El eterno retorno de Marguerite Duras, la escritora que rompió las reglas, no renunció al placer y siguió su instinto

El eterno retorno de Marguerite Duras, la escritora que rompió las reglas, no renunció al placer y siguió su instinto

La editorial Tusquets recupera dos libros de la escritora francesa: ‘El amante’, considerada su obra maestra, y ‘Escribir’, donde reflexiona sobre el oficio

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“Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, pero me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado”. Son las palabras que un hombre dirige a una mujer en uno de los principios más memorables de la historia de la literatura, el de El amante (1984), la novela más emblemática de Marguerite Duras (Saigón, 1914-París, 1996). Esa mujer madura, la narradora, no es otra que su alter ego, que rememora un amor de adolescencia con un hombre chino acaudalado, doce años mayor que ella, en el Vietnam de la Indochina francesa, donde vivió hasta los dieciocho años.

Tusquets ha recuperado la novela con la ya mítica traducción de Ana María Moix, que conserva su intensidad, su cadencia. Porque hablar de Marguerite Duras es hablar de la pasión, de una sed arrolladora de vida que no se deja amedrentar por nada ni por nadie, un fuego que se trasluce en su estilo, tanto el de los libros como el de las películas. Uno de los hilos de El amante es esa relación entre opuestos que desafía convenciones, pero por encima de todo es una confesión de esa etapa en la que la joven narradora se abre al mundo adulto, una etapa en la que por supuesto rompe las reglas, desafía a la autoridad materna, no renuncia al placer y sigue su propio instinto, le salga como le salga.

Las tensiones con la madre son uno de los grandes temas de esta novela, y quizá el más olvidado cuando se la recuerda, por esa costumbre de centrarse tanto, críticos y lectores y adaptadores (de la versión al cine de 1992 no se encargó la autora, sino Jean-Jacques Annaud), en el romance, un romance que tiene la salsa del triple tabú: diferencia étnica, diferencia de edad, diferencia social. Y mucha atracción, porque a los protagonistas los mueve el deseo. Es ahí donde surge el conflicto maternofilial, cuando la hija antepone la satisfacción personal, aunque la lleve a una deriva imprudente, a la disciplina del hogar.

Duras tuvo una infancia traumática, marcada por la muerte temprana del padre —tanto él como la madre eran maestros en el Vietnam colonial—, que sumió a la madre y a sus tres hijos en la inestabilidad y la escasez. La relación de la futura escritora con su progenitora tiene tiranteces y distancias que aumentan a medida que se convierte en una adolescente transgresora, que cruza todos los límites y se atreve a vivir a su manera. De algún modo, la libertad con la que la narradora se entrega a ese amor imprudente es fruto de la educación recibida, una educación que no la alejó de la población autóctona, como a muchos niños occidentales criados en las colonias, sino que le proporcionó una mirada desprejuiciada que se refleja en su concepción artística.

“Veo que mi madre está claramente loca. Veo que Dô y mi hermano siempre han tenido acceso a esa locura. Que yo no, yo aún no la había visto. Que nunca se me había ocurrido que mi madre estaba loca. Lo estaba”, escribe. Es esta naturalidad, con su ritmo hipnótico, lo que cautiva. Son esos arañazos, que aparecen en el relato sin estridencias: “Y después, un día, se acabó. Ahora la madre y los dos hermanos están muertos. También para los recuerdos es demasiado tarde. Ya no sé si los quise. Los abandoné”. La herida se mira con la rotundidad de la joven rebelde, pero también con la mujer madura que mira atrás, sin lamentarse: “Se acabó, ya no lo recuerdo. Por eso ahora escribo tan fácilmente sobre ella, tan largo, tan tendido, ella se ha convertido en escritura corriente”.

Los surcos de ese rostro devastado son los de una piel que ha vivido, que ha tocado y se ha dejado tocar, que ha sufrido inclemencias, que jamás ha temido exponerse al sol, por mucho que pueda quemarla con insolencia. La belleza, una concepción de la belleza que no responde a otro canon que el de la mirada propia, es otro motor de El amante. Frente al silencio, la escasez, la contención y la frialdad del hogar (“En nuestra familia no solo no se celebraba ninguna fiesta”, explica, “sino que tampoco había árbol de Navidad, ni ningún pañuelo bordado, ni ninguna flor”), la protagonista cruza fronteras, colma los deseos de su cuerpo, se deja consentir por el amado, busca las caricias que no encontró en casa en las manos extranjeras del desconocido.

Una escritora que siempre supo que quería serlo

“No merece la pena tener miedo”, sentencia. Lo afirma a propósito de la relación, pero bien podría ser una declaración de principios. También: “Ese quebrantamiento de las mujeres a sí mismas ejercido por ellas mismas siempre me ha parecido un error”. Lo arrebatador de El amante no es el descubrimiento del amor a través de una relación prohibida —¡se han escrito tantas…!—, sino esta mordedura de la narradora irredenta, que da a la aventura el valor de algo más, de un cruce de fronteras que le reveló quién era ella, quién podía ser fuera de las puertas del hogar.

Y ella tenía claro quién quería ser: “Creo que mi vida ha empezado a mostrárseme. […] Escribiré libros. Eso es lo que vislumbro más allá del instante, en el gran desierto bajo cuyos trazos se me aparece la amplitud de mi vida”. Esa revelación de las páginas finales de El amante se complementa con el ensayo que la editorial también ha recuperado, Escribir (1993), en versión de la misma traductora, una obra indispensable para acercarse a la forja de un oficio, a una soledad buscada “para escribir libros que yo aún desconocía, que ni yo ni nadie había concebido aún”.

Quizá todos los escritores fueron niños solitarios; la cuestión es que integrar la soledad en la rutina es una parte esencial del proceso creativo: “La soledad de la escritura es una soledad sin la que lo escrito no se produce, o se desmigaba, exangüe”. Sostiene que hay que mantener una separación de los demás, cuidar el espacio propio dedicado a escribir, en el que no obstante se cuelan invitados indeseados: “La soledad también significa: o la muerte, o el libro. Pero ante todo también significa: el alcohol”. Ella no niega el vicio, las caídas. Escribir no es un manual de buenas prácticas; es un texto tan íntimo como el resto de los suyos, con su carácter, y ahí reside su valor.

“Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que solo la escritura te salvará”. Escribir podría haberse titulado La vida o Confesiones. Porque, para quien dedica su existencia a la escritura, vivir y escribir son inseparables. Se nutren, se respiran, se dan sentido. Ella escribe sin mapas, a la aventura. Sin miedo, dejándose impregnar por las palabras: “Cuando yo escribía en la casa, todo escribía. La escritura estaba en todas partes”. No escribir era caer de nuevo: “Estar perdido sin poder escribir más […]. Entonces es cuando se bebe”.

Ella supo alumbrar el camino para una escritura “salvaje”: “Se alcanza un salvajismo anterior a la vida. […] Una se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe”. Para Duras, la literatura surge del cuerpo, de la experiencia, de la emoción, no tanto para reproducir una vivencia con fidelidad (la memoria es juguetona) como para darle un latido, para que la historia esté viva. Audaz, la autora escribe desde la creación y la destrucción, desde la intimidad y la extrañeza, desde el amor y el dolor, desde la unión y la pérdida. En esos bordes, en las fronteras de los muchos espacios que habitó, está la vida. Solo se puede escribir desde ahí, desde ese punto intermedio. Y sola: “En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero”.