Una historia personal: la lucha desde la universidad
Estudiantes de toda España llevaban años militando en organizaciones clandestinas luchando contra la dictadura y clamando libertad. La llegada de la democracia fue bienvenida, a pesar de que también trajo situaciones inquietantes
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Secuencia 1: interior día
Fecha: octubre de 1975
Lugar: un pasillo ante los despachos de la Dirección General de Seguridad (Puerta del Sol, Madrid).
Un joven policía, un gris como se les llamaba, le dice a la joven estudiante pendiente de entrar al despacho de un interrogador:
–¿Por qué haces esto?
Ella le mira, pero no responde. Él insiste.
–Ha estado abajo tu padre preguntando por ti.
Ella sigue sin responder, pero piensa: “Joder, mi padre, pobre, por mucho que haga no me va a sacar de aquí”.
Secuencia 2: exterior día.
Fecha: algún día de 1979
Lugar: Patio del Congreso de los Diputados
La joven estudiante es ahora una periodista acreditada en el Congreso de los Diputados. En el patio de la Cámara Baja todos –políticos, periodistas y ujieres– son nuevos en las lides democráticas. Se cruzan saludos, se hacen preguntas, hay buen rollo. La periodista observa y ve una cara conocida. Sorprendentemente le suena de otro momento: de cuatro años antes cuando la detuvo a las puertas de la Facultad de Periodismo. El reconocido también la mira, les separan pocos metros. Ninguno se mueve. Al rato, el hombre desaparece tras el entonces ministro de Trabajo, el centrista Rafael Calvo Ortega. Es uno de los escoltas que tiene asignado. No se le vuelve a ver en la Cámara Baja.
Secuencia 3: interior día.
Fecha: algún día de 1980.
Lugar: una habitación del hospital de Puerta de Hierro.
La joven periodista va a ver a su madre ingresada. La habitación tiene dos camas, la otra está vacía. La madre le dice a la hija en voz baja, como si alguien pudiera oírla: “Ahí está una señora que es la madre del policía que había en tu facultad. No digas nada cuando venga”. La joven se va antes de que la mujer ausente se haga presente. Recuerda muy bien la cara de su hijo, incluso el nombre. No lo ve desde la facultad, pero unos meses después del consejo de su madre, en la redacción del periódico viendo las fotos del día se topa con una del rey Juan Carlos recibiendo a un colega árabe. Detrás del rey, con esmoquin, el policía de la clase de la facultad. Pregunta quién es y le contestan: el jefe de los escoltas. Perpleja, con la cabeza a cien, no investiga más, y se queda sin saber a quién escolta en el momento de la foto.
Estas escenas pueden formar parte de la película de una generación, o dos, de mujeres y hombres muy jóvenes cuando murió Franco, que hicieron de la universidad la plataforma para lograr la libertad y la democracia.
Luchar contra una dictadura no es fácil: corres el peligro de que te detengan, te torturen o incluso te maten. En esos años parecía que los estudiantes volaban, porque había muertos en las manifestaciones mientras la policía aseguraba que solo disparaba al aire botes de humo o pelotas de goma. En las celdas de la Dirección General de Seguridad (DGS), sede de la policía política del franquismo –hoy la presidencia del Gobierno autonómico madrileño– se sigue torturando y apaleando después de muerto Franco. Los recuerdos permanecen: creo que se llamaba Josefa, era trabajadora de una empresa textil de la periferia de Madrid, no creo que llegara a 25 años, subió al furgón que nos trasladaba a la cárcel de Yeserías sin poder apoyar los pies en el suelo, las plantas las tenía en carne viva, se habían ensañado con ella.
