Hecha de nubes
Toda nuestra cultura es el barco de la paradoja de Teseo, desde la arquitectura hasta la medicina, pasando por el arte. Cambiamos y añadimos tablones sin parar; pero la esencia de lo que nos constituye se mantiene intacta, y no siempre para bien
No nos ha llegado mucho del Catálogo de las mujeres, también conocido como Eeas; alrededor de mil trescientos versos de los seis o siete mil que debía de tener la obra atribuida a Hesíodo; pero, desde luego, sabemos que ese fantástico árbol genealógico es el de las mortales que se emparejaron con dioses, cuya descendencia empieza de milagro con la estirpe de Deucalión, porque Zeus decidió exterminar a la humanidad con un gran diluvio. Quizá les suene el acuoso mito; tiene variaciones para parar un tren, y en todas hay un héroe a quien avisa un Prometeo, desde la más antigua de todas, la que ya estaba en el Poema de Gilgamesh dos mil y pico años antes de nuestra era. Deucalión, Ziusudra, Utnapištim, el mismo personaje. Desde ese punto de vista, lo más interesante es la razón que tenía la divinidad de marras para querer limpiar el mundo: en el caso de Zeus, que le molestaba nuestra vileza; en el caso del sumerio y babilónico Enlil, que hacíamos demasiado ruido.
Por fortuna, nuestro estimado antepasado griego, su esposa y unos cuantos congéneres más, incluidos los habitantes de Parnaso –a quienes avisaron los lobos, según cuenta Pausanias en el libro X de su Descripción de Grecia–, sobrevivieron y se siguieron reproduciendo, permitiendo que Hesíodo llegara a la última parte del Catálogo, si damos por bueno que las Grandes Eeas no son uno de sus capítulos; y, en esa última parte, aparecen varias personas de interés: una espartana llamada Helena, de “hermosa cabellera”, “la belleza de la dorada Afrodita” y “destellos de las Gracias” y un montón de pretendientes tan mal prendados de la joven que, por poner un ejemplo de dicho texto, ni la habrían casado con el poderoso Menelao “si el rápido Aquiles la hubiera encontrado virgen cuando volvió a casa desde el Pelión”, o sea. La hija del rey Tindáreo y la reina Leda no llevó una vida fácil; vivía entre rapto y rapto, aunque quien conozca a Eurípides (lean todo lo suyo y acertarán), sabrá que las interpretaciones más populares de las historias clásicas no son necesariamente las únicas.
Antes de volver al magnífico poeta trágico, volvamos a uno de esos secuestros. Como sabemos, el primer rapto de Helena es algo anterior al asunto de Paris y Troya: sólo tenía “doce años de edad” el día que Teseo se presentó en compañía de Pirítoo y se la llevó con la altruista intención de dejarla encerrada hasta poder desposarla; sin embargo, Pirítoo quería secuestrar a su vez a Perséfone, que reinaba en el inframundo y, mientras ellos estaban de viaje, llegaron los hermanos de Helena y la liberaron con ayuda de “los lacedemonios y los arcadios” (Apolodoro, Biblioteca mitológica). Hay bastantes momentos del no tan luminoso cuento de Atenas donde el Mediterráneo entero ha celebrado la desgracia de alguno de sus héroes, y la de los dos listos sigue provocando aplausos gracias a Hades, quien los invitó a un banquete y los dejó pegados a sus sillas. En la versión más extendida del mito, Pirítoo sigue allí; en todas las versiones, Teseo escapó con ayuda de Heracles, perdió su suerte y falleció poco después en la isla de Esciro, dejándonos sus aventuras y lo relevante para este texto: la conocidísima paradoja que lleva su nombre.
Dice Plutarco en Vidas paralelas que los atenienses aún conservaban para entonces la “nave de treinta remos” en la que había regresado Teseo desde Creta; de hecho, la conservaron hasta la época “de Demetrio Falereo”, el impulsor de la Biblioteca de Alejandría y, entre tanto, se dedicaron a quitar “la madera gastada” y sustituirla por “madera nueva”, para alegría de “los filósofos”. ¿Era al final el mismo barco? ¿Qué se entiende por mismo? O planteado de otro modo, ¿en qué consiste la identidad y, hasta cierto punto, nuestra concepción de la propia Historia? Muchos siglos después, descubrimos que el cuerpo humano regenera sus células constantemente, y no se suele afirmar que no seamos los mismos por ello; pero, sin necesidad de llegar a eso, toda nuestra cultura es ese barco, con independencia de que hablemos de arquitectura, ingeniería o teatro: cambiamos tablones, piedras, interpretaciones, estilos, modelos científicos; cambiamos y añadimos sin parar y, no obstante, la esencia de lo que nos constituye se mantiene grosso modo intacta, hasta en la ficción, como se verá ahora.
Si se escribe “el rapto de Helena” sin más, es decir, sin puntualizaciones, la inmensa mayoría pensará automáticamente en Paris y los acontecimientos que, según esa leyenda, llevaron a la destrucción de la ciudad de los teucros; pocos pensarán en Teseo –generó menos literatura, con permiso de Estesícoro y Píndaro–, lo cual tiene su gracia, porque Teseo la rapta siempre y, en cambio, París la rapta en unos relatos, se fuga con ella en otros y, regresando a la Helena de Eurípides, lo que rapta es “una imagen funesta hecha de nubes”, una ilusión óptica de Hermes para poder salvarla, con la promesa de que “algún día”, cuando Menelao supiera “que yo no había estado en Troya ni profanado mi lecho”, podría vivir con él en “la ínclita tierra de Esparta”. Eurípides, uno de los mejores dramaturgos de todos tiempos, exime a Helena no sólo de la acusación de haber sido culpable de la guerra, sino también de la de “haber faltado” a su marido; Eurípides la presenta como una víctima, convertida en “mujer execrable” por lo que en la actualidad llamaríamos propaganda y, aun así, sigue sin imponerse al resto de las versiones en nuestro imaginario.
La paradoja de Teseo ya no es una verdadera paradoja, sino una forma directa de demostrar que, por mucho que todo fluya (Heráclito), fluye dentro de la superestructura de lo que somos, de nuestra educación, de nuestras creencias, de nuestros mitos, en un espacio tan sólido como las columnas del Partenón. Sí, la nave es la misma y, por supuesto, no deja de serlo en función de qué vida supuesta de Helena esté más de moda o nos agrade más; pero no se conoce ninguna nave que sobreviva sin reparaciones. La madera podrida no llega a la posteridad y, si por algún motivo llega –y la política puede hacer esas cosas– la putrefacción sobrepasa el casco y el mástil con una facilidad sorprendente. Los antiguos habrían echado la culpa a los dioses; nosotros ni siquiera nos podemos escudar tras ellos.