Ciudadano Andrés, al servicio de la república
El personaje es banal e incómodo. Los cientos de osos de peluche que cubren su cama y con los que se arropa al dormir este heterosexual blanco sexagenario y la misma cantidad de mujeres con las que se ufana de haber retozado, hacen pensar en Benny Hill
El silencio es la principal arma de comunicación de la monarquía. Un miembro de la realeza no hace declaraciones; sus gestos deben expresar el peso de las palabras. La reina Isabel dio la prueba magna de este precepto en un servicio póstumo. Sus restos se trasladaron desde Balmoral a Edimburgo, en un recorrido de largas horas que incluyó el acceso a cada pueblo que se encuentra en ese camino para que los súbditos escoceses pudieran dar el último adiós en las calles a su alteza real. Finalmente, en la capital de Escocia, se realizó una capilla ardiente abierta al público para partir en un vuelo al día siguiente a Londres. No es audaz sugerir que se asistió a un acto de campaña de la monarquía frente a un referéndum que luego el Tribunal Supremo británico declaró ilegal y prohibió realizar, pero en las elecciones generales de 2024 el independentismo escocés perdió por primera vez su mayoría histórica. Se puede decir que, a lo largo de siete décadas de reinado, habló más su pequeño bolso que su boca. Andrés, su vástago preferido, no ha sabido cerrar la suya.
La noche del 16 de noviembre de 2019, durante una hora y ante la audiencia británica, Andrés Mountbatten Windsor rompió la regla del silencio monárquico pero también la del elemental uso riguroso de un guion. Al relato de Andrés siempre lo improvisan las circunstancias.
Llama la atención, sin embargo, que en tiempos de aceleración, el consumo de noticias rápidas y falsas, la supremacía de las redes como canal de información frente a los medios de referencia, fuera una entrevista de la BBC, la televisión pública británica, donde iniciara la caída en diversas estaciones hasta acabar con la pérdida de todos sus títulos y el derecho a vivir en una residencia de la Corona.
En aquella conversación en el palacio de Buckinghan entre Andrés y la periodista Emily Maitles, sin embargo, no faltaron los pasajes propios de la telerrealidad.
Si bien es cierto que David Frost, el periodista que hizo una entrevista histórica a Richard Nixon, años después, en un encuentro con Bill Clinton no se reprimió al preguntarle si había amado a Monica Lewinsky, Maitles y el hijo de la reina Isabel se alejaron aún mucho más de la bahía de lo razonable pero no para hablar precisamente de sentimientos. Se llegaron a exponer detalles íntimos como la acusación de Virginia Giouffre, víctima sexual de Andrés cuando era menor de edad, obligada a bailar y mantener relaciones con él “empapado en sudor”. Cuando Maitles mencionó esto, Andrés respondió: “Yo no sudo”, para dar paso después a una vaga explicación médica. Todo esto en prime time, en un salón de Buckinghan.
El personaje es banal e incómodo. Los cientos de osos de peluche que cubren su cama y con los que se arropa al dormir este heterosexual blanco sexagenario y la misma cantidad de mujeres con las que se ufana de haber retozado, hacen pensar en Benny Hill. Si atendemos que su vocación manifiesta es la de espía británico al servicio de su madre, más que en James Bond, personaje al que admira, remite a Austin Powers. Aunque el hecho de haber cultivado amistades corruptas y lucrativas cuando ejerció de embajador comercial del Reino Unido con el traficante de armas libio condenado, Tarek Kaituni, o el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, reflejan a un inmoral en la mejor de las imputaciones posibles sin dejar espacio para bromas. Es verdad que después de Freud ningún chiste es inocente y, en este caso, menos aún cuando la razón de la caída de Andrés Mountbatten Windsor está vinculada con su relación con el delincuente sexual Jeffrey Epstein.