Estudiantes y trabajadores llevaban desde comienzos de la década de los 60 creando y organizando partidos y sindicatos que luchaban por la llegada de la democracia. Sus abuelos habían sufrido una Guerra Civil devastadora para todo el país, y sus padres habían conseguido subsistir en una posguerra miserable, con mucha represión, en un país atrasado y con un futuro incierto. Sus nietos e hijos no estaban dispuestos a seguir en lo mismo. Sabían que otro mundo era posible y existía. La prensa y la radio, toda en manos del régimen o de la Iglesia Católica, contribuyó a su pesar a dar a conocer ese mundo. No informaba sobre las huelgas, ni sobre las manifestaciones en la Universidad, pero sabíamos mucho del fin del colonialismo en el Congo, de la guerra de Vietnam, de los rockeros ingleses y de la actividad del IRA en Belfast. El contexto internacional era propicio, el mundo bullía y nos llegaron los aires de cambio radicales del movimiento hippie y el Mayo del 68. En España se trataba de algo más simple pero también más definitivo: queríamos democracia y libertad. Ser iguales que nuestros coetáneos europeos y norteamericanos.
Ahora o nunca
El periodista Carlos Santos, testigo directo de la época, publicó hace una década ‘333 historias de la Transición. Chaquetas de pana, tetas al aire, ruido de sables, suspiros, algaradas y… consenso’ (La Esfera), un libro que ilustra a ras de suelo cómo centenares de ciudadanos anónimos afrontaron esa parte de la historia de España.
En su opinión no existe una sola historia de la Transición. “No creo que fuera un proceso diseñado en los despachos del poder (…) Se vivió en los bares y las iglesias, las aulas y los cuarteles, las camas y las cárceles, los talleres de arte y los mecánicos, las salas de billar, las de banderas, los clubes de montaña, los de fútbol, los cines, las librerías…”, afirma. Estaba claro que Franco iba a morir en la cama, pero el objetivo político, el sentimiento personal y la convicción racional y colectiva era que la dictadura no iba a continuar después del dictador.
Uno no se acuesta en una dictadura y se despierta en una democracia, aunque haya muerto el dictador. Su desaparición no fue un punto de inflexión. No había muerto el Estado policial y represivo, no había muerto la policía torturadora ni los grupos violentos de la ultraderecha, ni la censura en la prensa, ni la obligación de afiliarse a un sindicato, por supuesto fascista, ni la denegación del pasaporte si tenías antecedentes penales. Entre los universitarios y trabajadores que habían mantenido viva la llama de la movilización en las últimas décadas la convicción general era: ahora o nunca. No se podía flaquear, había que mantener la presión en la calle, aulas y centros de trabajo.
En las universidades las proclamas de rebelión se repartían entre varios partidos, todos ellos clandestinos, por supuesto. Socialistas, pocos o ninguno. Estaban los comunistas del PCE, un partido que había abrazado la causa del eurocomunismo y era tachado de revisionista y traidor por los otros comunistas, una serie de grupúsculos surgidos como espejo de otras corrientes radicales de izquierdas que habían despertado en Europa durante los años 60. Eran los maoístas del Movimiento Comunista (MC), de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) y del Partido del Trabajo (PTE); y los trotskistas de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) y la Organización de Izquierda Comunista (OIC). Los militantes y simpatizantes de estas organizaciones no eran numerosos, pero junto a muchos demócratas sin adscripción ideológica y a los del PCE, que eran el motor con más combustible, fueron los que mantuvieron viva la movilización en la calle. También surgieron otros más radicales, PCE marxista-leninista, embrión del FRAP, y los futuros Grapos, entre otros defensores de la lucha armada para quien se quedaba corta lo que entonces se denominaba democracia burguesa.
Sin PCE no hay democracia
Mundo Obrero celebró con esta portada la legalización del Partido Comunista, que provocó enormes tensiones. Suárez tomó la decisión en la Semana Santa de 1977, pocos meses antes de las primeras elecciones. Quedaban por legalizar muchos partidos de izquierda que protagonizaron la resistencia a la dictadura y que, ya legales, se fueron diluyendo en democracia. https://mundoobrero.es/
Eugenio del Río, secretario general del MC entre 1975 y 1983, en su libro Jóvenes antifranquistas, describe esa etapa: “Aquellos jóvenes éramos, ante todo, antifranquistas. Aunque es una conjetura imposible de verificar dudo de que sin franquismo hubiéramos llegado a ser como fuimos”. Del Río afirma que el “contexto histórico nos empujó a desempeñar papeles poco ordinarios”. “Queríamos liberar al pueblo del capitalismo y al mundo del imperialismo del colonialismo”. En todo caso, la “fuerza motriz primordial era el afán de poner término a la dictadura”.
