La vida es provisional un año después de la DANA: «Todavía no entiendo cómo me salvé»

La vida es provisional un año después de la DANA: «Todavía no entiendo cómo me salvé»

Vanesa ha vuelto a su casa en Picanya después de un periplo de mudanzas. Miguel rehizo su inmobiliaria y ha abierto otra. Rafael se nota más alterado que antes del 29O. Los pueblos de l’Horta Sud han recuperado una apariencia de normalidad, pero hay bajos cerrados, faltan polideportivos, puentes en condiciones y cerrar la herida del barranco que los atraviesa

‘¿Dónde estaba Mazón?’: – El documental de elDiario.es que investiga la gran incógnita del día de la dana

La rotonda en la que los reyes de España encajaron una lluvia de barro es hoy un nudo de tráfico fluido por el que pasan despreocupadamente los coches en Paiporta. Nadie que cruzara esta ciudad de 29.000 habitantes, símbolo del tsunami fluvial que se tragó 229 vidas el 29 de octubre de 2024, podría sospechar que ese punto de asfalto impersonal coronado por un colosal edificio gris llamado Casa Gris saldrá en los libros de historia. Allí, hace un año, una sociedad herida de muerte y abandono, descargó su furia contra las más altas instituciones del Estado sin miramiento: los reyes, el presidente de Gobierno y el de la Generalitat.

Cuando la comitiva llegaba, todavía había muertos en los garajes, grifos sin agua, alcantarillas colapsadas y colas para obtener comida en una zona que se quedó de un plumazo sin supermercados, sin bajos comerciales y sin coches. Una lengua de barro que venía avisando desde las montañas se tragó la vida en dos horas sin que nadie fuera advertido.

Tampoco nadie que pase hoy por allí podría decir que Paiporta es un lugar especial o posbélico, si no fuera por cierto trasiego de periodistas nacionales e internacionales.


Dos mujeres pasan por un puente provisional de Paiporta, un año después de la dana

Todo es normal, aparentemente normal. Si no fuera porque entre la peluquería y el bar hay una persiana rota por la que asoma el morro de un Peugeot lleno de barro seco y trastos amontonados. Si no fuera porque su acristalado auditorio, que era el corazón de la vida cultural de esta localidad de l’Horta Sud, está como la DANA lo trajo al mundo. Allí nunca más ha sonado la voz de los actores o se ha escuchado afinar en ‘La’ ningún instrumento.

“La piscina municipal también ha sido una pérdida enorme, este verano lo hemos pasado mal, los niños no tenían donde bañarse y tampoco se puede hacer deporte en el polideportivo”, cuenta Rafael Ramos, hasta hace unas semanas presidente de la asociación de padres y madres Interampa, con quien elDiario.es se encuentra a las puertas del mismo centro educativo –que entonces no tenía ni puerta– un año después. Las casas y muchos bajos están nuevos, las ayudas se han cobrado en general. Pero la vida normal no ha vuelto.


Los reyes, el 4 de noviembre de 2024, tras la lluvia de barrio en Paiporta.

“Por ejemplo, tenemos un colegio que lo han metido en barracones en el patio de otro colegio y siguen obras y arreglos en muchos centros con los alumnos dentro”. Todo funciona, pero no va como antes. En el encuentro de 2024, Rafael estaba lleno de indignación y rabia, llevaba a elDiario.es a un trasiego de visitas para alertar de todas las injusticias que se estaban produciendo.

Hoy, un año después, este economista está sereno aunque admite no estar bien: “Saltamos por cosas que no son importantes, pero seguimos muy agradecidos a toda España, aún sentimos la ayuda y que la gente está con nosotros”. Ahora está recaudando fondos para una escultura que recuerde toda la solidaridad de aquellos días.

Un año después de la DANA, en imágenes

Desplaza el manejador a izquierda y derecha para ver las dos imágenes

Paiporta no solo se construyó en zona inundable y a los pies de un barranco peligroso –lo que los expertos llaman avenida relámpago porque en pocos minutos el caudal se multiplica– sino que está partida en dos y tiene barrios a ambos lados del cauce. Ya se puede cruzar de una parte a otra por dos puentes (los otros han desaparecido). Pero no se cruza de manera normal, como casi nada es normal aquí. Unas endebles vallas de obra evitan que los peatones caigan al lecho marrón del cauce que les atacó sin piedad aquella noche. El paso es tan estrecho que los adultos con carritos y los peatones tienen que darse la vez. Nadie se queja en esta tarde normal de que casi nada sea normal. Todo se ha rehecho de nuevo, pero la vida es provisional: una valla aquí, una calle cortada allá, un local cerrado, una marca de agua en las fachadas, albañiles y operarios todavía cambiando puertas o haciendo arreglos por los estragos del barro. Un bar de los inundados reabrió el viernes en Paiporta y fueron los vecinos a festejarse.

