Réquiem de la elegancia

Réquiem de la elegancia

La elegancia es una cortesía hacia el otro y hacia uno mismo. Quien habla con elegancia no pretende destruir; quien observa con elegancia comprende la vulnerabilidad ajena; quien decide con elegancia acepta que el universo no está hecho a su medida

Es casi un imperativo en los tiempos que corren hacer copia y acopio de todo lo que está bien y todo lo que es bueno, porque cada día se nos cierne un incendio como el de la biblioteca de Alejandría, pero moral, ético, qué sé yo, y nos puede acabar haciendo falta un vivero de las buenas formas, como ese que almacena semillas para el fin del mundo en un búnker de Svalbard. El capitalismo está sustituyendo a los buenos modales, porque todo va con prisa y todo tiene un para qué, todo es competición y todo es para ayer, y pararse un instante a tener un buen gesto es un lujo casi inaccesible.

Hemos llegado a un punto en el que la vida colectiva se organiza alrededor de expectativas desmesuradas y atenciones demasiado breves, como si nuestra capacidad de percibir lo valioso hubiera quedado atrapada entre lo que ha de ser reconocido al instante y lo que tiene una función monetaria. En esa tensión desaparecen, casi inadvertidamente, ciertas competencias civilizatorias que no son espectaculares pero sí indispensables: las buenas formas, las disposiciones finas; son hábitos que estructuran la convivencia y la facilitan. Pero, más que su escasez lo que me inquieta es que desconozcamos su función política, porque confundimos cortesía con debilidad y prudencia con lentitud y, sin embargo, es ahí donde se juega buena parte de la estabilidad del mundo compartido. Entre esas pérdidas que hoy lloramos amargamente, una de las más significativas es la elegancia.

La elegancia, que es una palabra denostada por el marketing e ignorada por los filósofos, con perdón de Ortega y Gasset; es un ángel menor, sin fasto, que desciende a los actos humanos para conferirles una luz que no les pertenece; lo que llamamos elegancia es en realidad la manifestación accidental de un antiguo pacto entre la simpleza y lo inefable, es una cualidad indefinible que solo es tangible si se muestra al otro, pero imperceptible a la mirada propia; es como el voyeurismo de Sartre: el orgullo y la vergüenza (y añado la elegancia) nos revela la mirada del otro.

Es una de las cualidades humanas que más admiro porque requiere al mismo tiempo talento -o capacidad de- y una concentración monástica. Es un gesto que sucede mientras hacemos otras cosas y que no busca su propio resplandor y tal vez ese gesto baste para que una acción humana alcance una especie de eternidad minúscula. En la literatura, esa eternidad se manifiesta con frecuencia porque la literatura conserva esos destellos sin exigirles explicación, los guarda en la página como quien preserva un terremoto: un ademán que, al quedar fijado en la palabra, sigue respirando mucho después de que la escena haya terminado. En la vida cotidiana, esto es algo mucho más raro, quizá porque la hayamos confundido con la ostentación, que se sustenta en lo material y nos parece más sencilla de alcanzar.

Elegancia es el carisma cuando se vuelve asequible. Quizá la diferencia esté en la densidad. El carisma, tal como solemos imaginarlo, llena un espacio; la elegancia lo ajusta. El primero se hace notar; la segunda permite que todo lo demás se note mejor. Es una cualidad que no aumenta el brillo, sino que lo distribuye. La elegancia es el carisma que ha renunciado a la espectacularidad y, en esa renuncia, ha encontrado su forma definitiva que no necesita imponerse, porque ha comprendido que su verdadera fuerza está en volverse accesible, en permitir que cualquiera -incluso quien no la posee- pueda reconocerla.

Diría que la elegancia es una cortesía hacia el otro y hacia uno mismo. Quien habla con elegancia no pretende destruir; quien observa con elegancia comprende la vulnerabilidad ajena; quien decide con elegancia acepta que el universo no está hecho a su medida. Tal vez sea una de las pocas virtudes que no requieren esfuerzo: basta con no ejercer la tiranía del yo sobre cada circunstancia. También es una forma de justicia: es la manera de no aplastar con la fuerza de la propia convicción al otro; por eso la elegancia en el disentimiento es la prueba más elevada de civilización. Pero una vez descrita, echémosla de menos porque será la elegancia la que nos salve de nosotros mismos.