Al igual que defender una enseñanza científica y democrática fue la bandera de los universitarios, lograr unas condiciones de trabajo y salariales dignas fue la del movimiento obrero. Ni unos ni otros se engañaban: lo que se reivindicaba solo podía darse en un país democrático. Así pues, la democracia, la libertad y el fin de la represión fueron lo que envolvió a toda la sociedad.
“Obreros y estudiantes, contra la dictadura” fue la consigna. Ambos llenaban las cárceles. Aunque más de obreros, todo hay que decirlo. Quizá por eso pegaron con más saña a Josefa que a la estudiante en su paso por la Dirección General de Seguridad. Los trabajadores podían parar un país. Y ya se sabe del paternalismo: los estudiantes son jóvenes y ya se les pasará cuando tengan que formar una familia y buscarse el pan; los obreros, no tan jóvenes, ya tienen familia y poco pan para alimentarla.
Policía franquista y paramilitares
El año y medio desde la muerte del dictador hasta las primeras elecciones democráticas en 40 años, fue infernal, y el tira y afloja entre la calle y el poder franquista fue duro y, en ocasiones, sangriento. Lejos de bajar de intensidad, la represión en la universidad y los centros de trabajo se agudizó. Como tituló por aquellos años la revista Saida, impulsada por el MC: “No se acabó la rabia”.
Los franquistas sin Franco no estaban dispuestos a soltar el poder. Aparecieron un sinfín de bandas paramilitares de extrema derecha, y por supuesto la policía franquista. El ambiente era terrible, desde luego no era la gozosa Transición que algunos no han vivido y otros creen recordar. El historiador Santos Juliá da la cifra de 18.000 huelgas que se produjeron en el primer trimestre de 1976, “casi seis veces más que en todo el año anterior”. El régimen dictatorial respondió con la habitual represión porque la calle era suya, como dijo el entonces ministro de la Gobernación, Manuel Fraga. El mensaje era el de la amenaza y el miedo.
Si ETA lideraba hasta ese momento la llamada lucha armada, el surgimiento del FRAP y del GRAPO empeoró el ambiente. El debate sobre si la violencia servía o no a la causa de la caída de la dictadura estuvo presente en las reuniones clandestinas de los grupos de izquierda radical. Eugenio del Río considera que la última generación antifranquista “se distinguió por un mayor radicalismo ideológico” que el de generaciones anteriores. Los postulados marxistas más extremos y los nuevos pensadores de los 60 y 70, permitieron la aparición de esos grupúsculos que tuvieron un notorio protagonismo los primeros años de la Transición.
El papel de la violencia
Del Río destaca que los nuevos jóvenes antifranquistas se apuntaron a la extrema izquierda con una cierta tendencia a la “exageración” y “lo desmesurado”. Al mismo tiempo que luchábamos “sincera y consecuentemente por la libertad” la justificación de la violencia política se hacía un hueco. En nuestras cabezas imperaba la idea de que la violencia está justificada frente a regímenes dictatoriales, pero ¿qué pasa cuando se trata de un proceso democrático? “Una cosa es que sea legítima y otra que fuera conveniente, o sea, que sus facetas positivas resultaran mayores que las negativas”, señala del Río. En una reflexión que tiene puntos en común con la de otros dirigentes de la izquierda de entonces, Del Río sostiene: “Lo cierto es que la violencia, incluso cuando es legítima y aparece como la vía más eficaz para acabar con un grave mal, produce efectos contraproducentes”.