El barranco que atraviesa esta localidad se salió de madre por la tarde, sobre las seis. Su entonces alcaldesa –que ha dejado el cargo por motivos de salud– llamó alarmada a la delegada de Gobierno, que estaba en el Cecopi, y le dijo que estaba viendo a sus vecinos ahogarse por la ventana del Ayuntamiento, un edificio moderno que se asoma al Poyo. El pacífico y seco cauce con el que han convivido miles de paiportinos, el que cruzaban todos los días por uno de sus puentes, se envalentonó el 29 de octubre de 2024 y se tragó a 56 de ellos. Hoy, ese cauce es una cicatriz polvorienta y húmeda sobre la que cuadrillas de trabajo intentan poner orden y nueve pasarelas prometidas, como pequeños liliputienses intentando embridar al monstruo, que sigue prácticamente igual que lo dejó la riada. “Esto no se va a acabar nunca”, dicen frustradas un grupo de tres jubiladas al cruzar la pasarela precaria y ver la enormidad del Poyo seco, en el que se están reparando los márgenes para intentar que otra riada no acabe por desbordar al pueblo.


Pancarta en Aldaia que pide soluciones a las constantes inundaciones

A ocho kilómetros, en Aldaia, donde está el centro comercial Bonaire, llevan toda la vida conviviendo con los desbordes y achicando palmos de agua en cuanto llueve. Es una misión imposible, porque el barranco de la Saleta –que atraviesa el pueblo y es paralelo al Poyo– no desemboca en otro barranco, el mar o en un río. Desemboca en medio del pueblo. Sí. Allí se desparrama, donde a su vez se han construido barrios enteros sobre una huerta que era esponja y podría haber laminado el agua y de la que no queda nada. Allí donde Marietta posa antes de hacer un recorrido por el peligroso lecho rodeado de casas, vidas y colegios.


Marietta, del Comité Local de Reconstrucción de Aldaia, posa en medio del pueblo, donde desemboca el barranco de la Saleta.

Para intentar parar a la naturaleza, Aldaia lleva décadas haciendo apaños: unas compuertas estancas en los túneles, agujeros de desagüe en el barranco, aliviaderos que pretenden redirigir el agua de lluvia, muros, muretes, muritos. Su casa, como muchas otras en esta localidad de 34.000 habitantes conocida por sus polígonos y “el Bonaire”, tiene un forjado sanitario, que levanta y airea los cimientos de los edificios. Allí no hay pala que llegue y los pilares que sostienen los edificios están todavía hasta arriba de piedras y barro. Esta mujer, miembro de uno de los comités ciudadanos de la reconstrucción que han surgido en todas las localidades inundadas, duda de la capacidad del desvío proyectado del barranco de la Saleta para salvar al pueblo: “No valdrá para cantidades de agua como las de DANA”, expresa, mientras muestra unos bajos que se acaban de convertir en vivienda y que serían arrasados en otra riada. “Mira, como si nada”, lamenta. Pancartas que piden soluciones y puertas anti riada que remiendan los portales antiguos también expresan, sin palabras, las inquietudes con las que convive este pueblo acostumbrado a achicar, pero que nunca vio venir lo que pasaría y tiene terror de que se repita si no se ponen soluciones estructurales para fenómenos extremos.

Silvia fue víctima, precisamente, de la naturalidad con la que viven las inundaciones en Aldaia. Vive en Barcelona y vino a Valencia a trabajar, pero cuando fue a coger el coche había calles cortadas. “Un policía local me dijo que era normal, que ese pueblo siempre se inundaba, que me fuera a tomar un café a Bonaire y que en unas horas el agua bajaría”. Todo lo contrario. Pasó la noche refugiada en un pequeño montículo, viendo pasar contenedores y camiones arrastrados por cascadas furiosas de barro. Vivió varios días en casa de desconocidos, sin agua y racionando comida, hasta que pudo coger un autobús al centro de València, que la escupió un día soleado en pleno centro de la capital, en Plaza de España, con unas zapatillas pequeñas prestadas llenas de barro y sin móvil ni maleta. “Al bajar aluciné. Las terrazas estaban llenas y la gente se reía”, contaba hace un año con estupor a elDiario.es.

“Tengo planeado volver, y voy a ir al mismo hotel, quiero ir a Bonaire, hacer todo el recorrido del año pasado”, cuenta Silvia a elDiario.es. “Necesito vivirlo y verlo de otra manera”. A Silvia le ha quedado una secuela de aquel milagro del que salió viva: “No puedo coger el coche de noche, tampoco como pasajera, me da ansiedad. La inundación me pilló conduciendo y recuerdo el agobio de no saber por dónde ir y cómo salvarme”. El coche no era suyo, se ha dado por perdido y no ha recibido ninguna ayuda porque no tenía propiedades en Aldaia, aunque su jefe se hizo cargo de todos los gastos de transporte y hotel hasta que logró volver a Barcelona.

