La violencia sexual ocurre cuando nadie mira
La resolución reconoce que las lagunas o contradicciones de Elisa Mouliaá son explicables por el bloqueo emocional, por la situación vivida y por la personalidad y notoriedad del presunto agresor. También señala el auto que el retraso en denunciar no invalida por sí solo su credibilidad como víctima
Casi ninguna agresión sexual sucede ante testigos; de hecho, la mayoría ocurrn en silencio, en dormitorios, en portales, en baños, en ascensores, en coches, en domicilios… en lugares donde sólo hay dos personas, el agresor y la víctima. Sin embargo, cada vez que una mujer denuncia una agresión sexual aparece una pregunta que en casi ningún otro delito surge: “¿hay testigos?”, como si la violencia sexual necesitara de espectadores para existir para hacer depender la credibilidad de las mujeres víctimas de un tercero que certifique lo ocurrido. Así, la ausencia de testigos presenciales, lo más común en este tipo de delitos, se convierte en los casos de agresión sexual en una anomalía sospechosa.
El auto que propone juzgar a Íñigo Errejón por un delito contra la libertad sexual, sin pretenderlo (y quizá tampoco sin que lo esperáramos), desmonta muchos de los argumentos machistas que se suelen usar para poner en duda la credibilidad de las mujeres que denuncian este tipo de agresiones. La resolución reconoce que las lagunas o contradicciones de Elisa Mouliaá son explicables por el bloqueo emocional, por la situación vivida y por la personalidad y notoriedad del presunto agresor. También señala el auto que el retraso en denunciar no invalida por sí solo su credibilidad como víctima, puesto que el relato encaja con los datos objetivos disponibles y, por tanto, su declaración constituye una prueba suficiente para iniciar un procedimiento penal. Ni el bloqueo emocional, ni el miedo, ni tardar en denunciar están reñidos con la coherencia del testimonio de Elisa Mouliaá. Todo aquello que tantas veces se usa contra las mujeres que denuncian violencia sexual se interpreta en este auto, con rigor, conforme a la doctrina del Tribunal Supremo.
Más allá de este caso concreto, y ampliando el análisis a tantos otros casos de violencia sexual contra las mujeres, es necesario subrayar que el trauma de una mujer que es víctima de este tipo de agresiones tiene su propio calendario y este, rara vez coincide con el del proceso penal. Pocos delitos exigen, como ocurre en los delitos contra la libertad sexual, que las víctimas tengan que “justificar” por qué no actuaron “de la forma correcta”, por qué no evitaron la agresión, por qué no dijeron que “no” cuando el agresor se les abalanzó sin usar violencia, por qué no huyeron cuando el galán resultó ser un monstruo. En este ámbito no se trata sólo de “creer o no creer”, sino de comprender cómo reaccionan los cuerpos y las mentes ante una situación límite, cómo opera el shock, la parálisis, la disociación o el bloqueo. Es necesario entender cómo se actúa la situación de prevalencia del agresor sobre su víctima para el silenciamiento de esta.
Quienes trabajan a diario con estos casos (psicólogas especializadas, juristas formadas en violencia sexual…,) saben que la clave no está únicamente en la credibilidad del relato, sino en analizar su coherencia relacionándola con cómo se comporta una víctima ante una agresión inesperada, cómo el vínculo previo, la confianza o la admiración pueden influir en la voluntad, cómo el miedo o la sorpresa pueden inmovilizar, cómo la culpa puede moldear la memoria, bloquear recuerdos y retrasar la denuncia… Por eso es tan importante la especialización entre las y los profesionales que escuchan, atienden, acompañan y operan en los procesos donde se dilucida si hay violencia sexual. Porque sin ese conocimiento experto se corre el riesgo de juzgar la reacción de las mujeres víctimas con parámetros ajenos a la psicología del trauma dejándose llevar por los sesgos machistas, clasistas y racistas que nos atraviesan si no somos conscientes de ellos.
Muchas de las mujeres que son víctimas de violencia sexual (mayores y menores de edad) son elegidas por el agresor en un momento en el que no esperan peligro, en un espacio del que no pueden salir y dentro de una relación que anula la capacidad real de decidir. En esos contextos, la posibilidad de negarse a la relación sexual no desaparece por falta de voluntad, sino porque se vuelve irreal o directamente imposible, como sucede en esas relaciones donde el desequilibrio (por edad, admiración o posición) limita la capacidad real de decidir. Es donde el consentimiento deja de ser una simple cuestión de “sí” o “no” para convertirse en algo que buena parte de las juristas feministas y la psicología del trauma llevan tiempo explicando. Cuando existe una situación de prevalencia, de bloqueo emocional o de desorientación, derivada de la confianza previa, de la admiración o de la sorpresa, la ausencia de resistencia no equivale al consentimiento.
El auto del caso Errejón apunta precisamente en esa dirección. Describe cómo la denunciante pudo quedar aturdida, bloqueada y sin capacidad real de reacción, y cómo esa falta de respuesta no invalida su relato. No entra directamente a determinar si hubo o no consentimiento, pero sí establece que la no reacción puede ser un efecto de las circunstancias y no necesariamente una señal de voluntad. Algo que desmonta uno de los prejuicios más persistentes a la hora de juzgar estos casos de violencia sexual, la idea de que, si una mujer no se resiste “lo suficiente”, aquello que pasó debe interpretarse como una relación consentida. Por eso este auto importa. Porque llega después de episodios recientes, como el del caso Dani Alves, que mostraron lo fácil que es que los viejos estereotipos vuelvan a imponerse sobre el análisis riguroso del trauma. Y porque recuerda algo esencial: que la justicia no puede retroceder en la comprensión de estas violencias, ni volver a medir el consentimiento con parámetros que nunca fueron justos ni reales.