Aclarado el papel de la violencia en la lucha por las libertades, los dirigentes de la izquierda radical –además de Del Río, Nazario Aguado, Pina López Gay (PTE), José Sanroma camarada Intxausti y Manuel Guedan (ORT) o Jaime Pastor y Miguel Romero (LCR), entre otros–, formaban parte de la Platajunta, como se conoció popularmente al organismo que fusionó a mediados de 1976 la Junta Democrática, liderada por el PCE y la Plataforma de Convergencia Democrática, encabezada por el PSOE. Partidos de todos los tamaños, desde liberales y democristianos hasta monárquicos carlistas, maoístas o troskistas, se hicieron visibles con un programa básico y claro: libertades democráticas, amnistía para los presos y el retorno de los exiliados políticos, apertura de un proceso constituyente, reconocimiento de las autonomías históricas y consulta sobre la forma de Estado. En Catalunya se forjó el lema del momento: “Llibertat, amnistía, estatut d’ autonomía”.
La izquierda radical aceptó tácticamente este mínimo común denominador, pero no renunció a la vindicación de la República, algo que ponía los pelos de punta a socialistas, comunistas y por supuesto a los franquistas que habían heredado a Juan Carlos. Los dirigentes de estas formaciones protagonizaron lo que fue el primer proceso por injurias al rey por un dossier que, en junio de 1977, publicó la revista Saida con una portada muy simple: “¡Viva la República!”. Los editores, dirigentes clandestinos y el director Miguel Bayón comparecieron ante el juez y los primeros pasaron semanas en la cárcel. Esta revista, junto con El Viejo Topo y Ozono surgieron bajo el paraguas de la izquierda radical con el fin de ampliar las voces en el tránsito a la democracia.
Al mismo tiempo los antifranquistas anónimos comenzaron a dejar la clandestinidad. La universidad y los centros de trabajo se habían quedado pequeños para la lucha democrática y había que ampliar la base. Los movimientos vecinales en los cinturones urbanos, las asociaciones profesionales, desde arquitectos a abogados, los trabajadores de la cultura, las nuevas publicaciones y el sindicato CCOO, fueron los nidos en los que se hicieron visibles los que salían de las alcantarillas y el terreno donde se iba a tejer el armazón de la democracia.
La información era básica en ese momento y el debate político e ideológico estaba a la orden del día, así como los contactos entre todas las fuerzas de la oposición, también de las más pequeñas, con la prensa internacional, que jugó un papel importante. La izquierda radical también dio un empujón a las agencias populares de información, que elaboraban unas simples octavillas, hechas en aquellas famosas vietnamitas, con información directa de los centros de trabajo que facilitábamos a los corresponsales extranjeros y a los periodistas de medios convencionales de Madrid y Barcelona que contribuían a crear una red de complicidades básicas en tiempos inciertos.
División y líneas rojas a la izquierda
Se acercaban las primeras elecciones en 40 años, pero los grupos de la izquierda alternativa no estaban legalizados. No les quedo más opción que presentarse como agrupaciones de electores que apenas distinguieron sus propios militantes. Las urnas no reconocieron su esfuerzo, el proceso hasta la aprobación de la Constitución les dejó de lado (en el referéndum las líneas rojas por las que defendieron la abstención fueron la República y el Estado Federal) y comenzó una deriva por desgracia habitual en la izquierda: la falta de autocrítica y la imposibilidad de fusionarse.
La reforma del franquismo realizada por iniciativa de una parte de sus dirigentes condicionó el proceso. La falta de una condena explícita del régimen franquista, de sus crímenes y de sus autores hizo que “la nueva cultura democrática naciera ya tocada”, según Eugenio Del Río, y a los antifranquistas “se les negó un justo reconocimiento que, por cierto, nunca reclamaron”.
A la joven periodista solo le queda una secuencia final: el 23-F, cuando vio entrar a los golpistas en el Congreso y disparar en el zócalo del hemiciclo a medio metro de su cuerpo, se le ocurrió pensar: “¡Qué poco ha durado esto!”.