La sensación general entre los habitantes de la zona cero es que las ayudas, que tardaron meses en materializarse, han llegado. Las del Gobierno –que incluyen de compra de vehículos– y las de la Generalitat, así como los pagos de los seguros. Pero en muchos casos no han servido para reparar totalmente la desgracia. Según un reciente informe de la Cámara de Comercio, 460 empresas de servicios no han abierto, así como el 5,8% de empresas de polígonos industriales anegados, que se están reconstruyendo en el mismo lugar.


Una calle de la zona cero un día cualquiera tras la dana en 2024

Vanesa confirma que ha cobrado también todas las subvenciones públicas. La inundación del Poyo a su paso por Picanya se llevó la planta baja de la casa de esta periodista de À Punt, donde tenía cocina, salón, baño y despacho. Mandó a sus hijas con amigos y se quedó a limpiar y vigilar su vivienda hasta que lograron reponer la puerta. Cuando elDiario.es la entrevistó, justo tras la riada, se iba con su familia a vivir a una casa prestada en la capital. “Como la necesitaban en marzo, hemos tenido que estar un mes viviendo con mi madre, hasta que pudimos volver a Picanya”, cuenta. Provisional significa con las niñas durmiendo en colchones en la cocina. A muy pocos afectados se les ha ofrecido vivienda o realojo.

En su reforma no han puesto ninguna medida anti riada, está como antes: “De puertas para adentro hemos vuelto a la vida normal, pero de puertas hacia afuera la recuperación va muy lenta. Aquí casi todo el mundo pasaba por el centro deportivo, que se inundó y sigue igual. No hay niños que aprendan a nadar en Picanya, hay que irse a otros pueblos, yo las llevo a Xirivella. Picanya era verde, y todo sigue siendo marrón. No hay césped, ni se ha replantado, las alcantarillas las desatascamos los vecinos…”. Su marido y ella han recuperado su trabajo y lograron, después de unos meses, conseguir coche. En la última alerta roja, en septiembre, pasaron la noche en vela para vigilar el barranco que pasa a unos metros de su vivienda. En su calle, una vía residencial plagada de chaletitos, algunos se alquilan, otros no van a construirse. En todas las calles sigue el polvo marrón que recuerda aquella noche en que muchos salvaron la vida de milagro.

Miguel y su sobrina Sandra todavía no alcanzan a entender lo que les pasó en Catarroja. “Yo es que aún no entiendo cómo salvé la vida”, cuenta Miguel con una mueca de llanto contenida. Han cambiado las palas que empuñaban hace un año ante la cámara de elDiario.es por bolsas corporativas y catálogos de pisos. Su inmobiliaria, en la comercial plaza del Fumeral, está nueva y reluciente, incluso han abierto una segunda en Sedaví. En la reforma pidieron que se pintara en el muro dónde llegó el barro, más de dos metros. Una ola que rompió de pronto los cristales y les empujó hacia dentro del local, una ratonera de la que consiguieron salir a nado junto a dos clientes, una de las cuales no sabía nadar “y casi nos ahogamos todos”. El negocio va mejor que antes de la DANA, porque la crisis de la vivienda en la capital presiona también l’Horta Sud: “La gente busca lo que sea, primeros y bajos también, no les importa, porque está la cosa muy difícil. Estamos alquilando pisos de 80 ó 100 metros en Catarroja por 1.100 euros”. Pero “ni por todo el oro del mundo” compensa vivir la noche que pasaron. En la última alerta roja, el 29 de septiembre de este año, Miguel huyó de València y se fue con su familia a Madrid. “Tengo miedo, todavía no lo soporto”, cuenta, mientras se despide con una sonrisa y sigue su vieja vida nueva.

Llega la tarde a la zona cero. Los niños aparecen en las calles, toman la orilla del barranco con bicis y patines, miles de personas hacen recados pensando en su trabajo, la cena, en ir al gimnasio. Son casi las 6. A las mismas 6 de un día de hace un año, esta gente ocupada en lo cotidiano iba a empezar a agarrarse a árboles y rejas, a llamar a sus hijos y sus padres, a sacar el coche del garaje, a ver caer un puente en directo y a intentar salvar con sábanas y escaleras a sus vecinos.

El despertar a las horas más negras todo quedó marrón. Hoy, aquellas paredes, solares y medianas han sido redecoradas con grafitis coloridos y murales artísticos que intentan expresar lo que todavía está atascado en la garganta: “Juntos podemos”, “a los voluntarios”, “solo el pueblo salva al pueblo”. La rabia a puñados que se lanzó en Paiporta ha dado paso a unas calles sin barro pero con polvo. Unas calles donde vivir es posible y donde han podido volver los vecinos, que se dividen entre los que practican un dolido estoicismo y los que enarbolan una indignada resistencia ante las responsabilidades políticas por lo sucedido. Hoy todo aparenta normal, aunque nada sea como antes.