Una manta y una bici

Una manta y una bici

Pienso en lo frágil que es todo, en lo poco que hace falta para que una vida entera se desmonte y acabe reducida a un banco, una mirada y a un recuerdo que ya no se puede ver porque también te lo han robado. Ayer me vino a decir que necesitaba una bicicleta para irse a trabajar al campo

Se llama Juan y tiene frío. Pasa las noches arropado por la copa de una jacaranda sobre el asiento de un banco del jardín de la seda, y duerme de lado porque, según me ha contado, sufre de apneas nocturnas, tiene pesadillas y, cuando no, un sueño muy ligero que lo lleva a despertarse cada quince minutos. Lo llevo viendo desde marzo, más o menos: tiene el pelo grasiento y canoso, desgarbado y repleto de calvas, bien disimuladas con el excedente de cabello de otras partes de su cabeza, que es grande como una sandía de temporada, y parece que ha llegado a una especie de acuerdo con su barba, una catarata de canas dobladas que le bajan hasta el cuello, para que permanezca impertérrita y no crezca más de lo necesario. Al mirarte, sus ojos se te clavan -mucho más por lo que pesa su mirada que por lo afilada que pueda ser- y hasta ahora siempre me saludaba dejando caer con solemnidad la cabeza hacia abajo. 

El otro día bajé a comprar con un tintineo en los bolsillos poco habitual en mí, que siempre pago con tarjeta, pero si algo bueno tiene el deficitario transporte público de Murcia es que para coger el autobús se sigue necesitando (no efectivo, sino) calderilla. La tarde anterior lo había saludado con el protocolario gesto de los tímidos -un hola que no es un hola, que es la forma menos brusca de decir al mismo tiempo ‘hola y adiós’- y había incluido el ademán de rebuscar, fracaso anticipado, unas monedas para ponerle en el plato. Al gesto de hola y adiós, si lo complementas esbozando una sonrisa tiesa y horizontal, también estás diciendo ‘lo siento, tío’. Pero el otro día llevaba suelto y quise purgar mi falta de solidaridad dándole todas las que llevaba. Me acerque a Juan y le dije: “Oye, perdona porque nunca te doy nada, pero es que nunca llevo suelto”, a lo que me respondió que no me preocupase y que muchas gracias. Aquello podía haber quedado ahí, pero raro es el día que no vuelvo a casa con una lección aprendida y me dijo que él, en realidad, más que dinero prefería comida. “Siempre me quedo aquí en la puerta hasta que cierra esto y al final no entro a comprar. Siempre acabo comprándome un kebab o una bolsa de patatas fritas y eso no es forma de comer”. 

De repente pensé en todas las veces que he pasado delante de él y en todas las veces que decidí obviar que ayudar a los demás no solo consiste en llevar dinero encima; en todas las veces que podría haber cogido una ensalada, un sandwich o un pastel de carne y habérselo puesto en el plato -que para eso están, a fin de cuentas-. Pero no lo había hecho hasta entonces porque tiene razón David Trueba y es mucho más fácil vivir con los ojos cerrados. “Pues, para la próxima, lo tendré en cuenta”, le dije. 

Al día siguiente volvía de trabajar y seguía en su puesto. Venía de tener un accidente -un procedimiento, un simulacro de muerte prematura y una discusión con un ciclista- en el carril bici de Gran Vía y estaba todavía distraído. Pasé junto a Juan y esta vez nos saludamos con la voz y no con la cabeza. Creo que se lo pensó al verme, porque después de saludarme tardó lo suficiente como para que me pillase de espaldas: “Oye, perdona”. Me giré rápido porque me sentía en deuda con él y me dijo que si me acordaba de él, que lo había ayudado justo ayer. “Claro”, le dije, “¿qué necesitas?”. Esto es algo que deberíamos preguntarnos mucho más los unos a los otros.

Quería una manta porque la noche anterior se la habían robado. También le quitaron, mientras dormía, una mochila que aunaba las pocas cosas que tenía. “Este domingo es mi cumpleaños y había ahorrado un poquito para dormir esa noche en el Legazpi y para invitar a dos amigos a tomar una cerveza aquí, en el parque. No eran ni quince euros”. Eché un vistazo al vasito de plástico escueto que contenía monedas rojizas que no sumarían ni dos euros y me pregunté cuánto tiempo necesita una persona sin hogar para ahorrar quince euros. “Pero eso es lo de menos, tenía también un móvil viejo donde tenía fotos de mis padres, que murieron cuando yo era muy joven. Ahora no tengo nada de ellos tampoco”. Y pensé en qué se convierte uno cuando no tiene nada y además pierde sus recuerdos; qué nos queda de humanos cuando solo tenemos una mirada triste y pesada, y hambre y frío y apenas esperanza en que el día siguiente no será la misma mierda, más bien la certeza de que así será. Le cogí un par de chorradas del súper y le bajé una manta y siguió contándome su historia.

Hace un año y pocos días vivía en Paiporta. Podría parar aquí y ya estaría todo explicado. C’est fini. Pero no. Estaba de alquiler en un bajo porque trabajaba en una subcontrata del Estado haciendo labores de mantenimiento de carreteras. La DANA le pilló en Murcia, visitando a un familiar, y al volver no tenía nada. Su familia es del norte de Valencia y él ha vivido casi toda su vida en la Región, pero después de octubre del 24 tuvo que quedar refugiado en casa de sus primos. “Me cobraron, tío. Me cobraban cinco euros cada vez que me duchaba, diez euros al día por dormir con ellos y otros diez por la comida”. Resulta que no solo hubo un hijo de puta aquellos días.

No le pregunté nada más porque ya me había contado lo suficiente. Siguió hablándome un rato, de cosas que no recuerdo bien, y al final me despedí con esa torpeza con la que uno se aleja sabiendo que no puede hacer mucho. Juan te mira como si quisiese disculparse por seguir existiendo. Y pienso en lo frágil que es todo, en lo poco que hace falta para que una vida entera se desmonte y acabe reducida a un banco, una mirada y a un recuerdo que ya no se puede ver porque también te lo han robado. Ayer me vino a decir que necesitaba una bicicleta para irse a trabajar al campo. Tiene que recorrer toda la ciudad hasta el chaflán del Rollo en el que recogen a currantes todos los días para recoger fruta a destajo en el campo de Cartagena. No sé si la ha conseguido, pero esta mañana al pasar por el jardín ya no estaba.