La parte contratante de la primera parte de los protocolos de instituto

La parte contratante de la primera parte de los protocolos de instituto

Los protocolos por sí solos no impiden suicidios ni acosos, mientras no haya recursos y la administración esté más preocupada por tener una carpeta llena de papeles que tranquilicen a las familias. Además, suponen el enésimo descargo sobre el profesorado de responsabilidades ajenas

Aparecen muertas dos chiquillas, algo tremendamente trágico, y la primera pregunta es si el instituto había activado un protocolo de suicidio, de conductas autolesivas o de acoso. Así aparece en la mayoría de titulares: si había o no protocolo, de lo que sea. Si lo había, nos quedamos más tranquilos, ya tenemos explicación para lo inexplicable, caso cerrado. Y si no lo había, la carga de la prueba cae sobre el centro educativo que no hizo nada y al que podemos culpar. Todos, familias, gobernantes y medios, exigimos la apertura de protocolos, como si tuviesen propiedades mágicas. Peor aún: como si de verdad sirviesen para algo.

El suicidio, cualquier suicidio pero especialmente el suicidio adolescente, es un asunto muy complejo para señalar a la ligera causas y culpas. No diré una sola palabra sobre dos muertes de las que no sabemos nada, y tal vez nunca sepamos. Pero en este, como en otros casos recientes, en seguida encontramos algo tangible a lo que agarrarnos: los protocolos. Es decir, el centro educativo. Es decir, profesores y sobre todo equipos directivos. Pobres de ellos si no abrieron un protocolo.

Como yo toco de oídas, pregunto a quienes están a pie de obra. Una directora de instituto me cuenta que, en lo que va de curso, en su centro han abierto ya nueve protocolos por riesgo de suicidio y conductas autolesivas. Me explica que cada uno de ellos requiere no menos de diez horas, en su mayor parte de trabajo burocrático y sin mucho sentido. Cada protocolo incluye una decena de pasos, de instrucciones enrevesadas, comunicaciones de ida y vuelta, cuestionarios y anexos múltiples que rellenar y adjuntar. Hasta que no se completa el sexto paso no se considera abierto el protocolo. “Recuerdan a aquello de los Hermanos Marx de la parte contratante de la primera parte…”, me dice enojada. Hay por ejemplo un paso que consiste en hacer síntesis de los anteriores y volver a informar. Y cada actuación exige acta firmada de todo, para luego enviarlas a la Junta mediante un trámite electrónico cuyo proceso obliga a duplicar el trabajo.

Y lo peor no son las horas de papeleo, sino que en realidad todos esos anexos y comunicaciones no abordan a fondo y de manera urgente el problema. Más allá de la burocracia, los centros carecen de recursos. En el mejor de los casos cuentan con los mismos especialistas que hace veinte años, mientras los problemas de salud mental se han multiplicado. Los equipos directivos se ven obligados a atender y resolver problemas para los que no están preparados. Están formados en matemáticas o inglés, no en tratar problemas psicológicos o sociales. Ni capacidad, ni tiempo, que acaban quitando de las tareas educativas o de sus propias vidas fuera del horario laboral, desbordados y desatendiendo otras necesidades y urgencias.

Pero el protocolo resulta tranquilizador: hemos abierto un protocolo, el caso está ya en vías de resolverse. Nada de eso. Los protocolos por sí solos no impiden suicidios ni acosos, mientras no haya recursos y la administración esté más preocupada por tener una carpeta llena de papeles que tranquilicen a las familias. Además, suponen el enésimo descargo sobre el profesorado de responsabilidades ajenas. Por ejemplo, las situaciones de acoso suceden en su mayoría fuera del centro, sobre todo en redes sociales; pero la responsabilidad recae en el instituto y en los docentes.

Les exigimos que eduquen a nuestros hijos, pero también que resuelvan problemas de salud mental, carencias familiares y necesidades sociales. Y si no, los culpamos, pese a que hacen lo que pueden y más. Siempre mucho más. Gracias.