Qué nos dicen las emisiones de 2025 sobre nuestro futuro

Qué nos dicen las emisiones de 2025 sobre nuestro futuro

No basta con dejar que la transición avance; hay que impulsarla deliberadamente, con estrategia y velocidad. Además, eso únicamente se puede lograr con política industrial y planificación del Estado

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En estos días se celebra la COP30, el gran encuentro internacional en el que se depositan -quizá excesivamente- gran parte de las esperanzas políticas frente al calentamiento global. Año tras año asistimos al mismo patrón: declaraciones solemnes, compromisos difusos y avances muy por detrás de lo necesario. La prueba más contundente es que, desde la primera COP, las emisiones globales de CO₂ no han dejado de aumentar -con excepción del año de la pandemia-.

Las emisiones de este año no han evolucionado de manera muy diferente. Según los últimos datos del Global Carbon Project, las emisiones fósiles crecerán alrededor de un 1%. La reducción de la deforestación y los incendios hará que las emisiones derivadas del cambio de uso del suelo disminuyan ligeramente, pero el balance global es demoledor: para Nochevieja habremos añadido unas 42 gigatoneladas adicionales de CO₂ a la atmósfera. Si realmente quisiéramos estabilizar la temperatura media global, las emisiones netas deberían haber llegado ya a cero. Por ello, la mayoría de los expertos coincide en que el objetivo de limitar el calentamiento a 1,5 ºC para 2100 es ya inalcanzable. Con las políticas actuales, advierte la Agencia Internacional de la Energía, nos dirigimos hacia unos 2,4 ºC, un nivel capaz de desencadenar alteraciones peligrosas e impredecibles en los sistemas biofísicos de la Tierra.

Un dato relevante es que el grueso de las emisiones fósiles procede del carbón, muy por encima del petróleo o el gas natural, que emiten menos CO₂ por unidad de energía. Como recuerda Jean-Baptiste Fressoz en su reciente More and More and More, la historia energética no es una secuencia de sustituciones ordenadas, sino un proceso de acumulación: no abandonamos unas fuentes por otras, sino que las usamos todas a la vez. En sentido estricto, gran parte del mundo sigue viviendo en la era del carbón, si bien la economía-mundo sigue siendo enteramente dependiente de todos los combustibles fósiles. Eso incluye a las sociedades occidentales que ya no producen apenas con carbón en sus territorios pero que consumen productos importados que sí fueron producidos quemando el mineral fósil.

El caso es que en apenas dos siglos y medio -un suspiro en términos geológicos- la humanidad ha consumido la energía concentrada en el subsuelo durante millones de años. Esa “herencia fósil” nos ha permitido alcanzar niveles de bienestar impensables en sociedades preindustriales, pero su carácter excepcional suele pasar desapercibido. Los combustibles fósiles son finitos y, además, están achicharrando el planeta. Si considerásemos esa energía como un legado, estaríamos actuando como los herederos más imprudentes de la historia: gastando la fortuna a toda velocidad y a costa de otras especies y de las generaciones futuras. Así que cuando dejemos de quemar combustibles fósiles, volveremos a depender únicamente de energías renovables. Pero hacerlo solo con las renovables tradicionales (biomasa, tracción animal, madera) equivaldría a un retorno indeseable a los parámetros de las sociedades agrarias, algo que sería insensato proponer como horizonte civilizatorio (y cuya transición tendría más que ver con las distopías apocalípticas que con la imagen romantizada de la campiña medieval).

Por ello, la tarea realmente importante consiste en aprovechar el conocimiento y la técnica acumulados -en parte gracias a ese legado- para construir una sociedad basada en renovables modernas: fotovoltaica, eólica, hidráulica, almacenamiento, electrificación, etc. Este es el gran desafío de nuestro tiempo: frenar el cambio climático sin renunciar a condiciones de vida dignas y, en lo posible, mejorarlas. Pero los datos de 2025 muestran que los esfuerzos siguen siendo insuficientes. En 2023, por ejemplo, los combustibles fósiles aún representaban cerca del 80% del mix energético global, apenas dos puntos menos que una década antes.

Aquí la cuestión central es la velocidad. Básicamente porque no tenemos mucho tiempo y nuestro presupuesto de carbono se está agotando. Y, además, en una economía-mundo que sigue creciendo no basta con sustituir energía sucia por energía limpia, sino que hay que cubrir también la demanda adicional. En la última década, la población de las regiones en desarrollo aumentó en más de 700 millones de personas, todas ellas con necesidades energéticas básicas y aspiraciones legítimas de bienestar material. La demanda de petróleo sigue elevada, en parte por el empuje de China e India. Durante años se asumió que mejorar el nivel de vida en estas regiones exigía recorrer el mismo camino fósil de las potencias occidentales, algo ecológicamente inviable.

