Marta, deportada a Colombia por no tener papeles tras 23 años en España: «No pude despedirme de mis hijos»

Marta, deportada a Colombia por no tener papeles tras 23 años en España: «No pude despedirme de mis hijos»

Esta mujer fue enviada hace unos meses desde el CIE de Barcelona a su país de origen sin apenas aviso previo, una práctica frecuente según las entidades sociales

Los CIE encerraron en 2024 a migrantes con familia y fuerte arraigo en España, según un nuevo informe

Marta fue expulsada de España tras 23 años viviendo en Zaragoza y sin poder despedirse de sus tres hijos. Salma, en cambio, visitaba cada día a su hijo, Jalal, atrapado a la espera de una orden de expulsión casi dos décadas después de haber llegado a España. Como ella, muchas otras mujeres acuden al Centro de Internamiento de Extranjeros de Barcelona (CIE) para reencontrarse, aunque solo sea por unas horas, con sus familiares.

¿Cómo acabaron Marta y Jalal en un CIE a pesar de llevar 20 años en España? La decisión se toma con base en un informe policial que detalla si la persona tiene arraigo, domicilio conocido o antecedentes penales. Sin embargo, a menudo la información es incompleta.

Marta, crónica de una expulsión 

El pasado 8 de abril Marta permanecía tumbada en la cama, igual que sus otras dos compañeras, en una celda del pabellón de mujeres del CIE de Barcelona. El módulo femenino donde descansaba se inauguró a principios de 2023 y, ese mismo año, entraron 62 internas. En 2024 fueron 29. Para 2025 todavía no hay cifras oficiales, pero Marta fue una de ellas.

Ese día, según ella misma recuerda, la Policía Nacional irrumpió en la celda con prisas y empezaron a repartir bolsas de basura en las que les ordenaron meter dentro todas sus pertenencias. 

Cuando intuyeron que iban a ser expulsadas, las internas insistieron en que querían pedir asilo y hablar con su abogado, pero según relata Marta, la policía les negó ese derecho. Cuando vio que la deportación era inminente, solicitó hablar con sus tres hijos y con su madre, que viven en Zaragoza. Sin embargo, explica, los policías la cortaron en seco: por razones de seguridad, solo podía hacer una única llamada y tenía que ser internacional. 

Marta recuerda los empujones y cómo fueron trasladadas a la biblioteca del centro. Allí se encontraron con una quincena de internos, hombres de procedencia colombiana y peruana. “Estaba en estado de shock, aterrada”, recuerda durante una conversación mantenida pocos días después de lo sucedido.

Fuera del CIE les esperaban un autobús, varios coches patrulla y furgones de la Policía Nacional. Formaban parte de un vuelo colectivo de expulsión con decenas de internos de toda España y un centenar de agentes. Marta cuenta que les mostraron distintos documentos para que firmaran: la orden de expulsión y la devolución de sus objetos personales. Pero no les permitieron leer nada.

A Marta le tocó viajar en coche. Tras una parada en Zaragoza, llegaron a Madrid. Tenía las manos hinchadas: llevaba más de diez horas esposada y solo pudo ir al baño un par de veces, atada y con una policía a su lado. No pudo cambiarse de ropa: iba manchada de sangre. “Tengo la regla muy abundante, sangro mucho y tengo cólicos fuertes”, dice, indignada por el trato recibido.

Pero no acabó ahí. Marta recuerda que, a la llegada a Madrid, la policía esparció por el suelo las bolsas de basura con sus pertenencias. “Aquello parecía un vertedero”, recuerda. Los internos las iban abriendo en busca de sus cosas, apresurados por recuperarlas antes de subir al avión.

Cuando aterrizaron en Bogotá, Jorge Leonardo, un interno que había conocido en el CIE, le echó una mano. Marta no tenía dinero, pero él contaba con cuarenta euros, en dos billetes de veinte: uno de ellos con un trozo de celo que nadie quería cambiar. Los otros veinte los usó para coger un autobús e ir a ver a unos parientes de su amigo. Sin dinero ni batería en el móvil, Marta tardó dos días en conseguir hablar con su hermano. Ya hacía 72 horas que su familia no sabía nada de ella. 

“Cuando mi hermano me escuchó, se puso a llorar. No podía parar. Empecé a enviar audios a mis hijos para que no sospecharan nada. Pero mi hija se dio cuenta. Casi dejó de comer. El pequeño, de dieciocho años, es quien está más afectado. Me expulsaron sin que pudiera despedirme de ellos; la familia está destrozada”, insiste Marta en una conversación telefónica pocos después de llegar a Colombia. 

Hacía pocos meses que la jueza de control del CIE había recordado por escrito al director del centro que la policía está obligada a avisar con al menos 24 horas de antelación de una expulsión. La magistrada había hecho esta advertencia a raíz de un caso anterior, el de otra mujer expulsada sin previo aviso. Le preocupaba que no fuera un hecho aislado, sino una práctica sistemática. La carta se envió “a los efectos de evitar actuaciones o procedimientos que pudieran constituir pautas generalizadas”, señala la resolución.