En el año 2000, cuando cumple 40 años, cuenta Andrew Lownie en su reciente biografía del expríncipe y su exmujer Sarah Ferguson, la revista Tatler, un mensuario británico de vanidades, publicó una entrevista muy diferente a la de la BBC. Allí se presenta como una persona abierta y de una gran fuerza moral, en quien, escribe el editor de Tatler, “no se atisban rastros de altivez, distanciamiento ni, incluso, gestos de la nobleza”. El periodista Will Lloyd asegura que aquella entrevista avergonzaría a los medios estatales de comunicación de Corea del Norte. Con el paso del tiempo y de los hechos, lo que no resulta frívolo sino ofensivo es que buena parte de aquella conversación promociona una campaña que entonces dirigía con el fin de recaudar fondos para la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Niños (NSPCC, por sus siglas en inglés) que persigue el maltrato infantil. En aquellos días ya se le veía en público con Ghislaine Maxwell –tal como acredita esa entrevista–, la pareja del financiero Jeffrey Epstein que reclutaba menores para los encuentros sexuales en las casas de Manhattan y Palm Beach de Epstein o en su isla privada en el Caribe a la que Andrés llegaba en el avión privado del financiero y pederasta al que llamaban “Lolita Express”.
Sin Epstein no se puede explicar a Andrés, pero tampoco se tiene un marco completo de un escenario que incluye los nombres de los expresidentes Donald Trump o Bill Clinton, quienes dejaron de frecuentarlo después de conocerse la condena. Aunque Clinton reconoció haber volado en el famoso avión algunas veces, pero para ir a África porque colaboraba en proyectos humanitarios con Epstein. Se corre el riesgo de perder la cuenta de las causas solidarias que se acumulan en los últimos párrafos.
Entre los objetos clasificados por las autoridades durante el allanamiento a la mansión de Epstein en Manhattan hay un retrato de Bill Clinton realizado por la artista Petrina Ryan-Kleid. El expresidente luce un sugerente vestido azul de mujer y zapatos de tacón rojo. La prenda, según indica el nombre de la obra, pertenece a Monica Lewinski. La respuesta de Clinton a David Foster sobre el amor por la exbecaria es esa.
Hay otra imagen de otro presidente pero en este caso es Trump. No es una obra artística ya que ha sido realizada por él mismo y es un regalo de cumpleaños a Epstein. En el dibujo se ve el perfil del cuerpo de una mujer con un texto que baja en cascada desde el cuello hasta el ombligo y en el que, a través de un diálogo, se menciona un “maravilloso secreto” que comparten ambos magnates. El dibujo está rubricado por Trump debajo del vientre de la mujer insinuando el vello púbico. Esta carta forma parte del libro de felicitaciones de Epstein y fue presentado por los demócratas en el Congreso en el marco de una investigación. Trump dijo que él no sabe dibujar.
El actual entorno del presidente también aparece entre los nombres divulgados en los documentos de Epstein expuestos por los congresistas demócratas: Steve Bannon, Elon Musk, Peter Thiel. No deja de ser una paradoja que quienes promueven una nueva monarquía tecnofeudal que sustituya el actual sistema democrático, figuren en una lista junto a un notorio miembro de la Casa de Windsor desterrado, justamente, por pertenecer a ese club.
El debate de esa gente gira en torno al modo de subvertir el actual sistema en tanto el rey Carlos busca la manera de ocultar lo mejor posible a su hermano y reducir al máximo a la familia real para paliar la fatiga de los materiales. Nada muy diferente de lo que ocurre con la Casa de Borbón, al punto de que Will Murray en The News Statesman sugiere que Andrés se exilie en Abu Dabi junto a Juan Carlos.
Vaya donde vaya, Andrés no podrá salir de su laberinto, mucho más complejo que el de York, donde tenía su ducado, ya que es un hombre que nunca ha sido capaz de encontrarse a sí mismo. No es casual que, según Andrew Lownie, además de la obra de Ian Fleming no deje de releer El talento de Mr. Ripley, un manual sobre el síndrome del impostor.
A todo esto, ¿alguien piensa en la república? Sí, Boris Johnson. Siendo aún primer ministro confesaba que si compartía una sola comida más con Andrés podría convertirlo en republicano.