Sin embargo, aquí llegan las buenas noticias. Hace no tanto, resultaba impensable que la fotovoltaica y la eólica crecieran a la velocidad actual. Con las políticas moderadas vigentes, las energías limpias estarán aumentando a nivel global más rápido que la demanda energética adicional antes de 2030, lo que iniciará una reducción del uso de combustibles fósiles. Con todo, ese ritmo sigue siendo insuficiente y la transición debe acelerarse mucho más. Y en este terreno, el ejemplo de China es fundamental.

Los últimos datos indican que China estaría alcanzando -quizá este mismo año- su pico de emisiones fósiles. A partir de ahí, lo previsible es un descenso relativamente rápido gracias al enorme despliegue de energías renovables y de electrificación. Solo en 2024 China invirtió en energía limpia más que Europa, Norteamérica y el resto de Asia-Pacífico juntas. La capacidad renovable instalada se ha duplicado en apenas tres años, y la electricidad procedente de la eólica y solar representaba el 4% de su mix en 2015 y hoy ronda el 18%, con provincias que superan el 30%. El grado de electrificación también es mayor que en EE. UU. y el promedio europeo, impulsado por reformas en calefacción, transporte e industria. En 2024, la electricidad limpia cubrió el 80% del aumento de la demanda energética del país, una cifra extraordinaria. Datos todos sencillamente sorprendentes que permiten vislumbrar luces en el horizonte.

Todo esto ha sido posible gracias a la planificación estratégica. China evitó el colapso económico de la URSS y escapó de la “trampa de la pobreza”, que afectó a muchas economías latinoamericanas, aplicando políticas de desarrollo fuertemente dirigidas por el Estado. El coste social fue elevado -incluyendo condiciones laborales durísimas y una dependencia masiva de fósiles-, pero la actual estrategia de desarrollo, centrada en convertirse en una superpotencia tecnológica bajo la noción de “civilización ecológica”, está impulsando una transición energética a escala global. Su liderazgo en la fabricación de renovables -produce alrededor del 80% de los paneles solares del mundo- está reduciendo los precios y facilitando la adopción de energías limpias también en países de renta baja.

La consigna que se deriva de ese aprendizaje es evidente: “acelerar, acelerar, acelerar”. Pasar del escenario de políticas actuales de la Agencia Internacional de la Energía al escenario de Cero Emisiones Netas en 2050, en el que el 90% del mix energético sería limpio, exige una movilización sin precedentes: inversiones sostenidas, planificación a largo plazo, expansión masiva de redes eléctricas y almacenamiento, y reformas profundas en sectores como la industria, el transporte y la construcción. Requiere, además, superar inercias políticas, intereses fósiles y visiones cortoplacistas que siguen frenando el despliegue renovable. En otras palabras, no basta con dejar que la transición avance; hay que impulsarla deliberadamente, con estrategia y velocidad. Además, eso únicamente se puede lograr con política industrial y planificación del Estado. Solo así podremos acercarnos al horizonte climático que aún es compatible con un planeta habitable.

Naturalmente, esto no elimina los problemas: hay cuellos de botella materiales –minerales críticos, tierras raras– cuya extracción genera tensiones sociales y daños ecológicos, tal como describen brillantemente autores como Joan Martínez Alier o Thea Riofrancos. Por esa razón es necesario compaginar la transición energética con reducciones en el nivel de consumo de energía y materiales que ayuden a cumplir los objetivos y reducir los impactos ecosociales. Pero seamos claros: si queremos mantener alguna esperanza como civilización, no queda otra alternativa que sustituir la base fósil del metabolismo social actual. Para quienes defendemos proyectos ecosocialistas, esto no es una condición suficiente, pero sí necesaria.

Cada décima de grado que logremos evitar será crucial. En la dinámica ecológica, una aparente minucia térmica se traduce en consecuencias enormes y muy concretas: menos olas de calor mortales, menos sequías devastadoras, menos cosechas perdidas, menos especies que desaparecen para siempre. En cada décima de grado hay vidas humanas preservadas, territorios que no se desertifican, ciudades que no quedan sumergidas y ecosistemas que conservan la capacidad de regenerarse. La diferencia entre 1,6 ºC y 1,7 ºC de calentamiento no es un matiz estadístico: es el umbral entre sociedades que aún pueden planificar su futuro y sociedades empujadas al límite por desastres encadenados. No es poca cosa.