Cel Far Sicart, responsable de visitas al CIE de la entidad Migra Studium, asegura que han detectado otros casos como el de Marta. Pero además apunta que 24 horas tampoco es tiempo suficiente: “Ese margen tan reducido les impide presentar recursos jurídicos, denunciar vulneraciones y, además, las familias no pueden despedirse, lo que genera un fuerte sentimiento de indefensión y angustia”.


La entrada de vehículos de la Policía Nacional con migrantes es la imagen habitual en el CIE de Barcelona. En 2024 fueron internadas 401 personas

Marta llegó hace veintitrés años a España. Ha trabajado de camarera, cuidando ancianos, en una editorial, en un almacén de ropa, en una empresa de limpieza… Ha hecho de todo. ¿Cómo es posible que no tenga papeles? ¿Quizás estuvo en la cárcel? “Nunca”, responde. En el CIE hay personas que han pasado por prisión y han visto su condena transformada en una orden de expulsión. Pero no era su caso. 

En 2005, durante la última gran regularización, el gobierno de Zapatero concedió permiso de trabajo y residencia a más de medio millón de inmigrantes. Marta tenía una amiga en una empresa de limpieza con la que acordó que le pagaría la Seguridad Social para poder regularizar su situación. Pero cuando fue a renovar su permiso, le dijeron que no había ingresado ninguna cuota. Le abrieron una orden de expulsión por no tener los papeles en regla. Encontró trabajo y recuperó la tarjeta de residencia. Pero cuando perdió el empleo, también perdió el permiso. 

Marta Vallverdú, abogada de Irídia, reconoce que las condiciones para renovar los papeles son muy duras. “Muchos de nosotros [en referencia a las personas nacidas en España] no las cumpliríamos. Tienes que reunir una serie de requisitos, como haber cotizado un tiempo determinado. No es fácil”, especifica.

Desde entonces, atrapada en un ciclo de trabajos inestables y papeles frágiles, se fue perdiendo en el laberinto administrativo. El último mazazo le llegó a raíz de un desahucio: “Lo perdí todo: la ropa, los muebles… Y me abrieron una orden de expulsión. Intenté anularla con un abogado, pero mientras hacíamos el trámite me enviaron al CIE”, relata. 

La abogada de oficio apareció minutos antes de la vista. El juez, el fiscal y su abogada coincidieron en la misma lectura: no creían su historia. “Decían que no tenía padrón, ni un piso alquilado a mi nombre, ni agrupación familiar formalizada”, recuerda Marta. Con estas ausencias administrativas, se dictó el ingreso en el CIE. 

Entonces, su familia buscó un abogado privado para intentar presentar un recurso. Suelen ser los allegados quienes, a contrarreloj, deben aportar pruebas de arraigo que la policía haya podido pasar por alto en su informe: tarjetas sanitarias, certificados de empadronamiento, inscripciones en cursos de lengua… Documentos que pueden marcar la diferencia entre el internamiento y la libertad. Pero no hubo tiempo, la expulsaron.

La decisión final depende, en última instancia, del criterio de cada juez. “Con la misma información, uno puede decidir una cosa y otro, lo contrario”, aclara la magistrada de Control del CIE, Zita Hernández. “Nos encontramos con que faltan datos, pero aun así, tenemos que decidir”, añade.


La sala de espera del Centro de Internamiento de Extranjeros de Barcelona, situada bajo una carpa blanca y azul, dispone de un lavabo, sillas y algunos juegos infantiles

Salma y su hijo Jalal: cuarenta días de angustia 

“Me levanto por la mañana y tengo un ta-ta-ta-ta aquí”. Se toca el pecho. “No paro de pensar y pensar, cada vez más rápido, bu-bu-bu, empiezo a dar vueltas por casa, vueltas y más vueltas. Entonces me da un mareo, me paro, me encojo, me hago pequeña y cierro los ojos”, explica Salma. Su único hijo, Jalal, lleva 19 años viviendo en Catalunya. Se marchó de su país cuando solo tenía trece, y este año, al cumplir los 32, fue internado en el CIE de Barcelona.

Mientras estuvo encerrado, Salma hacía cada semana un largo viaje para verlo. Preparaba una bolsa con un bocadillo, una botella de agua y tabaco para su hijo. Dedicaba todo el día a visitarlo. Tres horas de ida y tres de vuelta: dos autobuses, tres líneas de metro diferentes y una larga caminata de veinte minutos por una zona desierta, sin gente, donde solo circulan camiones. “El silencio y la ansiedad te acompañan hasta el CIE”, explica mientras recorre la parte final del trayecto.

Los primeros días en el centro, Jalal se quedaba en un rincón, en silencio, dejándose llevar por sus pensamientos hasta que la angustia lo ahogaba. Pensaba en la expulsión, en lo que vendría después. “Al principio me desmayaba, los policías me daban ventolín para respirar, me faltaba el aire”, reconoce en una conversación telefónica durante su estancia en el CIE.

