mantuvo su independencia.

Hoy hay que agradecerle ese compromiso con sus principios, esa capacidad para hablar claro de las zonas truculentas de la sociedad y rebelarse ante una moral hipócrita. Puede parecer pesimista, y tétrico, y demasiado obcecado en retratar la maldad, los personajes sin matices, pero solo después de un buen barrido es posible discernir un nuevo rumbo. Y, por si fuera poco, es divertido. Disfruta provocando, llevando las escenas al extremo, lo que no está reñido con escribir, además, páginas de gran belleza. Su descaro, su punto de vista cargado de sarcasmo, se leen con la gratitud de encontrar, desde este siglo de la impostura, a un escritor genuino hasta sus últimas consecuencias.