
¿Es Trump fascista? ¿Importa si lo es, o «son galgos o podencos»?
A los tres meses de la segunda presidencia de Trump, se acumulan los artículos, debates y libros que discuten cómo llamarlo. ¿Tiene importancia cómo llamarlo, frente a su ataque contra la democracia, las universidades, la cultura, el periodismo y sobre todo los más débiles?
¿Es Trump un fascista? ¿Está levantando un régimen fascista en Estados Unidos? ¿Se parece a los fascismos del siglo XX? ¿Cómo deberíamos referirnos a él: fascista, neofascista, tardofascista, tecnofascista, ur-fascista…? ¿O mejor lo llamamos extrema derecha, alt-right, derecha radical, populismo…? ¿La historia se repite (sangrienta como la morcilla, que decía Ángel González de la historia de España)? ¿Es un debate historiográfico o más bien político? ¿Acaso es un asunto semántico, filosófico, periodístico…?
A los tres meses de la segunda presidencia de Trump, se acumulan los artículos, debates y libros que discuten fascismo sí, fascismo no. Sus discursos, sus políticas, su visión del mundo y de la historia, los gestos de sus colaboradores más cercanos (el brazo levantado de Musk)… Tras cada paso que da (siempre en la misma dirección), reabrimos la discusión. Ya en su primer mandato se habló mucho en su país de la nueva F-word, si usarla o no. Y lo mismo en el resto del mundo, sobre Le Pen, Meloni, Milei, Putin o el régimen chino, siempre hay quien los llama fascistas, y quien salta en seguida a cuestionarlo: “no, hombre, son autoritarios, pero fascismo es otra cosa”. También entre nosotros: años discutiendo si Vox es un nuevo fascismo, es el fascismo de siempre (nuestro franquismo), o hay que usar otros términos.
Si me preguntan, yo estoy entre los que prefieren llamar a las cosas por su nombre, y llamar fascismo al fascismo. Discrepo de mi admirado Santiago Gerchunoff, que ha escrito un libro brillante y discutible que les recomiendo de verdad, donde cuestiona el uso y abuso del término. Estoy más con Jason Stanley, que lleva tiempo estudiando el fascismo, y que ha resuelto la discusión con hechos antes que palabras: dejando su trabajo en Yale y marchándose de Estados Unidos, pues considera que el fascismo, con todas las letras, ya está en su país. Y no es el único: son muchos los científicos y pensadores buscando traslado a universidades europeas o canadienses, lo que no deja de ser una característica típica de todo régimen fascista en sus inicios: la fuga de intelectuales.
De hecho, si uno lee el libro de Stanley sobre los mecanismos que el fascismo usa históricamente para tomar el poder, puede ir haciendo “check” con cada uno de los elementos que ya se cumplen en el caso de Trump. Es como las catorce características que Umberto Eco atribuía al “fascismo eterno”: las vas leyendo una por una y comparando con Estados Unidos, y no paras: check, check, check… Porque en el caso de Trump, tal vez no sea un pato, pero anda como un pato, nada como un pato, y levanta el ala derecha como un pato fascista. Uno diría que solo le falta un gran movimiento de masas para cumplir el manual del buen fascista.
La pregunta es otra: ¿importa si Trump es o no fascista? ¿Su ataque contra la democracia, las universidades, la cultura, el periodismo y sobre todo los más débiles, es menos grave si en rigor no podemos llamarlo fascismo? ¿Se movilizarán más o menos los ciudadanos? Si, como sostiene Gerchunoff, el empleo del término fascista es más emocional que político, ¿es una emoción movilizadora o paralizante? ¿Nos sentiremos más fuertes, con menos miedo, llamándonos antifascistas y vinculándonos a luchas históricas; o por el contrario es una forma inofensiva de consuelo?
¿Es una discusión vital para enfrentar el problema, para no caer en espejismos y acertar en la estrategia; o a estas alturas es ya una discusión bizantina, el sexo de los ángeles mientras cae Constantinopla, los galgos o podencos que nos van a comer igual?