Los internos pueden hablar por teléfono, pero solo con móviles sin cámara ni acceso a Internet. La Ley de Extranjería establece que el ingreso en un CIE debe ser un recurso no penitenciario y de carácter excepcional: no han cometido ningún delito, solo carecen de papeles. Sin embargo, como muestran la historia de Marta y Jalal, y el último informe sobre los centros de internamiento, publicado este octubre por el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), “se priva de libertad a personas con largas trayectorias de arraigo”.


Protesta de un centenar de personas frente al CIE de Barcelona, el pasado abril, pocos días antes de la expulsión masiva de decenas de internos. 

Hace más de cuarenta años, Salma decidió migrar. Quería preparar un futuro para su hijo. Otras familias de Marruecos hacían lo mismo, pero había una diferencia: ella era mujer. No tenía otra opción que dejar al niño con una conocida. Solo sería por un tiempo. Ella regularizaría su situación y pediría la reagrupación familiar. Pero el tiempo pasó y, de repente, ya habían pasado ocho años. “Siempre me reprocha que lo abandoné, pero yo he sufrido mucho, mucho”.

Hace años que Salma trabaja como cuidadora en distintas residencias cercanas a Barcelona. Se ha formado, tiene el diploma sanitario para la atención de personas con dependencia. Cuando habla del trabajo, asiente y aprieta los labios. “Es un trabajo duro y mal pagado”. 

Años de limpiar casas, levantar cuerpos frágiles, cargar pesos, le han destrozado la rodilla. Cada noche se pincha un calmante fuerte para poder dormir. Pero el problema no es el malestar físico. “Lo peor es esta tristeza. Me bloqueo. Es como si me hubieran colgado al revés, solo tengo un hijo”. 

Durante cuarenta días encerrado, Jalal vivió episodios de discriminación y violencia. “Un día, golpearon a mi compañero de habitación solo porque tardaba en vestirse”, rememora ahora. Desde el Ministerio de Interior aseguran que “las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado garantizan la seguridad y el libre ejercicio de los derechos y libertades de todos los ciudadanos […] y actúan en esos términos, con estricto sometimiento al ordenamiento jurídico”. Pero internos como Jalal describen bofetadas, insultos y aseguran que el miedo a ser agredido o deportado eran parte de su día a día.

Aun así, Jalal salió. Y emprendió el camino hacia el pueblo del Vallès en el que vive con su madre: fueron tres líneas de metro diferentes y dos autobuses. Cuando se vieron, se fundieron en un abrazo intenso. Lloraron. Después, prepararon té. Entonces llegaron las primeras preguntas: “¿Y ahora qué vamos a hacer?”, reflexiona en una conversación telefónica mantenida con este medio el día de su liberación.

A pesar de haber vivido casi veinte años en España, el único documento legal que tiene Jalal es una orden de expulsión. Esta es la situación más habitual en el CIE de Barcelona: casi cada año, más de la mitad de las personas internadas no llegan a ser expulsadas. En 2024 solo se ejecutaron 148 expulsiones, el 37% del total, prácticamente la misma proporción que en 2023. El 63% restante quedó en libertad. 

Hay muchas razones por las que los internos pueden salir. La primera es que solo pueden estar en el CIE durante 60 días; si en ese tiempo la policía no ha conseguido preparar un vuelo de deportación, deben quedar en libertad. También puede ocurrir que la frontera entre países esté cerrada; puede ser que la persona haya solicitado asilo y todavía esté en trámite cuando se alcanza el límite de los 60 días; o bien que el juez haya aceptado el recurso con la información que acredita que la persona reside en España desde hace años.

Con todo, Cel Far Sicart, de Migra Studium, aclara que salir del CIE no significa quedar en situación regular, solo que no se ha podido ejecutar la expulsión. “Tener una orden de expulsión implica vivir bajo la amenaza de ser detenido otra vez; sin embargo, teóricamente no pueden volver a internarte en un plazo de dos años”.

Los internos en el CIE no están allí por haber cometido un delito, sino por una falta administrativa: estar en situación irregular. Desde Migra Studium y otras entidades se ha denunciado reiteradamente que los CIE son “mecanismos que generan dolor y sufrimiento, y el hecho de que salgan más internos en libertad que expulsados es una prueba muy clara de ello”.

Ahora Salma y Jalal vuelven a empezar de cero. Tienen que buscar un abogado, y asumir el coste económico para limpiar el expediente de su hijo para que pueda trabajar o alquilar un piso. El joven habrá conseguido la libertad, pero seguirá estrechamente ligado a aquel centro del que lo sacaron a toda prisa y del que no pudo salir durante cuarenta días. 

Los nombres han sido modificados a petición de los protagonistas para proteger su intimidad. 

Premio Montserrat Roig a la promoción de la investigación en el ámbito de los derechos sociales y la acción social en Barcelona.